lunes, febrero 22, 2010

Alain de Benoist, No a la guerra, Manifiesto por una paz europea

Alain de Benoist
No a la guerra !
Manifiesto por una paz europea
1
La guerra fue durante mucho tiempo un arte, un deporte, un juego. A veces era
exaltante, a veces terrible, pero rara vez alcanzaba las cumbres del horror. Sobre todo,
era asunto de los guerreros y a nadie más concernía. La hacían gentes adiestradas para
hacerla, por nacimiento o por sueldo, y que tenían su código, su disciplina, sus reglas.
Esta situación perduró por espacio de varios siglos. Todavía para Luis XV, la guerra es
un arte que sólo se practica entre profesionales y que no debe comprometer a las
fuerzas vivas de la nación. Paralelamente, el pensamiento de la guerra estaba política y
jurídicamente estructurado. La tradición clásica mantenía el proyecto, sustentado por
la idea de bien común, de una necesidad de legalizar la guerra. Ciertamente, esta
legalización, que implicaba fijar “reglas de juego”, sólo vinculaba a los beligerantes en
la medida en que ellos mismos lo consintiesen. Pero, aún así, no dejó de surtir sus
efectos, al menos en el interior de una misma esfera cultural.
Con la modernidad, las castas guerreras desaparecen: todo el mundo está obligado
a hacer la guerra, porque ésta expresa ante todo la vitalidad de la nación. El general
Foy, que se batió en Jemmapes, declara: “La obligatoriedad es la salvaguardia de
nuestra independencia, porque al poner la nación en el ejército y el ejército en la
nación, alimenta la defensa con recursos inagotables”. La guerra, desde ese momento,
es un asunto de masas. Ya lo observaba Taine: “De guerra en guerra, (la
obligatoriedad) se ha agravado: se extiende de un Estado a otro como un contagio; hoy
ha conquistado toda la Europa continental, donde reina junto a su compañero natural
que siempre la precede o la sigue, con su hermano gemelo, con el sufragio universal
(...) ambos son los conductores o reguladores, ciegos y formidables, de la historia
futura, el uno al poner en las manos de cada adulto una papeleta de voto, la otra al
poner en la espalda de cada adulto una mochila de soldado” (1).
“¡Guerra! ¡Guerra! ¡Tal es el grito de todos los patriotas!” (2). En 1792, la
Revolución francesa declara la guerra a Europa entera, mientras que se establece un
sólido y duradero vínculo entre el ejército y el Estado-nación. A pesar de la hostilidad
del pueblo (tan sólo en el ejército de Dumouriez se contarán 25.000 desertores), la
Asamblea proclama la “leva masiva”, esperando el servicio militar obligatorio que va a
instaurar el Directorio. La guerra de la Vendée anuncia ya los exterminios modernos.
Bajo el Imperio, las pérdidas no dejan de crecer: 6.000 muertos en Marengo, 30.000 en
Wagram. La epopeya es heróica, tanto como intensa la sangría. En 1812, de los
500.000 hombres que cruzaron el Niemen sólo uno de cada cinco volverá a ver su
hogar. En total, la Revolución y las guerras napoleónicas habrán costado a Francia dos
millones de hombres. “El estado-nación -dirá Denis de Rougemont- está unido a la
guerra desde su génesis y en cada una de sus etapas en dirección a la fórmula final,
que será el Estado autoritario” (3).
Pero la guerra nacional es también una guerra ideológica. Las guerras postrevolucionarias
se asemejan a las cruzadas o a las guerras de religión, con la única
diferencia de que su motor ya no es la creencia religiosa, sino la convicción políticoideológica.
El enemigo es entonces diabolizado. Se convierte en el símbolo del mal
absoluto, que es preciso erradicar por todos los medios. Desde ese momento ya no se
trata de combatir, según reglas por todos reconocidas, contra un adversario que podría
ser el aliado de mañana. Ya no se trata tampoco de disputarle lo que posee, como en
aquella época en que, según la bella frase de Péguy, el soldado medía “la cantidad de
tierra donde un pueblo no muere”. De lo que se trata es de hacer desaparecer al
enemigo de la superficie de la Tierra, de sustraerle de la humanidad, a él y a lo que él
representa. No se aspira a la derrota del otro, sino a su eliminación.
