miércoles, noviembre 16, 2011

Reaparece, por fin, Los años decisivos, de Oswald Spengler

Un clásico más que decisivo: fundamental

Reaparece, por fin, "Los años decisivos", de Oswald Spengler

elmanifiesto.com

16 de noviembre de 2011



En “Los años decisivos” Oswald Spengler, el celebrado autor de “La decadencia de Occidente”, ofrece un análisis sobre el proceso histórico por el que las sociedades europeas, víctimas de sus contradicciones internas y del empuje de los Estados y pueblos de otros continentes, son desplazadas desde el centro de poder mundial a un rango secundario en el orden internacional.

Obra premonitoria en muchos aspectos, Spengler plantea en este libro cuestiones hoy más que nunca candentes para el hombre europeo actual: las ideas de identidad europea, de respeto a nuestra cultura y la necesaria fe en nuestro porvenir colectivo.

En esta obra, publicada en 1933 pocos meses después de la llegada de Hitler al poder, el autor manifestaba toda su hostilidad al nacionalsocialismo, algo que le granjeó la enemistad de los nuevos amos de Alemania y el verse forzado a un «exilio interior» que solo concluiría con su muerte tres años más tarde.


Introducción de Rodrigo Agulló:
"Oswald Spengler: el hombre que veía más lejos".
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Primeros capitulos del libro

