lunes, febrero 22, 2010

Pedro J. Ramirez, El Baile del Dogo

CARTA DEL DIRECTOR|PEDRO J. RAMIREZ

El Baile del Dogo
21.02.2010 «Id más allá, muy lejos aún, hondo en la noche,/ sobre el tapiz del Dux, sombras entretejidas,/ príncipes o nereidas que el tiempo destruyó». Los versos de Gimferrer suenan en mi retina sobre las aguas movedizas en que fueron concebidos: «Oda a Venecia ante el mar de los teatros» (Arde el Mar. Nueve Novísimos. Mi primer libro favorito de poesía). Es el último sábado de Carnaval y en esta noche cerrada el Gran Canal se incendia en deseos, palpitaciones y fetiches. Los taxis acuáticos son los primeros en mecerse, en subir y bajar, esquivando las quillas de las góndolas en medio del suave oleaje que nos bambolea a todos ante el escueto muelle del Palazzo Pisani Moretta.

Las antorchas voladoras de los malabaristas, los largos guantes blancos extendidos de los pajes embozados que nos ayudan a desembarcar, el estallido de formas y colores de los disfraces que salpican la flotilla que, aguardando turno, se cierne alrededor de esta insinuante fachada del gótico florido… todo nos indica que hemos empezado a bailar aun antes de entrar en el baile. Una vez que el anonimato de cada uno de nosotros ha sido anunciado sin distinción de sexos, de acuerdo con la fórmula ritual -Signora maschera, Signora maschera…-, penetramos en una estancia en la que huele a la vez a azufre e incienso, en la que la música enciende las pasiones y exalta el alma. Es el paradisiaco Infierno en el que la Contessa Vampira -arreos, plumas y maquillaje luciferinos, caderas como autos de choque, mostrador exuberante, pezones bañados en purpurina- nos presenta a la anfitriona y organizadora del evento, Antonia Sautter.

Estamos en el Baile del Dogo, una fantasía producida desde hace 17 años por esta diseñadora que alcanzó fama mundial a través de las máscaras de la orgía de Eyes Wide Shut. Se trata según Vanity Fair del baile «más suntuoso, refinado y exclusivo del mundo». Su propósito es reconstruir las grandes fiestas del Settecento en las que la Serenísima República de Venecia alcanzaba su apogeo lúdico y enmascaraba -inevitable redundancia- su declive como poder marítimo. «El esplendor de Venecia no puede ser de ninguna manera despreciado como un mero truco de las apariencias», escribe el biógrafo de la ciudad-Estado John Julius Norwich. «Pero como ninguna otra gran belleza, era agudamente consciente del impacto que causaba en los demás y lo usaba de forma plena».

Cuanto más intensa era la crisis, mayor la determinación de ahuyentarla con las galas del carnaval, el optimismo de la transgresión y el latido de la felicidad pasajera. Casi podría decirse que era una receta pensada para dos siglos y medio después, aunque comprendo que Gómez Navarro no haya llegado tan lejos con la campaña que dentro de pocos días tratará de levantarnos el ánimo con una inyección de confianza autoinducida.

Antonia Sautter sube las escaleras mostrando la piel blanca de una espalda recta y magnética, coronada por un tocado con antenas de emperatriz marciana. En todo el Palazzo no hay una sola bombilla y la luz de los grandes o pequeños candelabros realza el aspecto de pasarela espectral por la que desfilan Casanova, Maria Antonieta, Cleopatra, Marco Polo, Arlecchino, Colombina, Mataccino, el Dottore della Peste, Pulchinella, Pantalone, un capitán de húsares, una reina de los mares, ángeles con alas y demonios con tridente y rabo.

El lema de este año es Siete sueños, Siete pecados y casi toda la acción tiene lugar en el primer piso que representa el Purgatorio. Ahí hemos sido destinados los invitados españoles tal vez porque lo nuestro vaya para largo, pero no deje de tener remedio. El centro de la sala principal lo ocupa una especie de tiovivo al que se han encaramado todas las «nereidas» del poema de Gimferrer y ninguno de sus «príncipes». Seguro que él no las imaginó así. Son las únicas que no llevan otra máscara que sus sensuales maquillajes. En teoría representan a los siete vicios capitales; en la práctica, a medida que la rueda del carrusel va girando en esa plaza del mercado de los sueños, todas aparecen como variantes de la lujuria: la perezosa, la glotona, la codiciosa, la iracunda… Oropeles, látex, cuero, plumas, uñas afiladas, muslos como peces palpitantes escapados del Canal.