Es en ese momento, sin embargo, cuando el proyecto de legalizar la guerra deja
paso a la idea de poner la guerra fuera de la ley. No hay contradicción en ello. Ha
desaparecido la posibilidad de fijar las “reglas del juego”, simplemente porque la
guerra ya no es un juego. En su lugar, tendremos el ideal de la “paz universal”,
acariciado por el abad de Saint-Pierre y por Kant, y después la idea moderna de un
valor absoluto de la paz. El resultado de estas nuevas aspiraciones es bien conocido:
para instaurar definitivamente la paz, no hay más que hacer la guerra a los enemigos
de la paz. La certidumbre de defender la buena causa confiere al mismo tiempo una
buena conciencia que lleva a creerse con derecho a no mirar la elección de los medios
empleados. En una época en la que todo puede ser movilizado, espíritu, cuerpo y cosas,
primero por el servicio obligatorio, luego por la escuela, la administración y los media,
el enemigo se convierte en un error de la naturaleza, un desorden que es preciso
suprimir. El “código de la guerra” desaparecerá con los últimos duelos de aviadores de
la segunda guerra mundial. La guerra es desde ese momento total. Y la reprobación
moral que la rodea, lejos de hacerla desaparecer, la hace por el contrario más atroz.
Lo único que se consigue al sustraer la guerra al orden político es extenderla por
todas partes. Clausewitz fue el primero en constatar el carácter hobbesiano de los
conflictos modernos: “La guerra de este tiempo es una guerra de todos contra todos”.
Todas las antiguas distinciones han sido abolidas de golpe: frente y retaguardia,
combatientes y no-combatientes, objetivos militares y objetivos civiles. Entre los
muertos de la primera guerra mundial hubo todavía un 80% que llevaban uniforme. En
la segunda ya sólo fueron el 50%. Las ciento cincuenta “pequeñas” guerras registradas
desde 1945 han causado treinta millones de víctimas, y el 80% de ellas han sido civiles.
Y no es una cuestión de medios técnicos: en Ruanda han muerto en seis meses tantos
hombres y mujeres como los que murieron en Auschwitz durante toda la última guerra.
Las guerras ya no enfrentan sólo a ejércitos, sino que toman como rehenes a
poblaciones enteras.
En La gran ilusión, Jean Renoir muestra aún la guerra caballeresca. Pero el iluso
es él. En las trincheras de 1914-1918 ha nacido otro mundo. Desencadenada por
motivos irrisorios, concluida con el abominable Tratado de Versalles, del que Jacques
Bainville dijo que había sido “compuesto por lectores de la Biblia para lectores de la
Biblia”, la primera guerra mundial, guerra abominable, guerra “innoble” decía el
soreliano Edouard Berth (4), guerra “supercriminal” decía Celine, contenía en
germen todo el siglo XX. Guerra civil europea, anunciaba la extensión de la guerra civil
al planeta entero. A la Francia obsesionada por la “revancha”, que se lanzó en la “unión
sagrada” bajo la égida de “Poincaré-la-guerre” sin ver que, so pretexto de patriotismo,
lo que se pretendía ante todo era desmantelar los últimos restos de orden feudal en
Europa en provecho de las potencias burguesas, le costó un millón y medio de muertos
y cinco millones de heridos. Para nada.
En el pasado, algunos han creído en el valor selectivo de las guerras (porque
seleccionaba a los mejores); otros, en su función contra-selectiva (porque destruía las
elites). Discusión del todo superada. Hoy la guerra mata a todo el mundo sin distinción
alguna. Con los bombardeos atómicos, sigue matando incluso una vez finalizada. En
agosto de 1995, con ocasión del cincuentenario de la destrucción de Nagasaki e
Hiroshima, se abrió un debate para saber si esos bombardeos habían sido
verdaderamente “necesarios”. Extraño debate, donde la cuestión planteada presuponía
que hay circunstancias (ganar la guerra rápidamente, con el menor coste) que
justifican masacrar sin discriminación a centenares de miles de hombres y mujeres,
niños y ancianos. ¿En qué quedan entonces las nociones de crimen de guerra y de
crimen contra la humanidad? ¿En una cuestión de contexto?