INTRODUCCIÓN
Nadie podía anhelar más que yo la subversión nacional de este año. Odié, desde su primer día, la sucia revolución de 1918, como traición infligida por la parte inferior de nuestro pueblo a la parte vigorosa e intacta que se alzó en 1914, porque quería y podía tener un futuro. Todo lo que desde entonces he escrito sobre política ha ido contra los poderes que se habían atrincherado en la cima de nuestra miseria y nuestro infortunio, con ayuda de nuestros enemigos, para hacer imposible tal futuro. Cada línea debía contribuir, y espero que así haya sido, a su caída. Tenía forzosamente que advenir algo, en una forma cualquiera, que librase de su pesadumbre a los más hondos instintos de nuestra sangre, si habíamos de participar con la palabra y con la acción en las decisiones venideras del acontecer mundial y no tan sólo ser sus víctimas. El magno juego de la política mundial no ha terminado. Es ahora cuando mayores puestas se arriesgan. Para cada uno de los pueblos vivos es cuestión de grandeza o aniquilamiento. Pero los acontecimientos de este año nos dan la esperanza de que tal dilema no esté ya resuelto para nosotros, de que volveremos a ser alguna vez —como en la época de Bismarck— sujeto, y no tan sólo objeto de la historia. Son décadas grandiosas las que vivimos; grandiosas, esto es, terribles e infaustas. La grandeza y la felicidad son cosas distintas, y no nos es dado elegir. Ninguno de
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los hombres hoy en vida, cualquiera que sea el lugar del mundo en el que aliente, será nunca feliz; pero sí habrá de ser posible a muchos recorrer, a voluntad, con grandeza o ruindad, el camino de su vida. Ahora bien: quien sólo bienestar quiere, no merece vivir en el presente.
El que obra suele no ver lejos. Es impulsado sin conocer el fin real. Opondría quizá resistencia si lo conociera, pues la lógica del destino jamás ha tenido en cuenta los deseos humanos. Pero aún es mucho más frecuente que yerre y se extravíe por haber desarrollado en sí y en rededor suyo una imagen falsa de las cosas. La magna tarea del historiador es comprender los hechos de su tiempo y, partiendo de ellos, presentir, interpretar y diseñar el futuro que ha de advenir, lo queramos o no. Sin una crítica creadora, anticipadora, monitoria y directiva, no es posible una época de tanta conciencia como la actual.
No amonestaré ni adularé. Quiero abstenerme de toda valoración de las cosas que acaban de empezar a nacer. Un acontecimiento sólo puede ser verdaderamente valorado, cuando ya es lejano, pretérito y los éxitos o fracasos definitivos han llegado a ser, tiempo ha, hechos consumados; o sea, al cabo de decenios enteros. Hasta finales del siglo pasado no se hizo posible una madura comprensión de Napoleón. Ni siquiera nosotros podemos tener todavía una opinión definitiva sobre Bismarck. Sólo los hechos son firmes; los juicios oscilan y cambian. Y, en conclusión: un magno acontecimiento no precisa de la valoración de sus contemporáneos. La historia misma lo juzgará cuando ninguno de los que en él participaron esté ya en vida.
Pero hay algo que ya puede ser dicho: la subversión nacional de 1933 ha sido algo grandioso y seguirá siéndolo a los ojos del porvenir, por el ímpetu elemental, suprapersonal con el que se cumplió y por la disciplina anímica con la que fue cumplida. Ha sido algo total y absolutamente prusiano, como el levantamiento de 1914, el cual transformó en un instante las almas. Los soñaintroducción
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dores alemanes se irguieron serenos, con imponente evidencia, y abrieron un camino al futuro. Pero precisamente por ello los que en aquel suceso participaron deben comprender claramente que no fue una victoria, pues no tuvieron adversarios. Ante la violencia del levantamiento desapareció al instante todo lo que todavía actuaba y todo lo ya hecho. Fue una promesa de victorias futuras que han de ser logradas en rudos combates, y a las que entonces sólo se abrió campo. Los directores han tomado sobre sí toda la responsabilidad y tienen que saber, o habrán de aprender, lo que ello significa. Es una tarea erizada de tremendos peligros y no se plantea en el interior de Alemania, sino fuera, en el mundo de las guerras y las catástrofes, donde sólo la gran política tiene la palabra. Alemania está, más que ningún otro país, entretejida en el destino de todos los demás; menos que ninguno puede ser gobernado como si fuese algo de por sí. Y, además, no es la primera revolución nacional ésta que en Alemania se ha cumplido —Cromwell y Mirabeau fueron antes—, pero sí es la primera que se cumple en un país políticamente impotente y en situación muy peligrosa. Y esto eleva hasta lo inmensurable la dificultad de los problemas.
Los cuales están todos no más que planteados, apenas comprendidos y sin resolver. No es tiempo ni ocasión de embriaguez y sentimiento de triunfo. ¡Ay de quienes confundan la movilización con la victoria! Un movimiento acaba de iniciarse, no de lograr su fin, y ésta sola iniciación no ha cambiado en nada las grandes cuestiones de la época, que no atañen únicamente a Alemania, sino al mundo entero, ni son cuestiones de estos años, sino de todo un siglo.
Para los entusiastas, el peligro está en ver demasiado sencilla la situación. El entusiasmo no es compatible con fines situados allende generaciones enteras. Pero sólo con tales fines comienzan las verdaderas decisiones de la historia.
Esta toma del poder se ha realizado en medio de un torbellino de fortaleza y debilidad. Y me alarma verla celebrada diariamen34
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te con tanto estrépito. Sería más acertado dejarlo para un día de éxitos verdaderos y definitivos, esto es, de política exterior. No hay otros. Cuando lleguen a ser logrados, los hombres del momento, los que dieron el primer paso, llevarán quizá ya muchos años bajo tierra, olvidados acaso y denigrados, hasta que una posteridad cualquiera recuerde su significación. La historia no es sentimental, y ¡ay de quien se tome sentimentalmente a sí mismo!