En el momento de la cena no pude por menos que recordar la frustrante experiencia de Larra en un baile similar, cuando después de haber alimentado el espíritu con la contemplación de las máscaras, se encontró con que sólo quedaban unos magros restos que llevarse hasta el gaznate: «Hicimos semblante de comer… y pagamos como si hubiéramos comido». No es el caso. Las bandejas de manjares se suceden sin parar y en el centro de cada mesa aguardan exóticos centros de profiteroles y ladrillos de chocolates de todas las texturas. Pero como las copas no permanecen vacías ni un instante y pronto son las horas las que empiezan a danzar alrededor, llega un momento en que mi experiencia sí que se funde con aquella que tuvo «el Pobrecito Hablador».

Él la relató así: «Cansado ya… toda mi ambición se limitó a conquistar con los codos y los pies un rincón donde ceder algunos minutos a la fatiga. Allí me recosté, me puse la careta para poder dormir sin excitar la envidia de nadie y columpiándose mi imaginación entre mil ideas opuestas, hijas de la confusión de sensaciones encontradas de un baile de máscaras, me dormí, mas no tan tranquilamente como lo hubiera yo deseado».

Esta vez a mí no me llevó Asmodeo, el Diablo Cojuelo, a sobrevolar el cielo de Madrid. Ese viaje ya lo hice hace unos meses. Permanecí en cambio en el mismo lugar durante todo el sueño, mientras los muros del Purgatorio se curvaban en forma de hemiciclo y brotaban escaños que enseguida fueron ocupados por la mayoría de las máscaras. Un retrato en la pared me indicó enseguida que estaba en el gran Baile del Dogo Juan Carlos I y, naturalmente, nadie le criticaba por haberlo abierto y convocado. No en vano de lo único de lo que la Serenísima se sentía más orgullosa que de sus Carnavales era de su Constitución, que complementaba la constante renovación de los cargos ejecutivos -impidiendo que se perpetuara ningún gobierno- con el vitalicio poder moderador del Dogo.

Toda mi atención se centró enseguida en el Arlecchino que se dirigía a los demás, gesticulando y haciéndose el simpático con ayuda de su multicolor traje de retales. Por las cejas que sobresalían de la máscara reconocí a Zapatero. En su libro Maschere a Venezia, Mario Belloni explica que el personaje de Arlecchino empezó siendo el de «un criado tonto y simplón», pero fue transformándose en el de «una figura ingeniosa de lengua afilada», protagonista de muchas representaciones de la Comedia del Arte. «A veces trae el terror, otras la alegría», añade Belloni. «Pero lo interesante es que se trata de un demonio».

Zapatero estaba anunciando al resto de las máscaras que la crisis económica que había asolado la Laguna hasta casi desecarla tocaba a su fin y que muy pronto una parte de los operarios de los astilleros, las construcciones, el vidrio o la hostelería que se habían quedado en el paro empezarían a recuperar sus trabajos. Pero al mismo tiempo ofrecía un pacto de Estado para superar entre todos esa terrible situación. Era obvio que ahí había gato encerrado. Sobre todo teniendo en cuenta que llevaba dos años negándose a sustituir sus ocurrencias, derroches e invenciones gestuales por una política de continencia pactada que inevitablemente borraría las sonrisas. Si fuera cierto que lo peor quedaba atrás y los días felices se aproximaban de nuevo, ¿qué necesidad tendría de buscar acuerdos que sólo servirían para compartir con otros el mérito y la gloria de la recuperación?

Le sucedió pronto en el centro de la escena un magnífico Dottore della Peste con su túnica sombría, su pico de oro de avezado opositor y sus lentes herméticamente caladas sobre una mirada escrutadora entre la prevención y el pasmo. Por la barba florida reconocí a Rajoy. Explica Belloni que la máscara del Dottore della Peste está inspirada en el atuendo que llevaban los médicos para tratar de evitar el contagio durante las epidemias. El aire sólo se introducía a través de dos hendiduras en el extremo del pico y todo el hueco de esa protuberancia estaba relleno de hierbas aromáticas destinadas a filtrarlo.