Durante medio siglo, la disuasión nuclear ha sido un factor de paz entre el Este y el
Oeste, pero no ha impedido el desarrollo de guerras periféricas. Estas nuevas guerras
son también de un tipo nuevo. No implican tanto a Estados como a pueblos, culturas,
religiones, mafias. Cuanto más se extiende la mundialización, más subnacionales se
hacen las guerras. Son guerras en los Estados más que entre los Estados. Guerras
virales, que no son declaradas y que nunca terminan del todo. El terrorismo sólo es la
punta extrema de ese proceso viral.
2
El retorno de la guerra al continente europeo ha sido un duro golpe, sí, pero es rico
en enseñanzas. En efecto, la guerra en la ex/post-Yugoslavia demuestra, de entrada,
que lo que separa a los hombres no son las fronteras, sino más bien la incapacidad de
éstos para saber dónde y cómo hay que fijarlas. Demuestra también la impotencia y
finalmente la inexistencia de Europa, y constituye a este respecto la contra-prueba
negativa del Tratado de Maastricht. Incapaces de aprehender el momento histórico en
que se encuentran, de determinar objetivos precisos y de señalar posiciones comunes,
los europeos, que son los únicos habilitados para intervenir en este asunto -pues es su
propio futuro lo que está en causa-, han preferido cobijarse bajo potencias extraeuropeas
(los Estados Unidos) u organizaciones internacionales sin legitimidad (la
ONU) para que les arreglen sus propios problemas. Esta dimisión dejará huella.
Todos los pueblos de la ex Yugoslavia tienen derecho a la autodeterminación. La
independencia de croatas y eslovenos era, por tanto, legítima. Pero su reconocimiento
debía haber supuesto arreglar previamente un problema de fronteras que se ha dejado
sin resolver y adoptar, bajo el control de toda Europa, una Carta que fijara con
precisión los derechos de las minorías. Se ha dejado hacer sin preocuparse ni por lo
uno ni por lo otro. Tras lo cual se ha creído poder parar la guerra enviando allí una
Unprofor concebida como un esbozo de policía internacional, a la que su propio
estatuto condenaba a la impotencia. Paralelamente, se han lanzado anatemas morales,
primero contra los “croatas ustachis”, luego contra la “barbarie serbia”, exhortando a
los combatientes a renunciar por sí mismos a la “lógica de la guerra”, pero sin ver que
esta lógica arraiga en un contencioso histórico inextricable, de suerte que ninguna de
las partes en presencia puede concebir la paz si no es a través de la victoria. Era soñar
despierto. No se puede impedir pelear a poblaciones que quieren batirse entre sí. No se
puede obligar a cohabitar a comunidades que no quieren vivir juntas. El problema es
que en la ex/post-Yugoslavia, quienes no querían vivir unos con otros habitaban los
unos en casa de los otros. Habría sido necesario, desde el principio, obligarles a
negociar su separación sobre la base de su derecho a disponer de sí mismos. Los
desplazamientos de población que de ahí hubieran resultado habrían sido de menor
amplitud y se habrían operado en mejores condiciones que los que la guerra ha
provocado. Al final, las intervenciones de la “comunidad internacional” sólo han
servido para agravar y prolongar inútilmente el conflicto.
“Cuando quienes se enfrentan son los derechos irreconciliables de dos pueblos
-escribe Dominique Venner-, no hay causa justa y causa injusta. No hay más que la
guerra, árbitro imparcial y frío, para decidir cuál de entre esas dos fuerzas, dos lógicas,
dos mundos, va a ganar” (5). Las potencias occidentales, adeptas de una visión moral
de la guerra, han preferido, por el contrario, determinarse en función de un análisis
consistente en saber dónde estaban los “buenos” y dónde los “malos”. Eso supone
ignorar que, en un conflicto con raíces históricas tan antiguas, las nociones de agresor
y agredido se diluyen. Y que para apreciar la justicia de una causa no basta sólo con
mirar los medios empleados para defenderla. Así, los “buenos” y los “malos” han
intercambiado regularmente sus papeles frente a unas potencias occidentales que
razonaban en términos de moral porque no eran capaces de hacerlo en términos de
orden político concreto.