Toda evolución de un tal comienzo entraña muchas posibilidades, de las que rara vez tienen plena conciencia los que en ella intervienen. Puede entumecerse en principios y teorías, naufragar en la anarquía política, social y económica o retornar sin fruto a su principio; así, en el París de 1793 se sentía claramente que ça changerait.1 A la embriaguez de los primeros días, que tantas veces ha arruinado ya posibilidades venideras, siguen regularmente una desilusión y la inseguridad en cuanto al «paso inmediato». Advienen al poder elementos que consideran como resultado el disfrute del poder, y quisieran eternizar un estado que sólo momentáneamente es tolerable. Ideas excelentes son extremadas por los fanáticos hasta su anulación en lo insensato. Lo que al principio prometía grandes cosas acaba en tragedia o en comedia. Nosotros queremos considerar serenamente y a tiempo estos peligros, para ser más prudentes que alguna generación del pasado.
Ahora bien: si han de echarse los cimientos perdurables de un gran futuro, sobre los cuales puedan edificar las generaciones venideras, ello no ha de ser posible sin la acción continuada de antiguas tradiciones. Únicamente aquello que de nuestros padres llevamos en la sangre, ideas sin palabras, es lo que promete consistencia al futuro. Aquello que años atrás designé con el nombre de «prusianismo» —ahora precisamente contrastado— es lo importante, y no una especie cualquiera de «socialismo». Necesitamos una educación enderezada a darnos una actitud
1. «Que esto cambiaría.» (N. del T.)
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prusiana; la que tuvimos en 1870 y 1914 y que duerme como posibilidad permanente en el fondo de nuestras almas. Lo cual sólo con el ejemplo vivo y la autodisciplina moral de una clase dirigente puede alcanzarse, no con muchas palabras o a la fuerza. Para poder servir a una idea es preciso dominarse a sí mismo, estar pronto a sacrificios interiores por convicción. El que confunde esto con la presión intelectual de un programa no sabe siquiera de qué se trata. Con esto retorno al libro Prusianismo y socialismo, con el que en 1919 comencé a señalar esta necesidad moral, sin la cual no es posible construir nada duradero. Todos los demás pueblos han recibido de su pasado un carácter. Nosotros no hemos tenido un pasado educativo, y por ello mismo, antes que nada, hemos de despertar, desarrollar y educar el carácter que en estado de germen hay en nuestra sangre.
A tal fin va consagrada también esta obra, cuya primera parte es la presente. Hago lo que siempre he hecho: no doy una imagen optativa del porvenir, y menos aún un programa para su realización, como ahora es moda entre los alemanes. Veo más lejos que otros. No veo tan sólo grandes posibilidades, sino también grandes peligros, su origen y quizá el medio de evitarlos. Y cuando nadie tiene el valor de ver y decir lo que ve, quiero yo hacerlo. Tengo derecho a la crítica, porque con ella he señalado una y otra vez lo que ha de suceder porque sucederá. Ha sido iniciada una serie decisiva de hechos. Nada de lo que llega a ser un hecho es revocable. Ahora tenemos todos que seguir avanzando en tal dirección, la hayamos o no querido. Sería miope y cobarde negarse. Lo que el individuo no quiere hacer, lo hará con él la historia.
Pero el sí presupone una comprensión. A ella ha de servir este libro. Es una advertencia de peligros. Siempre hay peligros. Todo el que obra está en peligro. La vida misma es peligro. Pero quien ha enlazado el destino de Estados y naciones a su sino particular, tiene que enfrentarse clarividentemente con los peligros. Y para ver claro, es quizá para lo que mayor valor es preciso.
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Este libro ha nacido de una conferencia —«Alemania en peligro»— que pronuncié en 1929 en Hamburgo, sin hallar demasiada comprensión. En noviembre de 1932 me puse a desarrollarlo, siempre ante la misma situación de Alemania. El día 30 de enero de 1933 estaba ya impreso hasta la página 106. Nada he modificado ulteriormente en él, pues no escribo para meses ni para el año próximo, sino para el futuro. Lo que es exacto no puede ser anulado por un acontecimiento. Sólo el título he cambiado, para evitar interpretaciones erróneas. La toma del poder por los nacionalistas no es un peligro; los peligros existían ya, en parte desde 1918 y en parte desde mucho más atrás, y perduran, porque no pueden ser despejados por un acontecimiento singular, el cual precisa de una evolución acertada y prolongada a través de años enteros para lograr eficacia contra ellos. Alemania está en peligro. Mis temores por Alemania no han disminuido. La victoria de marzo fue demasiado fácil para que pudiera abrir los ojos a los vencedores sobre la magnitud del peligro, su origen y su duración. Nadie puede saber a qué formas, situaciones y personalidades conduce esta subversión ni qué reacciones despertará en el exterior. Toda revolución empeora la situación política exterior de un país, y sólo para hacer frente a ésta son necesarios estadistas de la categoría de Bismarck. Estamos quizá ya próximos a la segunda guerra mundial, con una desconocida distribución de las potencias y con medios y fines —militares, económicos y revolucionarios— imprevisibles. No tenemos tiempo de limitarnos a cuestiones de política interior. Tenemos que estar «en forma» para todo acontecimiento imaginable. Alemania no es una isla. Si no vemos como el problema más importante precisamente para nosotros nuestra relación con el mundo, el destino —¡y qué destino!— pasará sin compasión sobre nosotros.
Alemania es la nación decisiva del mundo, no sólo por su situación en la frontera de Asia, hoy en día el continente más
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importante en cuanto a la política mundial, sino también porque los alemanes son todavía lo bastante jóvenes para vivir en sí los problemas de la historia universal, informarlos y decidirlos, mientras que otros pueblos se han hecho demasiado viejos y demasiado torpes para aportar algo más que una defensa. Y también frente a los grandes problemas entraña el ataque la máxima promesa de victoria.
Esto es lo que he descrito. ¿Logrará el efecto esperado?
Múnich, julio de 1933