«Esos médicos no creían sin embargo que la enfermedad estuviera causada por microbios, desconocidos en la época -añade Belloni-, sino por los malos espíritus. Querían ahuyentar los malos espíritus asustándolos y eso explica el aspecto terrorífico de su traje». El problema, claro está, es que a quienes a menudo aterrorizaba era a parte del común de los venecianos.

Rajoy demostró que varios siglos de avances científicos no han transcurrido en balde y describió con minuciosa y convincente precisión los errores garrafales cometidos en la gestión de la epidemia. También prescribió una serie de fármacos que aun sin componer una terapia integral de la dolencia parecían garantizar una segura mejoría del paciente. La mayoría se dio cuenta de que tenía razón pero el susto se lo llevaron todos cuando planteó que para poder suministrar el tratamiento era imprescindible que los partidarios de Arlecchino lo tiraran al Gran Canal y pusieran a otro en su lugar. El susto dio paso al asombro y el asombro a la hilaridad.

El Dottore della Peste dijo entonces que él acudiría donde le llamaran pero explicó que no se creía nada de lo que había oído y dio a entender que en su disfraz impermeabilizado no habría ninguna fisura por la que pudieran entrar las partículas del consenso. ¿No habría sido mejor desvelar las nuevas falacias de Arlecchino, demostrar que si pide el pacto es porque todo va mucho peor de lo que dice y ponerle a prueba durante los dos meses tasados, presentándole toda una batería de propuestas? Sobre todo teniendo en cuenta que, excluido lo del ahogamiento por sus partidarios, nuestra Constitución, a diferencia de la de la Serenísima, no incluye mecanismo viable alguno para desembarazarse antes de tiempo del mal gobernante.

El debate concluyó con Duran Lleida haciendo un brillante Pantalone -el comerciante tan cargado de buen sentido como tornadizo en amores- y el desfile por la escena de unas cuantas máscaras de relleno. Me desperté en mi despacho con el adelanto de las previsiones del Banco de España. No, no habrá «creación de empleo neto» a finales de 2010 como dijo Zapatero. Ni tampoco durante todo 2011. El año en curso no concluirá bajo el signo de la recuperación sino bajo el de la recaída. El paro seguirá creciendo porque habrá más empresas que tendrán que cerrar ahogadas por la falta de crédito. Muchas cajas de ahorros estarán al borde de la quiebra y el consumo recibirá un nuevo mazazo con la subida del IVA. El déficit se reducirá mucho menos de lo necesario porque el Gobierno es muy blandengue y la política autonómica está plagada de Montillas. Nuestra deuda subirá otros 12 puntos en un año hasta llegar al 67% del PIB. Los mercados nos darán nuevas sacudidas, se volverá a cuestionar la solvencia de España, se encarecerá el pago de la deuda y se hablará de expulsarnos de la moneda única.

Venecia camufló durante décadas su decadencia bajo una apariencia de festiva imperturbabilidad. No era casual que a finales del siglo XVIII el periodo del año durante el que estaba autorizado portar máscaras abarcara ya los ocho meses que van desde el 5 de octubre hasta el 10 de junio, con la sola excepción de 10 días en Adviento y los 40 de Cuaresma. Nadie quiso reconocer lo que de verdad pasaba hasta que un día llegó Napoleón, disolvió las instituciones milenarias, anexionó la Serenísima a sus posesiones italianas y se llevó a París los leones de la Plaza de San Marcos para decorar el Arco del Triunfo. Al último Dogo, Ludovico Manin, sólo le quedó pronunciar el epitafio: «Esta noche no podremos dormir seguros ni siquiera en nuestras camas».

También en tiempos de Larra «todo el año» era «Carnaval» y así le fue a España. En su famoso artículo que hoy he vuelto a citar, el malogrado periodista se burlaba de uno que, disfrazado de general, pretendía haber ganado tal o cual batalla: «¡Insensato! Esa no la ganó él, sino que la perdió el enemigo». Ahora, tras lo ocurrido el miércoles, llevamos camino de que durante los próximos dos años aquí no gane nadie nada y perdamos todos mucho. Y lo peor del caso es que será un naufragio en «el mar de los teatros». La única manera de evitarlo es que el clamor nacional sea: ¡Fuera máscaras! La primera que debe caer es la del jefe del Gobierno. Y la segunda la del líder de la oposición. No los equiparo sino que los yuxtapongo.

pedroj.ramirez@elmundo.es

http://www.elmundo.es/opinion/columnas/pedro-j-ramirez/2010/02/22759794.html

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