La ideología dominante ha reposado largo tiempo sobre la idea de un valor absoluto
de la paz. Todo lo más, se admitía el derecho a defenderse. Pero la teoría nueva del
“derecho de injerencia” ha desembocado en una enésima versión de la guerra “por una
causa buena”: la “guerra humanitaria”. Esta teoría choca contra todas las objeciones
clásicas: ¿A qué instancia suprema habrían de someterse unos Estados reconocidos
teóricamente como soberanos? ¿Si los Estados ya no son soberanos, quién lo es en su
lugar? ¿Qué funda o legitima esta soberanía nueva? Y por último, si está permitido
intervenir en los asuntos internos de aquellos países cuyas prácticas se estiman
“inadmisibles”, ¿dónde comienza el derecho de injerencia, puesto que es sabido que las
“prácticas” en cuestión son frecuentemente consecuencia de determinadas
convicciones y doctrinas? El argumento humanitario, levantado contra conflictos
juzgados como insoportables, termina convirtiéndose en motor de nuevos conflictos
donde la idea de injerencia constituye una suerte de caución “humanista” para las
ambiciones de las grandes potencias, que, extendiendo su jurisdicción sobre toda la
Tierra, pretenden librarla de todo antagonismo destructor. Volvemos a encontrar aquí
un esquema ya muy conocido: “Destruir lo que destruye”, dice André Glucksmann.
Tras la Guerra del Golfo se ha empezado a soñar con “guerras limpias”, de “cero
muertos”. Se olvida que los muertos nunca son cero en el campo de enfrente.
Lo peor es que la guera en la ex-post/Yugoslavia, considerada “arcaica” por algunos,
podría ser sin embargo un signo precursor. Cerrado el paréntesis del siglo XX, Europa
se halla enfrentada a cuestiones que ya se planteaban en 1913. Es posible preguntarse
si ha habido alguna vez una “amenaza soviética”, pero nadie puede predecir si no habrá
mañana una amenaza rusa -y, principalmente, una amenaza para la propia Rusia,
hundida hoy en una incertidumbre de la que puede salir tanto lo peor como lo mejor.
En los Balcanes, bastaría un abrazo de Kosovo entre Albania y Macedonia para
desencadenar un enfrentamiento internacional que opondría, por un lado, a Serbia y
Grecia apoyadas por Rusia contra, por otro, un bloque albano-croata-búlgaro apoyado
por los turcos. El Cáucaso es un caldero de brujas; el Asia Central musulmana, el teatro
de un juego de influencias para Iran, Afganistán y Pakistán. La hipótesis de un
enfrentamiento mayor entre Rusia y Turquía está siendo hoy seriamente evaluada por
los Estados Mayores. El “arcaísmo” puede empezar a extenderse.
Plantear los problemas políticos en términos morales sigue siendo la mejor forma
jamás hallada para no resolverlos nunca. Aquí tenemos amigos serbios y amigos
croatas. Nos negamos a tener que elegir entre ellos. Y por la misma razón, nos
negamos a tener que elegir mañana entre rumanos y húngaros, macedonios y griegos,
moscovitas y chechenos, rusos y ucranianos, serbios y albaneses, azeríes y armenios,
gerogianos y abjazos, tártaros, kazajos, estonios, polacos o letones. Dar la razón o
quitársela a los unos o a los otros sería absurdo. La guerra en Europa es insoportable.
3
Pero la guerra en la ex/post-Yugoslavia es también el drama resultante del paso de
unos comunitarismos institucionalizados a unos nacionalismos territoriales exclusivos.