EL HORIZONTE POLÍTICO
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¿Qué hombre de las razas blancas tiene hoy una mirada para lo que en derredor suyo sucede en la esfera terrestre; para la magnitud del peligro que sobre esta masa de pueblos se cierne amenazador? No hablo de la multitud ilustrada o inculta de nuestras ciudades, de los lectores de periódicos, de la grey votante de los días de elecciones —en las cuales hace ya mucho tiempo que no existe, entre electores y elegidos, diferencia alguna de categoría—, sino de las clases dirigentes de las naciones blancas, en cuanto no han sido aniquiladas; de los estadistas, en cuanto hay algunos; de los directores auténticos de la política y de la economía, de los ejércitos y del pensamiento. ¿Ve alguno más allá de estos años, de su parte del mundo, de su país o siquiera del círculo limitado de su actividad?
Vivimos en una época henchida de fatalidad. Ha despuntado la época histórica más grandiosa, no sólo de la cultura fáustica de la Europa occidental, con su tremendo dinamismo, sino, precisamente por ella, de toda la historia universal, más grandiosa y terrible que las épocas de César y de Napoleón. ¡Pero qué ciegos están los hombres sobre los cuales se desencadena este tremendo hado, arrastrándolos en su vorágine, elevándolos o aniquilándo40
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los! ¿Quién de ellos ve y comprende lo que con ellos y en torno suyo sucede? Quizá algún anciano sabio chino o hindú que mira silencioso en derredor suyo, con un pasado milenario del pensamiento en su espíritu; pero ¡qué a ras de suelo, qué mezquina y ruinmente pensados se muestran cuantos juicios y medidas emergen en la Europa occidental y en América! ¿Quién de los habitantes del Medio Oeste de los Estados Unidos comprende verdaderamente algo de lo que sucede más allá de Nueva York y de San Francisco? ¿Qué sospecha siquiera un hombre de la clase media inglesa de lo que se prepara en el continente vecino, para no hablar de la provincia francesa? ¿Qué saben todos ellos de la dirección en la que se mueve su propio destino? Nacen entre ellos risibles vaciedades, tales como superación de la crisis económica, inteligencia de las naciones, seguridad nacional y autarquía, para «superar», con la prosperity o el desarme, catástrofes que abarcan generaciones enteras.
Pero yo hablo aquí de Alemania, más amenazada que ningún otro país por la tormenta de los hechos, y cuya existencia está en juego en todo el sentido sobrecogedor de la palabra. ¡Qué miopía y qué ruidosa oquedad reinan en ella, qué puntos de vista más provincianos emergen cuando se trata de los más arduos problemas! Hay que fundar dentro de nuestras fronteras el tercer reino o el Estado soviético, suprimir el ejército o la propiedad, a los dirigentes de la economía o de la agricultura, dar a los Estados particulares la mayor independencia posible o anularlos, dejar actuar de nuevo, como en 1900, a los viejos señores de la industria o la administración o, en fin, hacer una revolución, proclamar la dictadura, para la cual ya se encontrará luego un dictador —cuatro docenas de individuos se sienten hace mucho capaces de serlo—, y todo iría de maravilla.
Pero Alemania no es una isla. Ningún otro país está, en su acción o pasión, tan entretejido en los destinos del mundo. Ya su situación geográfica, su carencia de fronteras naturales, le condeel
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nan a ello. En los siglos xviii y xix era «Europa central»; en el xx es otra vez, como desde el siglo xiii, un país fronterizo con «Asia», y a nadie es más preciso que a los alemanes pensar política y económicamente más allá de las fronteras. Todo lo que en la lejanía sucede extiende sus ondas al interior de Alemania.
Pero nuestro pasado se venga: los setecientos años de pequeños Estados de un lamentable provincialismo, sin un hálito de grandeza, sin ideas y sin fines. Imposible compensarlo en dos generaciones. Y la creación de Bismarck tuvo el grave defecto de no haber educado a la generación inmediata para los hechos de la nueva forma de nuestra vida política.2 Se veían, pero no se comprendían, no se lograba una adaptación interior a sus horizontes, a sus problemas y a sus nuevos deberes. No se vivía con ellos. Y el alemán medio seguía viendo como antes, de un modo partidista y particularista, o sea a ras de suelo, angostamente, tontamente, los destinos de su gran nación. Este pensamiento mezquino comenzó cuando los emperadores de la dinastía de Hohenstaufen, con sus miras sobre el Mediterráneo, y la Hansa, que había reinado desde el Escalda a Nowgorod, sucumbieron, a consecuencia de la falta de un apoyo político en el interior, a otras potencias de más firmes cimientos. Desde entonces el alemán se encerró en innumerables patrias diminutas y en intereses de campanario, midió la historia del mundo con el criterio de tales horizontes y soñó, hambriento y miserable, con un imperio en las nubes; sueño para el que se inventó el nombre de «idealismo alemán». A este pensamiento mezquino endoalemán pertenece aún lo que de ideales y utopías políticas ha brotado en el suelo pantanoso del Estado de Weimar, todas las imágenes optativas internacionales, comunistas, pacifistas, ultramontanas, federales y «arias», del Sacrum Imperium, el Estado soviético o el tercer reino. Todos los partidos piensan y hablan como si Alemania estuviera sola en el mundo. Las asocia2.