Todavía hoy se discute por saber cuáles han sido las verdaderas causas del
hundimiento del sistema comunista: el agotamiento del sistema, la fascinación por el
Occidente o la resistencia de las culturas populares y las identidades colectivas. El
hecho es, en todo caso, que éstas últimas han sobrevivido al comunismo, después de
haber ayudado a sostenerlo. Evidentemente, no podemos sino felicitarnos por esa
supervivencia. Pero toda moneda tiene su cruz. La desagregación de las antiguas
estructuras ha arrojado afirmaciones identitarias que se expresan en un tono
dramatizado, cuando no convulsivo. Estos procesos de autoafirmación nacional (o
pseudonacional) se ven frecuentemente gravados con un déficit de sustancia histórica,
es decir, de continuidad histórica real. Tal déficit viene a ser suplido con fantasmas de
“reconstrucción” o de falsificación de la historia que reaniman viejos contenciosos
pendientes. Las reivindicaciones identitarias degeneran en pura xenofobia y se
confunden con irredentismos que no tardan en transformarse en otros tantos nuevos
conflictos abiertos.
Lo enojoso no es la fabulación de la memoria colectiva: toda afirmación identitaria
tiene su parte fantasmal, y quizás esta parte la ayuda a vivir. Lo inadmisible es que
tales fantasmas se orienten en el sentido de una desvalorización o de una denigración
del otro.
Ciertamente, la violencia de los nacionalismos convulsivos no es en sí misma sino
una respuesta a la violencia “dulce” del hegemonismo occidental. Más aún: la una es el
reverso de la otra. La idea de paz perpetua se ha formado, históricamente, en estrecha
trabazón con la idea de humanidad única: al sentirse una, la humanidad dejaría de
desgarrarse. Así la paz surgiría no tanto gracias a los progresos de la razón como por
una finalidad de la naturaleza, bajo el efecto de una sociabilidad universal que se
impondría poco a poco en el interior de un mundo acabado. Esa era la idea de Kant y
de tantos otros. Pero esta idea procede de un idealismo anticuado. Más aún, reposa
sobre una contradicción interna. La sociabilidad orientada hacia una homogeneidad por
fusión suscita, en efecto, reacciones tanto más fuertes cuanto mayor es la presión.
Cuanto más se empuja a los hombres a hacerse iguales, más se les conduce a imponer
por la violencia el reconocimiento de su identidad singular, más se les lleva a afirmar
de forma patológica una diferencia que les impide vivir de forma normal. A mayor
homogeneización, mayor rivalidad mimética.
Como ha observado Pascal Bruckner, los “ciudadanos del mundo” confunden
cosmopolitismo y mundialismo, apertura al otro y nomadismo planetario: “El
mundialismo es cualquier cosa menos cosmopolita; si puede engullirlo, clasificarlo y
digerirlo todo, es porque previamente ha anulado las culturas vaciándolas desde su
interior, despedazándolas y descarnándolas, para restituirlas después embalsamadas
como momias en su sarcófago, matando al mismo tiempo su profundidad y su
singularidad. El mundialismo es una bomba aspiradora que se traga ritos, folklores,
leyendas, como si el entretenimiento hollywoodiano o dysneiano fuera la conclusión y
fin de todas las historias del planeta (...) El mundialismo moderno niega las diferencias
entre las culturas en nombre de una universalidad pobre: la de los ocios y el consumo”
(6). Y Bruckner añade: “¿Y si esta manía por lo plural ocultara en realidad una alergia a
la diversidad? ¿Y si nuestros pseudo-cosmopolitas tuvieran hacia el extranjero la misma
fobia que los nacionalistas, con la salvedad de que prefieren desarmarlo de su
diferencia e incluirlo mientras que el xenófobo lo excluye?” (7).
Los nacionalismos convulsivos no atestiguan en absoluto amor alguno por el pasado
o la tradición, sino más bien su destrucción: sólo los individuos sin identidad intentan
forjarse una en el registro de la histeria. Esta identidad histérica siempre es negativa.
Implica un enemigo. Ahora bien, un pueblo dotado de una identidad fuerte no tiene
enemigo de principio (la noción de “enemigo hereditario” es la más lamentable que
existe). Es un “pueblo sin enemigo” (folkelighed) en el sentido de Nicolas F.S.
Grundtvig, lo cual quiere decir: un pueblo cuya identidad no depende de la oposición a
un enemigo detestado. La diferencia negativa, aquélla que se sólo se experimenta por
el hecho de no ser el otro, es una cáscara vacía. Si yo sólo obtengo mi identidad por mi
enemigo, entonces, lejos de diferenciarme de él, me convierto en su prolongación. Y
paradójicamente, el enemigo se me hace indispensable. Eso basta para condenar todas
las xenofobias. Lo mismo vale para la mística de la pureza, que no es nunca sino el
doble de la mística de la mezcla: se opone lo “étnicamente correcto” a lo “políticamente
correcto” sin salir nunca de la “corrección”.
La identidad nace de la pertenencia. Pertenecer es compartir un cierto número de
problemas. El derecho a la diferencia sólo tiene sentido y valor cuando se afirma como
un principio que vale para todos, no bajo el horizonte específicamente moderno de una
subjetividad que se reduce a dilatar el egoísmo. Heidegger lo observó ya: “El egoísmo
subjetivo (...) puede cohibirse bajo el alistamiento en el Nosotros. Por ese camino, la
subjetividad no hace sino aumentar su poder” (8). La diferencia sólo se hace positiva,
sólo deja de ser subjetividad pura, cuando se funda sobre el reconocimiento mútuo.
“La voluntad que quiere una verdadera comunidad de pueblos -sigue diciendo
Heidegger- también se produce lejos de una confraternización universal sin más
consistencia ni verdadero compromiso que una ciega dominación por la violencia”. Una
verdadera comunidad de pueblos reposa sobre la realización por cada pueblo de
“aquéllo que le es dado para compartir y dado para realizar” (das Mitgegebene und
Aufgegebene). Pero lo que un pueblo tiene de más específico, y que debe hacer suyo,
sólo puede hacerlo suyo en favor de su propia superación, porque sólo esa superación
le permite llegar a sí mismo: “El grande tiene grandeza porque y en la medida en que
tiene siempre por encima de sí algo más grande (...) Poder-tener-por-encima-de-sí algo
más grande es el secreto del grande. El pequeño es incapaz de ello (...) El pequeño sólo
se quiere a sí mismo, es decir, precisamente, ser pequeño, y su secreto no es un
secreto, sino un truco, la truhanería sucia de quien pretende empequeñecer y hacer
sospechoso todo aquéllo que no se le parece, para hacer que se le parezca” (9). La
realización de sí es, por tanto, todo lo contrario del repliegue sobre sí: sólo la
pertenencia a un mundo espiritual garantiza a un pueblo su esplendor. Tales son las
condiciones de una verdadera comunidad de pueblos: el reconocimiento de la frontera
como linde, y no como confín -y de la linde “no como lugar donde algo termina, no
como algo negativo, sino al contrario, como lugar donde algo empieza y ese algo perfila
su figura”. En definitiva, la frontera como apertura; lo cual no es supresión de esa
frontera, sino condición misma de su apertura, porque toda separación, toda oposición
(Gegen-satz) supone también la existencia de una comarca (Gegend) común, un terreno
compartido (10). Las regiones fronterizas, en esta óptica, no son terreno de disputa,
sino líneas de unión: la vocación de Alsacia, por ejemplo, no es ser “francesa” o ser
“alemana”, sino que, siendo alsaciana, sirve de línea de unión entre Francia y
Alemania.
“El otro no es otro hasta el extremo de no ser también nosotros mismos”, decía
Giovanni Gentile. La apertura al otro exige a la vez la identidad del otro y la identidad
de sí. “Ir hacia los otros -escribe de nuevo Pascal Bruckner- implica una patria, una
memoria que hay que cultivar (incluso si se la relativiza): yo sólo puedo dar
hospitalidad a un extranjero si tengo un suelo donde acogerle (...) Tanto como el deber
de apertura, existe el deber de perseverancia consigo mismo. Por tanto, yo seré tanto
más apto para el cosmopolitismo cuanto más inscrito esté en una tierra y una lengua
particulares que serán mis trampolines para reunirme con el prójimo” (11).