Politische Schriften (Escritos Políticos), págs. 227 y siguientes.
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ciones obreras no ven más allá de las zonas industriales. Odiaron siempre la política colonial, porque no entraba en el esquema de la lucha de clases. En su limitación doctrinaria no comprenden, o no quieren comprender, que el imperialismo económico de la época alrededor de 1900 constituía, precisamente para el obrero, una premisa de su existencia, por cuanto aseguraba la salida de los productos y la importación de materias primas, cosa que el trabajador inglés había comprendido ya mucho atrás. La democracia alemana adora el pacifismo y el desarme fuera de las fronteras del poder francés. Los federales quisieran transformar el país, pequeño ya de por sí, en un haz de Estados enanos de cuño pretérito y dar con ello a las potencias extranjeras ocasión de moverlos unos contra otros. Y los nacionalsocialistas creen poder arreglárselas sin el mundo y contra el mundo, y edificar sus castillos en el aire sin una reacción, silenciosa cuando menos, pero muy sensible, del exterior.
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A todo esto se añade el miedo general a la realidad. Nosotros, los «rostros pálidos», lo sentimos todos, aunque sólo muy raramente, y nunca la mayoría, tengamos conciencia de él. Es la debilidad psíquica del hombre tardío de las culturas superiores, extrañado en sus ciudades del cultivo de la tierra maternal y con ello de la vivencia natural del destino, el tiempo y la muerte. Se ha hecho demasiado despierto, se ha acostumbrado a la perpetua meditación sobre el ayer y el mañana y no soporta lo que ve y tiene forzosamente que ver: la marcha implacable de las cosas, el azar sin sentido, la historia real con su tránsito sin piedad a través de los siglos, en un lugar determinado de la cual ha nacido y se ha insertado irrevocablemente el individuo con su minúscula vida privada. Esto es lo que el individuo quisiera olvidar, rebatir y negar. Huye de la historia y busca refugio en la soledad, en sistemas imaginarios,
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ajenos al mundo, en una fe cualquiera o en el suicidio. Grotesco avestruz, esconde la cabeza bajo esperanzas, ideales o un cobarde optimismo; es así, pero no debe ser así, luego es de otro modo. El que canta de noche en el bosque lo hace por miedo. Por el mismo miedo clama hoy su pretenso optimismo la cobardía de las ciudades. No se soporta ya la realidad. Se sitúa una imagen optativa del porvenir en sustitución de los hechos, aunque la historia no se haya ocupado aún nunca de los deseos de los hombres, desde la Jauja de los niños pequeños, hasta la paz mundial y el paraíso obrero de los grandes.
Si es ciertamente muy poco lo que sabemos del futuro —sólo la forma general de los hechos venideros y su avance a través de los tiempos pueden ser deducidos por comparación con otras culturas—, no es menos seguro que las fuerzas motrices del futuro no son otras que las del pasado: la voluntad del más fuerte, los instintos sanos, la raza, la voluntad de posesión y de poderío, y sobre ello se ciernen, ineficaces, los sueños, que siempre serán sueños: justicia, felicidad y paz.
A todo ello ha venido a añadirse, en nuestra cultura y desde el siglo xvi, para la mayoría, la imposibilidad cada vez mayor de lograr una visión conjunta de los acontecimientos y las situaciones de la gran política y la gran economía, y comprender, no digamos ya dominar, los poderes y las tendencias que en ellos actúan. Los estadistas auténticos son cada vez más raros. La mayor parte de lo que en la historia de estos siglos se ha hecho y no ha sobrevenido de por sí, ha sido hecho por medias tintas y aficionados que tuvieron suerte. Pero, por lo menos, pudieron confiarse en los pueblos, cuyo instinto les dejó hacer. Sólo hoy se ha hecho tan débil este instinto y tan fuerte la critica palabrera nacida de una alegre ignorancia, que existe un peligro creciente de que un verdadero estadista, conocedor de las cosas, no sea ya siquiera instintivamente aceptado o tolerado a regañadientes, y si impedido de hacer lo que haya de hacer, por la resistencia de todos los

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