No podemos, pues, aprobar a aquéllos que exaltan su diferencia considerando que la
identidad ajena obstaculiza la suya propia. Del mismo modo que deben ser condenados
los fantasmas de esos rusos jacobinos que sueñan con enviar de nuevo sus carros de
combate a todas las capitales del Este y que alegan su pasado para intentar restablecer
la hegemonía imperialista del Kremlin. Y deben ser condenados los verdugos de
Chechenia. Y deben ser condenados los excitados griegos que condenan a Macedonia a
la inexistencia en nombre de la historia antigua. Y deben ser condenados los enfermos
del irredentismo, los nacionalismos agresivos y toda política que pretenda decidir la
suerte de los pueblos ajenos, como deben serlo también los argumentos de quienes
pretenden negar a las nuevas entidades su derecho a existir: todas las naciones han
tenido un comienzo, y un pueblo existe allá donde existe la voluntad de constituirlo.
No existe hoy tarea más necesaria que la de romper la alternativa entre la erosión
de las identidades colectivas y su afirmación compulsiva. Se trata de hacer comprender
que el necesario mantenimiento de las diferencias debe ir de par con el reconocimiento
sistemático de la diferencia de los otros. Se trata de hacer admitir que no es posible
defender la propia identidad si no se hace de ello un principio válido para todas las
identidades. Se trata de hacer prevalecer un principio dialógico (Martin Buber) en las
relaciones entre los pueblos. Ha de nacer una nueva racionalidad, no para convertir el
mundo a una uniformidad normalizadora cualquiera, sino para garantizar la pluralidad
de las formas y de las expresiones histórico-políticas, religiosas y culturales. El
principio de esta racionalidad no sería ni la razón niveladora ni la subjetividad agresiva,
sino la capacidad diferencial de reconocimiento de la alteridad.
4
La primera guerra mundial benefició a la City de Londres; la segunda, a Wall Street
y al Kremlin. Pero la desaparición del sistema soviético, al ser producto de una
autodestrucción, no ha consagrado a un vencedor a quien le quepa la tarea de
reconstruir un orden nuevo. El fin de la guerra fría no ha beneficiado a nadie, es decir,
ha beneficiado a todo el mundo. A pesar de los esfuerzos desplegados por unos y otros,
ya no hay instancia de regulación mayor ni conflicto principal respecto a los cuales
puedan ordenarse las luchas periféricas (los “dominós”). Tal situación, característica
de todas las épocas de transición, es un factor de máxima incertidumbre. El equilibrio
del terror ha dejado lugar al terror del desequilibrio. El fin de la guerra fría ha hecho
que las guerras calientes vuelvan a estar a la orden del día.
La incertidumbre fue en otro tiempo función de la ignorancia. Hoy, por el contrario,
resulta de la acumulación del saber, del exceso de información y de las opiniones
divergentes de los expertos. Está incertidumbre fabricada es, además, una
incertidumbre global. Pero la globalización no se reduce sólo a la actividad de las
firmas transnacionales, a la mundialización de la economía ni al impulso de las redes
mediáticas planetarias. Consiste también en una transformación dialéctica de todos los
fenómenos locales, que afecta a todas las experiencias y a todas las percepciones. No
excluye una fragmentación, sino que, al contrario, la acompaña. La mundialización
corre pareja con la multiplicación de las redes. En la base, se camina hacia una
sociedad neo-feudal; en la cabeza, hacia imperios de un género nuevo. Los Estadosnación,
cada vez más impotentes, ceden paso a Estados-terroristas, a Estadosempresarios,
a Estados-megalópolis, a Estados-bidonvilles. Las multinacionales y los
narcotraficantes disponen de fuerzas de policía, de servicios de espionaje y de ejércitos
que muchos países envidiarían. A través de toda una nebulosa de organizaciones
internacionales, político-mafiosas, la distinción entre la política, la economía y el
crimen se está borrando. Con Internet, está naciendo a escala mundial un espacio de
libertad incontrolable. Todo ello sobre el fondo de la desestabilización de las
sociedades occidentales y de la extrema vulnerabilidad de una economía global cada
vez más dependiente del sistema del dinero.
La desaparición del orden impuesto por la guerra fría permite al mundo reencontrar
su pluralidad, pero al mismo tiempo saca a la luz su principal contradicción:
contradicción entre las tendencias homogeneizantes de la razón económica y técnica y
las capacidades diferenciales de las culturas y los pueblos. Hace dos años, en un
artículo que hizo mucho ruido, Samuel P. Huntington anunciaba un “choque de
civilizaciones”: “Mi hipótesis -escribía- es que, en el mundo nuevo, los conflictos no
tendrán esencialmente por origen la ideología o la economía (...) El sentimiento de
pertenencia a una civilización va a tomar cada vez más importancia en el futuro, y el
mundo será en gran medida modelado por las interacciones de siete u ocho
civilizaciones mayores (...) Los conflictos más importantes del futuro tendrán lugar a lo
largo de las líneas de fractura culturales que separan las civilizaciones” (12). La
constatación no es falsa, como lo demuestra la dimensión cultural y religiosa de tantos
conflctos actuales, desde Bosnia a Chechenia, pasando por Argelia, Cachemira, Chiapas
o Sri-Lanka. Se halla también en Huntington el eco de aquella idea weberiana según la
cual la relatividad de los valores condena a la humanidad a una “guerra inexpiable
entre los dioses”. El autor, sin embargo, se adhiere con demasiada rapidez a la
hipótesis de que la persistencia de las identidades culturales no puede ser más que un
factor de conflicto. En el trasfondo de su artículo se percibe la convicción de que el
Occidente debe unirse para resistir a un “peligro islamista” llamado a ocupar ese lugar
de “Gran Satán” que antes correspondió a la Unión Soviética en la imaginación de los
expertos del Pentágono. La única manera de evitar nuevas guerras sería instaurar por
todas partes el reino del capitalismo y del parlamentarismo liberal. En último análisis,
Huntington no es tanto un visionario del futuro como un avalista indirecto de la forma
más masiva de la xenofobia de masas: la pax occidentalis.
Ahora bien, se equivocan quienes imaginan ver el advenimiento de una república
universal. No sólo porque un cuerpo político que englobara a toda la humanidad no
tendría ya, por definición, nada de político, sino también porque la actual era de redes
y flujos sólo puede, al contrario, consagrar el reino de lo inacabado, del equilibrio
inestable, de las pertenencias múltiples y de la complejidad. La idea de una humanidad
como “cuerpo total” que englobara a todas las otras categorías menores es una visión
universalista-organicista sin fundamento. Hoy entramos en el tiempo de los imperios y
de las comunidades.
Sólo quienes ignoran por qué se hace la guerra pueden creer que la paz se mantiene
por sí misma. Precisamente porque la paz es siempre improbable y porque debe
siempre ser instituida, Europa tiene hoy más que nunca un papel central que jugar. Y
hasta hoy, lo mejor que se ha encontrado para respetar la diversidad humana, incluso
aunque a veces haya que sacrificarla a la exigencia de unidad en el terreno de la
decisión, es el principio federal. Una Europa federal fundada sobre el principio de
subsidiariedad y que deje amplio espacio para los procedimientos de democracia
directa (”pensar globalmente, actuar localmente”), estaría en condiciones de integrar a
todos los componentes del continente europeo. Sólo ella podría instaurar un sistema
continental de seguridad colectiva y dar nacimiento a un nuevo derecho de gentes. Sólo
ella podría constituir un espacio de independencia y de libertad que sería un modelo
para el resto del planeta, al mismo tiempo que una alternativa al modelo occidental
dominante.
Nada es más urgente que operar un retorno a la paz en Europa. Hasta que no lo
alcancemos, seguiremos bailando sobre un volcán.
Alain de BENOIST

http://www.alaindebenoist.com/pages/textes.php?cat=orientation&lang=es

No hay comentarios: