lunes, febrero 22, 2010

Alain de Benoist, Contra Hayek

lunes 22 de febrero de 2010
CONTRA HAYEK
Alain de Benoist
Traducción de José Antonio Hernández García
«Dejad hacer la miseria, dejad hacer la muerte»
Antoine Buvet
El Club de l'Horloge sostuvo en Niza, del 20 al 22 de octubre de 1989, su 5ª
Universidad Anual con el tema: «El liberalismo al servicio del pueblo»; el tono
general fue de cierto conservatismo «nacional-liberal». Henry de Lesquen,
presidente del Club, declaró que «no habrá una sociedad liberal auténtica en tanto
no prevalezca la concepción del hombre nacida de la tradición occidental,
humanista y cristiana»1. La tesis desarrollada en esa ocasión consistió sobre todo
en confrontar las dos grandes tradiciones liberales: una, que encuentra su origen
en las ideas de Locke; la otra, derivada de Hume y de Burke. Habría, pues, un
«liberalismo malo», fundado en el empirismo de la tabla rasa que culminaría en la
corriente libertaria o anarco-capitalista; y un «liberalismo bueno», preocupado en
preservar las tradiciones y que es perfectamente compatible con el punto de vista
«nacional».
Esta manera de ver, impregnada en apariencia por algunas oportunistas
consideraciones políticas, se legitimaba con la constante referencia a un autor hoy
desaparecido: Friedrich A. (von) Hayek. Aunque tal distinción fue mitigada de
alguna manera2, el tema del «nacional-liberalismo» (o del liberalismo conservador)
reaparece constantemente en la historia de las ideas3. Aproximarse a la obra de
Hayek es un buen medio para establecer una justa medida4.
1
En el interior de las doctrinas liberales, no hay duda de la originalidad del enfoque
de Hayek. Distanciado del liberalismo «continental» (exceptuando a Tocqueville y
a Benjamín Constant), Hayek busca volver a las fuentes del individualismo y del
liberalismo anglo-escocés (Hume, Smith, Mandeville, Ferguson) restringiendo las
nociones de razón, equilibrio, orden natural y de contrato social. Para lograrlo se
esfuerza en delinear primero un vasto fresco. Según él, la humanidad ha
adoptado, en el curso de su historia, dos sistemas sociales y morales opuestos. El
primero, el «orden tribal», refleja las condiciones «primitivas» de vida; denota una
sociedad cerrada en sí misma, cuyos miembros se conocen todos entre sí y
determinan su conducta en función de objetivos concretos que perciben y
establecen de manera relativamente homogénea. En esta sociedad de frente a
frente, organizada en función de finalidades colectivas, las relaciones humanas
están determinadas en gran medida por el «instinto» y se fundan esencialmente
en la solidaridad, la reciprocidad y el altruismo en el interior del grupo. El «orden
tribal» se deshace progresivamente a medida que los lazos entre las personas se
distienden y vuelven más impersonales las estructuras sociales, para dar lugar a la
sociedad moderna, a la que Hayek llama primero «gran sociedad» y después
«orden extenso», y que más o menos corresponde a la «sociedad abierta» de
Popper. La sociedad moderna (en donde el liberalismo, el capitalismo, el libre
intercambio, el individualismo, etcétera, son las formas ideológicas dominantes
más difundidas) es, en lo fundamental, una sociedad que no conoce límites.
Así pues, las relaciones sociales no pueden ser reguladas ya por el modelo de
frente a frente. En esta sociedad –dice Hayek– los otrora componentes
«instintivos» se han vuelto inútiles, y son remplazados por comportamientos
2
contractuales abstractos (a excepción, quizás, de pequeños grupos como la
familia). El orden no es producto de la voluntad o de planes sino que se establece
espontáneamente y en abstracto, bajo el efecto de múltiples interrelaciones
nacidas entre los diversos agentes. La «gran sociedad» se define como un
sistema social que administra espontáneamente la ausencia de un fin común.
Mientras que Ludwig von Mises todavía tendía a ver las instituciones liberales
como producto de una elección consciente fundada en la racionalidad abstracta,
Hayek afirma que en la «gran sociedad» dichas instituciones han sido
morosamente seleccionadas por la costumbre. En otros términos, no es mediante
una deducción lógica ni a través de un análisis racional que los hombres han
dominado progresivamente su ambiente y se han otorgado nuevas instituciones,
sino mediante reglas –Hayek define al hombre como un «rule-following animal»–
adquiridas bajo el efecto de la experiencia y consagradas por el tiempo. La razón
no es, pues, la causa sino, solamente, un producto de la cultura. Los usos no se
decretan, son inmanentes al estado de cosas, por lo que no se puede identificar el
origen de las instituciones que han perdurado en el tiempo. La cultura resulta de la
«transmisión de reglas aprendidas a partir de conductas correctas que jamás
fueron inventadas, y cuya función la ignoran los individuos que las siguen».
Para Hayek, la sociedad moderna forma un «orden espontáneo» que ninguna
voluntad humana sería capaz de reproducir y, mucho menos, de superar, y que se
haría formado con base en un modelo inspirado en un esquema darwiniano. En
efecto, la civilización moderna no sería resultado, en lo fundamental, ni de la
naturaleza ni de algo artificial, sino de una evolución cultural cuya selección
operaría automáticamente. Desde esta óptica, las reglas sociales desempeñarían
el papel atribuido a las mutaciones en la teoría neo-darwiniana: algunas reglas son
conservadas porque se revelan «más eficaces» y confieren una ventaja a quienes
las adoptan (son las «reglas de la conducta correcta»), mientras que las otras
simplemente son abandonadas. «Las reglas no son inventadas a priori, sino
seleccionadas a posteriori –escribe Philippe Nemo– en favor de un proceso de
3
estabilización de ensayo y error»5. Una regla sería conservada o rechazada si en
la experiencia se revela útil o no para el conjunto del sistema constituido por las
reglas ya existentes. Hayek escribe:
Es la selección progresiva de reglas de conducta cada vez más
impersonales y abstractas –que a su vez dan rienda suelta al libre
albedrío individual y aseguran una más estricta domesticación de
los instintos y pulsiones heredadas en las fases previas a su
desarrollo social– la que ha permitido el advenimiento de la «gran
sociedad», haciendo posible la coordinación espontánea de las
actividades de grupos humanos cada vez más extensos.
Y aún más:
Si la libertad se ha convertido en una moral política, es debido a
una selección natural por la cual la sociedad seleccionó un
sistema de valores que respondía mejor a las necesidades de
sobrevivencia que, entonces, fueron progresivamente más
numerosas.
La cultura es pues, ante todo, «la memoria de las reglas de comportamiento
benéficas seleccionadas por el grupo»6.
El surgimiento de la modernidad es presentado, así, como un resultado
«natural» de la evolución de una civilización que ha consagrado progresivamente
la libertad individual como principio abstracto y general de la disciplina colectiva,
es decir, como una emancipación de la sociedad tradicional y el paso hacia
un sistema de disciplinas abstractas donde las acciones de unos
hacia otros están guiadas por la obediencia, no por finalidades
conocidas, sino por reglas generales e impersonales que no han
sido deliberadamente establecidas por el hombre, y cuya función
es permitir la construcción de órdenes más complejos que no
podemos comprender.
Esta visión darwiniana se relaciona, por supuesto, con la ideología del progreso, e
implica, como lo veremos más adelante, una lectura optimista y utilitaria de la
4
historia humana: la «gran sociedad» es mejor que el «orden tribal», y la prueba de
que es mejor, es que lo ha superado.
Después de haber establecido de manera diacrónica, o sea históricamente, la
distinción entre sus dos grandes modelos de sociedad, Hayek los despliega
después de forma sincrónica, oponiendo taxis y kosmos. El primero de estos
términos, taxis, define el orden instituido voluntariamente, del que proviene
cualquier proyecto político que asocie a la colectividad con un fin común, con
cualquier forma de planificación, de intervencionismo estatal, de economía
administrada, etcétera. Para Hayek se trata evidentemente del resurgimiento del
«orden tribal». La palabra kosmos, por el contrario, designa al orden
«espontáneo», auto-generado, es decir, nacido «naturalmente» por los usos y la
práctica, que caracteriza a la «gran sociedad». Semejante orden espontáneo no
existe relacionado con alguna finalidad. Allí, los miembros de la sociedad
participan persiguiendo sus propios objetivos individuales, y la interacción de sus
estrategias particulares determinan sus mutuos ajustes. El kosmos se forma, pues,
independientemente de las intenciones y de los proyectos humanos. Según la
célebre fórmula de Adam Ferguson (1723-1816), «resulta de la acción del hombre,
pero no de sus designios»7.
La definición de la sociedad moderna como una sociedad fundamental y
necesariamente opaca conduce a Hayek a rechazar la definición clásica de la
competencia como un fenómeno que implica, para su buen funcionamiento, la
información más completa posible de los actores económicos y sociales. Hayek
cuestiona la idea de la transparencia del mercado: la información pertinente jamás
podrá estar totalmente a disposición de los agentes. Él afirma más bien lo
contrario: lo que mejor justifica la economía de mercado es, precisamente, el
hecho de que la información siempre es incompleta e imperfecta, pues ante tales
condiciones siempre será mejor dejar que cada quien se las arregle con lo que
sabe. La competencia tendrá, en principio, el efecto de dejar-hacer, mientras que
5
en el modelo clásico el dejar-hacer es resultado de la hipótesis de la competencia
pura y perfecta.
Al ser el rasgo característico de la «gran sociedad» el exceso estructural de la
información pertinente respecto de la información disponible, apropiable, la ilusión
llamada «sinóptica» es la que consiste en creer en la posibilidad de una
información perfecta. Aquí, el razonamiento de Hayek es el siguiente: el
conocimiento de los procesos sociales es necesariamente limitado, pues siempre
se está en permanente estado de formación colectiva. Ningún individuo, ningún
grupo, podría tener acceso a ello. Nadie puede pretender tener acceso o poder
tomar en consideración la totalidad de los parámetros. Sin embargo, el éxito de la
acción social exige un conocimiento integral de los hechos pertinentes para dicha
acción.
Como dicho conocimiento resulta imposible, nadie puede pretender actuar en
la sociedad en un sentido tal que esté de acuerdo con sus intereses, ni tampoco
acometer una acción perfectamente adecuada en relación al objetivo deseado. De
una premisa epistemológica Hayek extrae una consecuencia sociológica: hay
cierta ignorancia que es insuperable; la información incompleta entraña la
imposibilidad de prever consecuencias reales a partir de las acciones, lo cual
conduciría a dudar de la operatividad de nuestro saber. Al no poder ser
omnisciente, lo mejor para el hombre es reinsertarse en la tradición, es decir, en la
costumbre consagrada por la experiencia. «El verdadero racionalismo –escribe
Philippe Nemo– consiste en reconocer el valor del conocimiento normativo
transmitido por la tradición, a pesar de su opacidad y de su irreductibilidad a la
lógica»8.
El mercado es, evidentemente, la llave maestra de todo el sistema. En una
sociedad compuesta solamente por individuos, los intercambios que se efectúan
en el contexto del mercado representan, en efecto, el único modo concebible de
integración. Tanto para Smith como para Mandeville, el mercado constituye un
modo de regulación social abstracto, regido por una «mano invisible» que expresa
6
leyes objetivas orientadas a regular las relaciones entre los individuos fuera de
cualquier autoridad humana. El mercado demuestra ser algo intrínsecamente antijerárquico:
es un modo de toma de decisiones en donde nadie decide
voluntariamente por otro más que por sí. El orden social se confunde, pues, con el
orden económico, como resultado no intencional de las acciones emprendidas por
los agentes para realizar su mejor interés.
Hayek vuelve a tomar en cuenta la teoría smitheana de la «mano invisible», es
decir, el análisis de mecanismos totalmente impersonales que operan en un
supuesto mercado libre, pero hace otras aportaciones importantes. En Adam
Smith esta teoría se mantiene a nivel macro-económico: los actos individuales,
aunque se manifiesten de manera aparentemente desordenada, acaban por
concurrir milagrosamente con el interés colectivo, es decir, con el bienestar de
todos. Es por ello que Smith todavía admite la intervención pública cuando la
finalidad individual no realiza el bien general. Hayek, por el contrario, se niega a
admitir esta excepción. El liberalismo clásico igualmente establece que el mercado
concurrente permite satisfacer de manera óptima los fines previstos. Hayek
responde que los fines jamás estarán predeterminados ya que no son
cognoscibles, y que no se le podría conferir al mercado la capacidad de traducir la
jerarquía de los fines o de las demandas. Semejante pretensión sería meramente
tautológica, puesto que «la intensidad relativa de la demanda de bienes y
servicios, intensidad a la cual el mercado ajustara su producción, está
determinada por la repartición de las ganancias que, a su vez, se determina por el
mecanismo de mercado». Al carecer de finalidad y de prioridad, el mercado no se
ordena con relación a ningún fin: deja sin determinar los fines y sólo llega a un
acuerdo acerca de los medios (means-connected).
Por otra parte, en la teoría clásica, la asignación óptima de los recursos
escasos a escala social teóricamente estaría asegurada por el ajuste de los
mercados concurrentes, lo que formaría un equilibrio general. Siguiendo a Ludwig
von Mises, y anticipándose a la crítica que después de él desarrollarían G. L. S.
7
Schackle y Ludwig Lachmann, Hayek rechaza la visión estatista inspirada en
Walras y se empeña en sustituir un sistema institucional óptimo por un sistema de
producción socialmente óptimo, reemplazando así el equilibrio estático general por
un equilibrio dinámico parcial.
En fin, contradiciendo a los clásicos, Hayek afirma que no es la libertad de los
agentes la que permite el intercambio, sino es más bien el intercambio el que
permite su libertad. Veremos más adelante lo que debemos pensar de dicha
afirmación que ocupa un lugar central dentro del sistema hayequiano. En cualquier
caso, sus consecuencias son fundamentales. Desde la óptica clásica, el mercado,
en estricto sentido del término, se relacionaría sólo con la esfera económica,
mientras que el papel del Estado sería «completar el mercado» al garantizar su
buen funcionamiento, y a veces, incluso, sustituirlo. Desde la óptica neoliberal, que
es la de la generalización económica, el mercado se vuelve un modelo explicativo,
un esquema aplicable a todas las actividades humanas: existiría así un mercado
nupcial, un mercado del crimen, etcétera. El ámbito político mismo es redefinido
como un mercado en el que los empresarios (los políticos) buscan elegirse al
responder a la demanda de los electores quienes, también, pretenden satisfacer
de la mejor manera su interés. Hayek legitima indirectamente esta visión al pensar
el mercado no solamente como una maquinaria económica que permite el ajuste
milagroso de los planes elaborados privadamente por los individuos, sino como
una formación ordenada, como un orden establecido espontáneamente, o sea,
anterior e independientemente de cualquier acción individual que, a través del
sistema de precios, permite la comunicación óptima de la información. El mercado,
bajo estas condiciones, cubre así la totalidad de lo social. Ya no es más el modelo
de la actividad humana, sino el de la actividad misma. Lejos de limitarse al campo
de la actividad económica propiamente dicha (Hayek tiende también a reservar el
uso de la palabra «economía» a la descripción de unidades elementales como las
empresas o el hogar), llega hasta un sistema de regulación general de la sociedad
denominado pomposamente «catalaxia» (neologismo tomado de von Mises). No
8
es solamente un mecanismo económico de asignación óptima de recursos en un
universo gobernado tradicionalmente por la escasez, mecanismo ordenado hacia
cualquier finalidad positiva (felicidad individual, enriquecimiento, bienestar), sino
también un orden más sociológico que «político», un apoyo instrumental formal
que posibilita a los individuos perseguir libremente sus objetivos particulares, en
suma, una estructura, es decir, un proceso sin sujeto, espontáneamente dispuesto
para la coexistencia de una pluralidad de fines privados que se imponen a todos
en la misma medida en que, por naturaleza, prohíbe a los individuos y a los grupos
intentar reformarlos.
El principio que se afirma aquí es, evidentemente, el de una actividad
individual estrechamente vinculada a un modelo de intercambio de mercado. La
libertad es definida sin más como una ausencia de límites, de coerción. Expresa
«la situación en la que cada quien puede utilizar lo que conoce en vista de lo que
quiere hacer», situación que sólo estaría garantizada por el orden del mercado. Ya
no es el medio para conseguir un objetivo que podría concretarse mediante una
acción social, sino el don impersonal que la evolución histórica ha concedido a los
hombres con el surgimiento del orden abstracto de intercambio. Fuera del
mercado, ¡no hay libertad!
Pierre Rosanvallon dice justamente que «el liberalismo de alguna manera
hace de la despersonalización del mundo la condición del progreso y la libertad»9.
Los esfuerzos de Hayek se inscriben claramente en este intento que busca
remplazar el poder de los hombres por modos de regulación social lo más
impersonales posibles. John Locke afirmaba que quienes detentan la autoridad
solamente debían establecer reglas generales y universales.
Para Hayek, la coherencia social, al no derivar de ninguna finalidad colectiva
sino del ajuste mutuo a las previsiones de cada quien, es tanto de orden lógico
como funcional. Un estado social es coherente cuando sus reglas de conducta no
son contradictorias y están de acuerdo con su evolución. Al igual que en Popper,
para quien no se puede decidir sobre la verdad sino solamente eliminar lo falso
9
(criterio de falsación), según Hayek no se pueden definir reglas justas, sino
únicamente determinar negativamente las que no son injustas. Las reglas menos
injustas son las que no estorban el buen funcionamiento del mercado, las que son
lo más conforme posible al orden impersonal y abstracto y que se apartan lo
menos posible del uso establecido; la mejor sociedad es aquella en donde la ley
del legislador (thesis) sigue muy de cerca la de la costumbre (nomos) que permitió
el surgimiento del orden de mercado. De donde resulta que una Constitución no
debe contener las reglas de derecho sustanciales, sino únicamente las reglas
neutras y abstractas que determinan los límites de la acción legislativa o ejecutiva.
En otras palabras, el objetivo de la ley ya no es organizar las acciones
individuales en vista del bien común o de un proyecto determinado cualquiera,
sino de codificar las reglas cuya única función sería proteger la libertad de acción
de los individuos, o sea, indicar «a cada quien con lo que puede contar, cuáles
objetos materiales o servicios puede utilizar para sus proyectos, y cuál es el
campo de acción que se le abre». Ahora bien –añade Hayek– el derecho no puede
proteger la formación de previsiones individuales más que cuando él mismo esté
conforme con el orden de las cosas ya instituido, y, a la inversa, sólo pueden ser
consideradas legítimas las previsiones que se forman de acuerdo con el orden
instituido. Las reglas serán, pues, normas puramente formales sin ningún
contenido sustancial, condición necesaria para que sean universalmente válidas.
En efecto –señala Hayek– «es solamente si son aplicadas universalmente, sin
considerar sus efectos particulares, que servirán para mantener el orden
abstracto». Por supuesto, todos los individuos serán considerados iguales
respecto de dichas reglas formales, pero como éstas remiten a una realidad bien
concreta que no es otra que la del capitalismo liberal, su igualdad no tendrá en sí
nada de sustancial: la igualdad formal irá de la mano con la desigualdad social
real.
Una sociedad que se organiza a partir del intercambio del mercado sería, así,
susceptible de concitar la adhesión de todos sin proponerse jamás fines comunes.
10
Se instituiría un orden meramente de medios que dejaría a cada quien la
responsabilidad de sus finalidades propias. Lo que reúne a los hombres en la
catalaxia –definida como «el orden engendrado por el ajuste mutuo de numerosas
economías individuales en un mercado»10– no es, en efecto, una comunidad de
fines, sino una comunidad de medios, expresada en la convergencia del orden
abstracto del derecho. Al igual que Hume y Montesquieu, Hayek cree además en
la virtud pacificadora del intercambio. Al evitar los peligros de la confrontación
cara a cara, propios del «orden tribal», así como del debate acerca de los fines
colectivos, el mercado neutralizaría las rivalidades, apaciguaría las pasiones y
conduciría a la extinción de los conflictos. Al comulgar todos los miembros de la
«gran sociedad» con una misma adhesión a un sistema de medios que sustituye
el debate sobre los fines, las oposiciones desaparecerían o encontrarían por sí
mismas su solución.
Dicho modelo de sociedad plantea inmediatamente un problema de
interpretación. A primera vista, por ejemplo, tal vez podríamos considerar la idea
de un orden espontáneo como avatar del orden natural, tal y como la pudieron
concebir los teóricos contrarrevolucionarios más hostiles al voluntarismo. Pero eso
sería un error, ya que Hayek nunca presenta el orden espontáneo como algo
referido a un estado a la vez original y permanente, constitutivo de alguna manera
de cualquier orden social humano, sino que, por el contrario, lo considera como un
orden adquirido en el curso de la historia de la humanidad y que llega a su apogeo
en la época moderna.
Se podría decir que es un orden que resulta de una evolución «natural», pero
que, sin embargo, no es un «orden natural». La manera en la que Hayek afirma la
autonomía de lo social le da, en virtud de su razonamiento, una apariencia de
holismo, en la medida en que establece al mercado como una totalidad
globalizante que funciona como tal y que implica relaciones de intercambio entre
los agentes que, evidentemente, no podrían presentarse en un individuo aislado.
En fin, la idea de orden espontáneo parece remitir a la noción sistémica de auto-
11
organización, puesto que el propio Hayek buscó, en numerosas ocasiones,
aproximar las tesis de la sistémica de P. A. Weiss con los modelos cibernéticos
(Heinz von Forster), así como con los conceptos de complejidad (John von
Neumann) y de «autopoiésis» (Francisco Varela, H. Maturana), y con la
termodinámica de los sistemas abiertos (Ilya Prigogine), etcétera11.
De hecho, Hayek reformula de manera inteligente las ideas adelantadas antes
de él por Bernard Mandeville, Adam Smith y Adam Ferguson, los tres fundadores
de una nueva teoría moderna de la «sociedad civil». La originalidad de estos
autores estribó, en el seno del pensamiento liberal, en desmarcarse tanto del
utilitarismo llano de Jeremy Bentham como de la filosofía del derecho natural. Su
aportación consiste en no haber indagado acerca del origen de la sociedad (lo que
había conducido a John Locke a anticipar la hipótesis del contrato social), sino
acerca de su regulación, es decir, sobre su funcionamiento. En una tesis
reciente12, M. Gautier demostró justamente que dicha evolución corresponde al
cambio de una visión del mundo como teodicea al de una visión del mundo como
sociodicea. El punto esencial es el abandono de la ficción del contrato y el
reconocimiento de la necesidad del vínculo social como componente de la
naturaleza humana: al constituir la sociedad el marco natural de la existencia
humana, no es necesario buscar el secreto de su «origen» en un acuerdo
contractual entre individuos que vivieron antes de manera aislada. El artificio del
contrato es sustituido, pues, por el mecanismo del mercado como fundamento de
la vida social, lo que permite escapar de las aporías características de las teorías
contractualistas heredadas de Hobbes o de Locke. Tal es precisamente el
fundamento de la teoría smitheana de la «mano invisible», que toma en cuenta
los hábitos, las costumbres e incluso las tradiciones que han acompañado al
surgimiento del mercado. En el límite –como en Ferguson– el intercambio del
mercado se vuelve la modalidad específica de la relación social cuyo fundamento
es la costumbre.
12
M. Gautier acierta, pues, al calificar de «individualismo impuro» al referirse a
este nuevo proceso liberal que pretende fundar «la relación de cogénesis de uno
con el todo en una antropología específica», o sea, establecer el problema de la
reconciliación de los intereses individuales con el todo social desde una óptica en
la que el contrato social ya no es la clave. Las consecuencias son importantes: si
el modelo de mercado explica por sí solo el funcionamiento de la sociedad,
entonces la economía representa la mejor forma de realizar la política. Ello implica
una acusación al poder político, pues si el hombre es social por naturaleza, no es
necesario que se le «obligue» a vivir en sociedad: «El Estado ya no constituye el
vínculo social; solamente garantiza la permanencia». Y aún más: el poder público
siempre debe ser «neutralizado» para que jamás sea capaz de «invadir» a la
sociedad civil. Por lo mismo, el político se encuentra radicalmente deslegitimado
en su vocación de cumplir una finalidad específica. Al rechazar la teoría del
contrato social y al afirmar la idea de un orden espontáneo más allá de las meras
categorías de la naturaleza y de lo artificial, Hayek se inscribe directamente en
esta filiación. Así se explica la apariencia holista de su sistema, en donde el
mercado, identificado con el «todo» social, constituye, a nivel supra-individual, el
modo supremo de regulación. Dicha apariencia no debe, sin embargo,
engañarnos. No se puede hablar verdaderamente de holismo más que cuando el
todo posea una lógica y una finalidad propias, es decir, características diferentes
por naturaleza a las de sus elementos constitutivos. Ahora bien, dicha idea es
precisamente la que rechaza Hayek en tanto constituye, según él, el rasgo
fundamental del «orden tribal».
En la «gran sociedad», aunque el individuo jamás se encuentra totalmente
aislado ya que se admite que siempre ha vivido en sociedad y que, desde el punto
de vista moral, sólo es plenamente hombre cuando está en relación con sus
semejantes, la relación social únicamente se considera desde la perspectiva de la
multiplicidad de sus partes. Así como el mercado no es concebido más que como
un proceso de agregación de las preferencias individuales, la sociedad no se
13
organiza ni se entiende más que sobre la base de la existencia y de la acción de
los individuos: sólo el juego de los intereses particulares es el que constituye a la
sociedad. Lo social se deduce sólo a partir de lo individual, no a la inversa: el
individuo, actor esencial y valor primordial, constituye un explicativo absoluto
insuperable. De donde resulta que la inteligencia del todo deriva de la de las
partes, y que no habría identidad colectiva –pueblo, cultura o nación, por ejemplo–
que tuviera una identidad distinta a la de la suma de las identidades individuales
en su conjunto. Al final, admite que las conductas de los individuos están
orientadas sólo por los fines que se imponen a sí mismos. Los miembros de la
sociedad son átomos sociales «libres de utilizar sus propios conocimientos para
sus propios objetivos», y es evidentemente la búsqueda de su mejor interés la que
se supone que guía sus elecciones. Ciertamente, Hayek no tiene la ingenuidad de
creer que todos los hombres tienen un comportamiento racional, aunque afirma
que dicha conducta es más ventajosa, pues en una sociedad es
comparativamente más rentable actuar de manera racional, ya que de esa suerte
los comportamientos racionales se extienden progresivamente, ya sea por
selección o por imitación. En la vida social, el individuo está llamado totalmente a
comportarse como un agente económico en el mercado. Permanece dentro del
paradigma del individualismo metodológico y del homo oeconomicus.
A final de cuentas, Hayek considera al individuo más como un ser autónomo
que como un ser independiente, ya que, como subraya Jean-Pierre Dupuy, «la
autonomía es compatible con la sumisión a una esfera supra-individual válida para
todos, con una ley normativa que limita los yo individuales según las reglas de una
normatividad auto-fundada», en tanto «los yo independientes son incapaces de
establecer un orden como proyecto voluntario y consciente»13. Más allá de
cualquier consideración acerca de la formación de estructuras ordenadas a partir
de fluctuaciones aleatorias (teoría de sistemas, termodinámica de las estructuras
disipativas), tal distinción hace que aparezcan bien los límites de cualquier
aproximación que pudiéramos hacer entre las ideas de Hayek y la noción
14
sistémica de auto-organización, pues esto implicaría una visión antirreduccionista
en la que el todo excede, inevitablemente, la simple suma de las partes.
2
Después de definir los principios formativos de la «gran sociedad» respecto del
orden de mercado, Hayek puede pasar al estudio de la ideología a la que se
opone y que denomina constructivismo. Dicha ideología –dice– descansa en una
«ilusión sinóptica» que consiste en creer que los arreglos sociales pueden ser
resultado de las intenciones y de las acciones voluntarias del hombre o, en otros
términos, que es posible edificar o reformar a la sociedad en función de un
proyecto determinado. El constructivismo enuncia que «las instituciones humanas
no servirán a los designios humanos más que cuando hayan sido deliberadamente
elaboradas en función de tales planes». Ahora bien, como lo hemos visto, Hayek
sostiene que no es posible vincular las instituciones a un acto deliberado de
voluntad ya que éste exige información completa de la que jamás puede
disponerse. El constructivismo llega, pues, a sobreestimar sistemáticamente el
papel que desempeñan los «conceptualizadores sociales» (social engineers), los
reformadores y los políticos en el espacio público.
Hayek colocó en principio la fuente del constructivismo en el cientismo, o sea,
en la «imitación servil» que las ciencias humanas hacen de los conceptos, los
métodos y los objetivos propios de las ciencias físicas; enseguida se dirige hacia
Descartes, quien lo lleva a indagar el origen de dicha «ilusión». El mecanismo
cartesiano –al que moteja de «mal francés» (french disease)– sugiere que debe
buscarse la inteligibilidad lógico-matemática en las ciencias sociales; por este
mismo hecho, las instituciones pueden ser construidas y reconstruidas a voluntad,
como otros tantos artefactos intelectualmente concebidos para servir a un fin
determinado. Hayek afirma que ésa es una «presunción de la razón» pues, según
15
él, la razón no puede determinar finalidades justas relacionadas con el bien
común, sino solamente las condiciones formales de la actividad de los agentes14.
Para Hayek, el arquetipo del constructivismo es el socialismo, que
correspondería a una especie de resurgimiento del «orden tribal» en el seno
mismo de la «gran sociedad». Según Hayek, el éxito del socialismo provendría,
además, de lo que él denomina los «instintos atávicos» de solidaridad y altruismo,
que hoy ¡se habrían vuelto anacrónicos! No obstante, desde la óptica hayequiana,
el término «socialismo» llega a adquirir un sentido más vasto. Poco a poco, en
efecto, llega a designar cualquier forma de «ingeniería social», cualquier proyecto
político-económico, sin importar de cuál se trate. Hayek piensa tanto en los
herederos de Descartes como en los partidarios de una concepción holista u
organicista de la sociedad, desde los contrarrevolucionarios hasta los románticos.
Socialismo en sentido estricto, marxismo, fascismo, social-democracia, participan
todos, según él, del mismo «constructivismo», que comenzaría con las más
modestas formas de intervención estatal o de reforma social. Asignar una finalidad
a la producción, ordenar un imperativo de solidaridad, operar la redistribución de
ganancias en beneficio de los más desfavorecidos, adoptar una legislación sobre
el ambiente o sobre la protección social, prever la taxación progresiva de las
ganancias, instituir la menor forma de protección económica, el menor control de
cambios, todo ello proviene del «constructivismo» que aparece como algo
catastrófico pues el orden del mercado prohíbe, por definición, cualquier tentativa
de actuar intencionalmente sobre los hechos sociales. Hayek repite
constantemente que no puede haber acuerdo colectivo sobre las finalidades, y que
es innecesario pretender dilucidar alguna pues cualquier esfuerzo en ese sentido
desembocaría en un fracaso. Cualquier intento por dirigir, por planificar, en suma,
cualquier proyecto político está preñado de ¡un totalitarismo latente! Esto conduce
a Hayek a adoptar posiciones de un radicalismo extremo como, por ejemplo,
cuando recomienda privatizar la emisión de moneda15, o cuando justifica la
formación de monopolios16, o bien cuando rechaza cualquier forma de análisis
16
macro-económico y llega incluso a preconizar, en su último libro (La presunción
fatal), que todo sistema socialista está diseñado para que ¡muera de hambre su
población17!
La escuela liberal clásica conservaba todavía la idea de justicia social, al
menos como regulación transitoria. Hayek la rechaza totalmente y le dirige una de
las críticas más violentas que jamás se hayan conocido18. La justicia social –
proclama– es un «milagro», un «encantamiento inepto», una «ilusión
antropomórfica», un «absurdo ontológico», en suma, una expresión que carece
totalmente de sentido excepto en el «orden tribal», es decir, en el seno de un
espacio social instituido por personas determinadas en vista de objetivos bien
definidos. Para demostrar semejante «evidencia», Hayek redefine la catalaxia
como un juego social. Al ser impersonales, las reglas del juego son igualmente
válidas para cada quien. En este sentido, todos los «jugadores» son iguales, lo
que no implica, evidentemente, que todos puedan ganar puesto que, como en todo
juego, hay ganadores y perdedores.
Por otra parte, dado que sólo una conducta humana resultante de una
voluntad deliberada puede ser calificada de «justa» o «injusta», es un error lógico
utilizar dichos términos para calificar cualquier otro resultado de un acto humano
voluntario. El orden social no puede ser declarado, pues, justo o injusto más que
en tanto es resultado de la acción voluntaria de los hombres. Ahora bien, Hayek se
empeña en demostrar que eso no es así; al carecer de autor el juego social, nadie
es responsable de sus resultados, y sería tan pueril como ridículo considerarlo
productor de «injusticias». En realidad, no es más «injusto» ser desempleado que
no haber acertado al número ganador de la lotería, pues solamente puede
declararse justo o injusto el comportamiento de los «jugadores», y no los
resultados que obtienen. Como lo social no es resultado ni de una intención ni de
un proyecto, nadie podría ser responsable de que los más desfavorecidos no se
hayan sacado el premio gordo de la lotería. Los «perdedores» harían mal en
quejarse. Más que ceder a los «instintos atávicos» que los hacen creer
17
ingenuamente que todo fenómeno tiene una causa identificable, y más que buscar
al responsable de la «injusticia» que padecen, lo mejor para ellos sería o culparse
a sí mismos o admitir que su «falta de suerte» es algo implícito en el orden de las
cosas.
Así, Hayek escribe lo siguiente:
La manera en que las ventajas y los pesos son afectados por el
mecanismo del mercado debería, en muchos casos, ser vista
como muy injusta si tal afectación resultara de la decisión
deliberada de tal o cual persona. Pero ése no es el caso.
Admitida esta premisa, la consecuencia se impone por sí misma: demandar la
justicia social es irreal e ilusorio; querer realizarla es un absurdo que desemboca
en la ruina del Estado de derecho. Philippe Nemo escribe también fríamente que
la justicia social es «profundamente inmoral»19. Así, la noción tradicional de justicia
distributiva, que obedece al principio de igualdad aritmética o de igualdad
proporcional (geométrica), resulta cuestionada de inmediato. Cualquier idea de
solidaridad instituida, relacionada con la noción de bien común, es igualmente
condenada como «reivindicación tribal arcaica». «La gran sociedad –subraya
Hayek– no tiene nada que ver y de hecho no puede reconciliarse con la
solidaridad en el sentido de perseguir verdaderamente fines comunes conocidos».
Hayek rechaza incluso la igualdad de oportunidades, pues esto conduciría a
anular las diferencias entre los «jugadores» antes de que comience la partida, lo
que falsearía los resultados. Por supuesto, los sindicatos deben igualmente
desaparecer pues son «incompatibles con los fundamentos de una sociedad de
hombres libres». Por lo que respecta a quienes se quejan de estar enajenados por
el orden del mercado, se trata «de seres no domesticados, no civilizados»20. He
aquí ¡el «liberalismo al servicio del pueblo»!
La teoría de acuerdo con la cual el mercado jamás es injusto, por el hecho de
su naturaleza impersonal y abstracta, tiene indudablemente la ventaja de prohibir
lo real a través de sus efectos concretos. El interés general se limita, en el mejor
18
de los casos, al mantenimiento del orden público y a suministrar cierto número de
servicios colectivos, en tanto la justicia define sólo las reglas formal-universales
llamadas a regir el comportamiento de los agentes, por lo que el mercado no
podría evaluarse efectivamente en una dimensión sustancial, es decir, en función
de sus resultados. Lo mismo vale para la justicia, que carecería también de un
contenido sustancial puesto que no hay una normatividad propia de los fines ni de
«contenido» de la vida en sociedad. Además, como no se puede definir
positivamente la justicia social, cualquier debate sobre su esencia se vuelve inútil;
el sistema esta, así, perfectamente «acerrojado». Se debe obediencia al orden del
mercado porque no ha sido querido por nadie y se impuso por sí solo. El hombre
debe seguir el orden establecido sin intentar comprenderlo y, sobre todo, sin tratar
de rebelarse contra él. Subsidiariamente, los «perdedores» deben dotarse de una
nueva moral filosófica de acuerdo con la cual «no es normal aceptar el curso de
los acontecimientos cuando sean desfavorables». Es la apología, sin matices, del
éxito, cualesquiera que sean sus causas y, al mismo tiempo, la negación radical
de la equidad en el sentido tradicional del término. Es también la manera perfecta
de conferir una buena conciencia a los «ganadores» y de prohibir a los
«perdedores» emprender una revuelta. El punto de vista de Hayek desemboca,
así, en una «verdadera teorización de la indiferencia hacia el infortunio humano»21.
A final de cuentas, el mercado remplaza al Leviatán.
La «gran sociedad» se revela además por ser impolítica hasta el extremo22. Al
establecerse el orden público como resultado no intencional, ningún gran proyecto
político puede ser fundado por la voluntad o la razón, ya que no hay una matriz
social de los procesos históricos. En el límite, el reino del mercado tiende a dejar
sin objeto al poder público. En oposición a Carl Schmitt, quien coloca al derecho
como dependiente de la autoridad y de la capacidad de decisión política, Hayek
afirma también que la autoridad no puede y no debe ser obedecida más que en
tanto aplica el derecho. (Mantiene, en cambio, una discreción extrema acerca de
la naturaleza de la obligación jurídica). Empero, a la vez, se opone al positivismo
19
jurídico de un Kelsen, quien identifica la ley con la decisión del legislador y la hace
la fuente esencial de la justicia y del derecho; asimismo, declara que el derecho ha
existido desde siempre y que es preexistente tanto de la autoridad del legislador
como del Estado mismo. El elogio que hace del derecho consuetudinario
(common law) busca igualmente demostrar que el derecho ha precedido a todas
las legislaciones, y es lo que funda la teoría del normativismo jurídico. Así se
establecerían unas recientemente renovadas bases del Estado de derecho, cuya
única razón de ser consistiría en preservar el «orden espontáneo» de la sociedad
y en administrar los recursos a su disposición. Bajo estas condiciones, la política
se reduce a lo más a la salvaguarda de las reglas jurídicas formales y a la gestión
administrativa de una sociedad civil ordenada ya de acuerdo al mercado; no hay
que producir esta sociedad, asignarle una finalidad, difundirle valores ni crearle
cohesión. Hayek rechaza enfáticamente la noción de soberanía, definida
tradicionalmente como autoridad indivisible (ya sea la del príncipe o la del pueblo),
y en la que ve sólo una «superstición constructivista»: que ni la sociedad ni nadie
dirija es lo que funciona mejor. «En una sociedad de hombres libres –escribe– la
más alta autoridad no debe, en tiempos normales, tener ningún poder de mando,
ni dar ninguna orden, cualquiera que ésta sea»23. Al ser su fin esencial colocar al
poder público como algo dependiente de la «nomocracia», llega incluso a negar
que puedan existir «necesidades políticas». Philippe Nemo agrega:
«Considerándolo todo, la idea misma de poder político resulta incompatible con la
concepción de una sociedad de hombres libres»24. Como no hay política sin poder,
estamos convidados a la eliminación total de lo político. Así, la democracia recibe
una definición meramente jurídico-formal.
Hayek afirma sin rubor que el liberalismo que él postula no es compatible, más
que de manera condicional, con la democracia. Se adhiere por supuesto al
constitucionalismo, a la teoría del gobierno representativo y limitado; empero, no
hay en él ninguna teoría del Estado. Sólo conoce el «gobierno», al que define
como «administrador común de recursos», o sea, un aparato meramente utilitario
20
(«a purely utilitarian device»). Y añade que la democracia no es aceptable más
que bajo la forma de un método de gobierno que no ponga en duda alguno de los
principios liberales. El postulado hayequiano llega hasta la negación de la
democracia entendida como un régimen dotado de un contenido sustancial (la
identificación entre gobernantes y gobernados) que descansa en la soberanía
popular. Al igual que el mercado, la democracia (o lo que queda de ella) se vuelve
asunto de reglas impersonales y de procedimientos formales sin contenido25.
Hayek también critica vigorosamente la regla mayoritaria, en la que ve un principio
arbitrario antagónico a la libertad individual. La regla de la mayoría –precisa
Philippe Nemo– vale «como método de decisión, pero no como una fuente que
construye la autoridad para determinar el contenido mismo de la decisión»26.
De semejante concepción deriva su rechazo a la noción de pueblo en tanto
categoría política, así como la negación de la idea de soberanía nacional («no
existe ninguna voluntad del cuerpo social que pueda ser soberana») y el rechazo a
cualquier forma de democracia directa27. Paradójicamente, el ideal «impolítico»
aproxima las ideas de Hayek con el «constructivismo» marxista. Para Marx, quien
critica a Hegel sobre la base de Adam Smith al proclamar la autosuficiencia de la
sociedad civil, la desaparición del Estado en la sociedad sin clases resulta, en
efecto, porque al final la política ya no tendrá razón de ser. Y es que Marx, quien
nunca rompió del todo con cierto individualismo, no considera al hombre como un
ser social más que en tanto participa individualmente en la construcción de la
sociedad. «Desde la óptica marxista –escribe el liberal Bertrand Nezeys– el
socialismo debe representar el triunfo de una sociedad individualista, o del
individualismo simplemente; la sociedad privada representa sólo una forma
alienada»28. Pierre Rosanvallon, quien no duda en ver en Marx «al heredero
directo de Adam Smith», enfatiza a este propósito que el «anticapitalismo se volvió
sinónimo de antiliberalismo, mientras que el socialismo no tenía otra perspectiva
real que la de cumplir el programa de la utopía liberal». De hecho, agrega que
21
el socialismo utópico rechaza globalmente el capitalismo, pero se
mantiene ciego ante el sentido profundo de la ideología económica
en cuyo interior se amolda por entero. De la misma forma, el
liberalismo denuncia el colectivismo, pero no lo entiende más que
como un despotismo radical; no lo analiza en su relación con el
individualismo, en la medida en que transmite la misma ilusión de
una sociedad despolitizada en la que la democracia se reduce al
consenso29.
Queda saber la medida en que dicho ideal no es profundamente totalitario si
admitimos al menos, junto con Hannah Arendt, que el totalitarismo reside en el
deseo de disolver lo político más que en la voluntad de hacer que lo penetre todo.
3
Hemos visto que la crítica al constructivismo en Hayek está estrechamente ligada
a la representación del todo social como un conjunto donde los individuos sólo
pueden tener información incompleta. La cuestión consiste en saber si las
conclusiones que Hayek extrae de tal representación se encuentran fundadas. El
que la información humana siempre sea incompleta no se puede negar.
Contrariamente a lo que Hayek parece creer, esto es igualmente válido para el
«orden tribal», incluso si el número de parámetros a considerar es menor.
Admitamos también que, en las sociedades humanas, numerosos hechos sociales
se engendran por sí mismos sin que pueda relacionárseles con intenciones o
proyectos deliberados, bajo el efecto de un lento proceso de interacciones o de
retroacciones sin autores identificables, hechos a los que la cibernética y la
sistémica dan una representación convincente, los cuales, además, convergen con
algunas intuiciones del pensamiento organicista. Tampoco negaremos, desde
22
luego, el valor de las tradiciones validadas por la experiencia histórica. En fin,
nadie podría rehusarse a admitir que, con frecuencia, existe una brecha que
separa un proyecto de su realización, brecha que Jules Monnerot ha denominado
«heterotelia» y que se manifiesta mediante consecuencias o recaídas imprevistas,
frecuentemente calificadas de «efectos perversos». Sin embargo, a partir de todo
lo anterior no se desprende en absoluto la conclusión de la imposibilidad lógica de
emprender una acción social o política cualquiera, o bien de tratar de modelar el
orden social en función de una finalidad determinada, ni tampoco puede seguirse
un agravamiento de la situación, producto de cualquier acto de voluntad que
pretenda mejorarlo.
Hayek finge creer que cualquier constructivismo es un racionalismo, con lo
que traiciona su propia concepción «tecnicista» del acto de voluntad. Ahora bien,
la práctica humana raramente es resultado de un examen razonado de pros y
contras. A decir verdad, es en el «orden tribal» donde Hayek dice que reinan los
«instintos». Pero resulta aún más verdadero que es en la «gran sociedad», y
singularmente en el terreno político, donde la determinación de una finalidad
colectiva inexorablemente reposa en los juicios de valor cuyas premisas raramente
se fundan en la razón. Enseguida, Hayek argumenta como si la decisión humana
exigiera el conocimiento de todos los parámetros existentes, lo que sólo permitiría
evaluar con exactitud las consecuencias y los resultados. Semejante afirmación
procede del total desconocimiento de lo que es una decisión, especialmente por el
hecho de que, lejos de traducirse en un efecto puramente lineal que reflejaría una
suerte de omnisciencia, apela sin cesar a las correcciones que los hombres
siempre pueden hacer después de la decisión inicial, y multiplicar las decisiones
subsidiarias destinadas a doblegar el encadenamiento de causas y efectos en
función de las informaciones recabadas y de los resultados obtenidos.
Contrariamente a lo que pretende Hayek –escribe a propósito de
esto Gérard Roland– el éxito de una acción no depende
necesariamente del pleno conocimiento de los hechos pertinentes.
23
Ello, además, permite creer que ninguna acción científica, técnica,
económica, política, social o de cualquier otra índole, emprendida
ese día en la historia de la humanidad, no estaba basada en tal
conocimiento pleno. Por eso tal vez ninguna acción está
totalmente exenta de errores en relación con su intención inicial,
pero dicha carencia relativa de conocimiento jamás constituyó un
obstáculo absoluto para el éxito de una acción humana, sea
individual o colectiva (...) El proceso de conocimiento jamás es y
jamás ha sido totalmente previo a la acción; por el contrario, está
estrecha y dialécticamente imbricado. Los éxitos y fracasos de las
acciones emprendidas alimentan el conocimiento para acciones
futuras que serán exitosas o fallidas en vista de nuevos
conocimientos, y así sucesivamente, en un proceso que no es
necesariamente lineal e imprevisible, pero siempre impelido por
las finalidades que los hombres fijan a su accionar30.
La crítica al constructivismo se topa de hecho con la evidencia del sentido
común, a saber, que «analizar un sufrimiento, una crisis o un mal siempre es
analizarlo como problema, como problema resoluble y como problema cuya
solución es técnica»31. Pretender que el hombre no puede –y, sobre todo, no
debe– corregir una situación en la que nadie es originalmente responsable es, a
este respecto, un paralogismo puro. Es irresponsable, en efecto, no obrar sobre
los efectos, incluso aunque nadie sea responsable de causarlos. La cuestión no es
saber, pues, si puede bien a bien ser declarada «justa» o «injusta», según los
criterios abstractos, sino saber si es «justo» aceptar lo que no es aceptable por
razones éticas, políticas o de cualquier otro tipo. ¿Podríamos imaginar que no se
busque mejorar la seguridad de los navíos y los aviones so pretexto de que «nadie
es responsable» de la naturaleza del elemento líquido o del espacio aéreo? Al
desplazar el criterio de «justicia» de la subjetividad humana hacia la objetividad de
la situación, tomando como pretexto que una situación carece de autor
identificable para enseguida concluir la imposibilidad de cambiar, Hayek
ciertamente arroja luz sobre sus preferencias personales, pero de ninguna manera
demuestra que el hombre sea, por definición, impotente en relación a un hecho
social que nadie hubiera deseado.
24
Hayek parecer afirmar, finalmente, que el hombre no es omnisciente, lo que lo
tacharía de incapacidad radical. Ahora bien, la capacidad del hombre para
modificar un estado de cosas depende mucho más de los medios de los que
dispone que de la comprensión de su «información». Pero en Hayek todo sucede
como si no hubiese una alternativa entre una voluntad –efectivamente utópica–
para reconstruir un orden social cualquiera a partir de cero, haciendo «tabla rasa
del pasado», y una sumisión total al orden (o al desorden) establecido. Bajo la
lógica del todo o nada –que es metafísica, porque apunta hacia lo absoluto–
cualquier proyecto político, cualquier voluntad reformista o de transformación no
puede, evidentemente, aparecer más que como un rupturismo insoportable. Tal
aproximación se empalma con la muy clásica condena liberal a la autonomía de lo
político, por la sencilla razón de que, al ser la política ante todo proyecto y
decisión, a final de cuentas no hay más política que la constructivista. Pero se
trata también de un enfoque que puede volverse en contra de su autor. Si como
dice Hayek, en efecto, jamás podemos anticipar los resultados reales de nuestros
actos, de suerte que la actitud más lógica es no hacer nada para intentar cambiar
la sociedad en la que vivimos, no veríamos por qué habría que buscar que
triunfara el orden liberal, que seguramente se impondría por sí mismo en virtud de
su excelencia intrínseca y de la ventaja que confiere a las sociedades en las que
impera. Y tampoco veríamos por qué habría que seguir a Hayek en otras de sus
propuestas como, por ejemplo, las de orden monetario o constitucional32, que
representan, respecto de la situación actual, une ruptura más o menos radical.
Toda la crítica hayequiana remite así a un sistema paralizante, destinado en
los hechos a reforzar el peor conservatismo. Decir que el mercado no es justo ni
injusto es lo mismo que decir, en efecto, que el mercado debe sustraerse en
cuanto a sus efectos del juicio humano, que es la nueva divinidad, el nuevo Dios
único ante el que hay que postrarse. El hombre no debe, pues, buscar por sí
mismo los valores susceptibles de encarnarse en la sociedad, sino únicamente
debe reconocer en la sociedad uno u otro sistema de valores que le permita ser
25
miembro de ella. Debe ocuparse de sus fines personales y privados sin cuestionar
jamás el orden social ni preocuparse por la evolución de la historia humana, que
sólo se puede completar de manera óptima fuera de él; eso lo vemos por el tipo de
«autonomía» que Hayek asigna al individuo. Éste no se ha emancipado del poder
político ejercido en nombre de la totalidad social más que para inocular la
incapacidad en los proyectos que podrían asociarlo con sus semejantes. Hayek
además lo dice con fuerza: «El hombre no es dueño de su destino, y jamás lo
será». Aunque el hombre podría muy bien hacer lo que quiera, no podría querer lo
que hace. Objeto de una sociedad que no funciona más que en tanto no pretende
controlarla, su libertad, en el plano colectivo, se encuentra definida así en términos
de impotencia y sumisión: la libertad, según Hayek, sólo puede ejercerse en el
marco que la niega. No es exagerado decir, entonces, que el hombre es
desposeído de su humanidad, pues si hay una característica fundamental que
distingue al ser humano de los animales es que aquél está dotado de una
capacidad histórica de concebir y realizar proyectos colectivos. Al eliminar dicha
capacidad de la humanidad, y al hacer del monoteísmo del mercado el nuevo
«imperio de la necesidad», Hayek nos remite subrepticiamente al estadio
«pretribal» de la animalidad pura33.
Resulta claro que no recurriríamos al análisis hayequiano para fundamentar un
retorno a la tradición. A decir verdad, Hayek sólo hace elogio de las tradiciones
desde una perspectiva instrumental para legitimar el orden del mercado. Para él,
las tradiciones únicamente tienen valor en tanto constituyen «regulaciones preracionales
» que han favorecido el surgimiento de un orden impersonal y abstracto
cuyo resultado más acabado lo constituye el mercado. Cuando habla en favor de
las tradiciones, lo hace para mencionar la lenta evolución de las sociedades hacia
la modernidad, la sedimentación de las costumbres que ha propiciado (en
Occidente al menos) el triunfo de la «gran sociedad»; cualquier tradición que vaya
en otra dirección no puede más que ser rechazada. Ahora bien, hay una
contradicción de principio entre las tradiciones que, por definición, son siempre
26
propias de las culturas singulares, y la universalidad de las reglas formales que
Hayek recomienda adoptar. Y como comúnmente se ha admitido que la
modernidad occidental ha funcionado en todas partes como trituradora de las
tradiciones, es fácil advertir que el «tradicionalismo» hayequiano no se relaciona
más que con la tradición... de la extinción de las tradiciones.
Hayek se mantiene, a ese respecto, fiel a los pasos seguidos por algunos de
sus predecesores, en particular por David Hume, a quien frecuentemente se
refiere. En el siglo XVIII, en sus Ensayos políticos, Hume ya criticaba las ideas de
Locke y de quienes, al igual que éste, conferían un lugar preponderante a la razón.
Para él, la razón es incapaz de oponerse por sí misma a las pasiones, las cuales
no pueden ser canalizadas más que por «artificios no arbitrarios» que no sean
resultado de un diseño preestablecido. Entre los artificios no arbitrarios figuran los
hábitos, las costumbres y las instituciones consagradas por los usos. La propia
justicia es una «grown institution», y la costumbre se revela como la mejor
sustituta de la razón para guiar a las prácticas humanas. El énfasis puesto en las
tradiciones permite poner un dique a las pasiones al realizar la economía ficticia
del contrato. Sin embargo, para Hume, las instituciones no son resultado de una
«selección» que interviene en el curso de la historia: si no son arbitrarias, es
porque corresponden a los principios generales del entendimiento34.
La verdadera naturaleza del «tradicionalismo» hayequiano aparece
claramente en su crítica al «orden tribal», y en donde las diferentes formas de
constructivismo constituirían otros tantos resurgimientos anacrónicos. El «orden
tribal» no es, en efecto, otra cosa que la sociedad tradicional en oposición a la
sociedad moderna, e incluso la comunidad en oposición a la sociedad. Y son
precisamente todos los rasgos característicos de las sociedades tradicionales y
comunitarias, orgánicas y holistas los que se encuentran condenados por Hayek
en tanto rasgos antagónicos de la «gran sociedad». La tradición de la que Hayek
se vuelve defensor es, por el contrario, una «tradición» que no conoce ni finalidad
colectiva, ni bien común, ni valor social ni imaginario simbólico compartido. En
27
suma, se trata de una «tradición» que sólo es valorada porque nace de la
disgregación de las sociedades «arcaicas» a las que remata. Paradojas de un
pensamiento anti-tradicional que se mueve tras la máscara ¡de la «defensa de las
tradiciones»!
«El liberalismo de tipo tradicionalista es nacional –escribe Yvan Blot– porque
él mismo proviene de la tradición y no de una construcción arbitraria del
espíritu»35. Estas solas palabras enuncian, desafortunadamente, un doble
contrasentido. Por un lado, la idea moderna de nación es enteramente una
«construcción arbitraria del espíritu», ya que es, ante todo, una creación de la
filosofía de las Luces y de la revolución francesa –el reino de Francia, que le
precedió en la historia, fue construido de manera esencialmente voluntarista y
«constructivista» por la dinastía de los capetos. Por otra parte, es notorio que el
liberalismo, hayequiano o no, no asignaría a la nación un lugar privilegiado, pues
el espacio en el que despliega su concepción de lo social no es un territorio
delimitado por fronteras políticas, sino un mercado. Mientras que para los
mercantilistas el territorio («nacional») y el espacio (económico) aún se
confundían, Adam Smith, en su Riqueza de las naciones, opera una disociación
decisiva entre ambos conceptos. Para Smith, las fronteras del mercado se
construyen y se modifican sin cesar, sin que jamás coincidan con las fronteras
estáticas de la nación o del reino: es la extensión del mercado, y no la del
territorio, la verdadera clave de la riqueza. En ello Smith llega a ser considerado
incluso como «el primer internacionalista consecuente» (Pierre Rosanvallon). El
postulado mismo será retomado después de él por toda la tradición liberal: aunque
la nación bien puede tener un valor relativo en cuanto a la identificación de los
ciudadanos, no podría establecerse como criterio de la actividad económica ni
servir de pretexto para el control o la limitación de los intercambios. El viejo ideal
que pretendía hacer coincidir los espacios jurídico, político y económico en un
territorio determinado y bajo una autoridad dada se encuentra, de esta manera,
roto. Desde el punto de vista de la actividad económica, las fronteras deben
28
considerarse como si no existieran: laissez faire, laissez passer. Y
correlativamente, el mercado no puede ser considerado con otra pertenencia que
no sea económica.
Un comerciante no es necesariamente un ciudadano de un país
en particular –escribe Adam Smith. En gran parte, es indiferente al
lugar en el que realiza su comercio, y se necesita el más leve
disgusto para que se decida a llevar su capital de un país a otro y,
junto con él, toda la industria que dicho capital pone en
movimiento36.
Allí se encuentra todo el equívoco del «nacional-liberalismo».
4
Pero hay que volver sobre la concepción hayequiana del mercado. Al
instrumentalizar las tradiciones, Hayek busca sentar la legitimidad del mercado, a
fin de resolver la cuestión del fundamento de la obligación en el pacto social; dicha
preocupación es constante en el pensamiento liberal. Se trata de encontrar
siempre un fundamento natural al orden social: la «simpatía» en Smith, la
«costumbre» en Hume, etcétera. Semejante enfoque plantea el problema del
«estado de la naturaleza», hipótesis de la que todavía es rehén el pensamiento de
Locke, quien así debe recurrir a la ficción de una escena primitiva: el contrato
social. Como lo hemos visto anteriormente, en la corriente doctrinal que proviene
de Smith esa ficción se vuelve inútil: la «mano invisible», por cuya intervención se
producen los ajustes necesarios en el mercado, simultáneamente permite explicar
la permanencia del orden social. Sin embargo, y contrariamente a otros autores
liberales, Hayek no concluye sin más la «naturalidad» del mercado. Admite, por el
contrario, que éste surge en un momento determinado de la historia humana, y es
solamente dicho surgimiento el que se plantea como natural: sin ser originalmente
un fenómeno natural, el mercado aparecería «naturalmente» como efecto de una
29
selección progresiva que operaría por sí mismo. El naturalismo hayequiano se
vincula, pues, con la idea de un progreso ineluctable que reposa en leyes objetivas
derivadas de la evolución cultural.
Toda la habilidad de Hayek en esta imagen, donde fusiona la teoría
evolucionista con la doctrine de la «mano invisible», le permite concluir la
«naturalidad» del mercado sin que éste sea considerado como algo original, o sea,
como una idea de orden natural o «verdad evidente en sí » (self-evident truth). Al
mismo tiempo, Hayek vuelve a tomar en cuenta el postulado liberal según el cual
existen leyes objetivas tales que la libre interacción de las estrategias individuales
finalizan no solamente en un orden, sino en el mejor orden posible. Al hacerlo, no
escapa a la aporía clásica en la que acaba el pensamiento liberal cuando intenta
explicar cómo se puede constituir un orden social viable sobre la sola base de la
soberanía individual. La dificultad es tener «que presuponer la presencia del todo
en cada parte. En efecto, si lo social no estuviera contenido ya de alguna manera
en las partes, no vemos cómo podrían concordar»37. El postulado que se impone
es, entonces, el de una continuidad de las partes hacia el todo. Ahora bien, no es
sostenible semejante postulado, y no lo sería por las razones enunciadas por
Bertrand Russell en su teoría de los tipos lógicos («la clase no puede ser miembro
de sí misma, ni alguno de sus miembros puede ser la clase»). Dicho de otra forma,
necesariamente hay una discontinuidad entre el todo y sus partes, y tal
discontinuidad hace fracasar la pretensión liberal.
La visión hayequiana del hombre «primitivo» que vive en el «orden tribal»,
aunque es muy distinta de la de Hobbes o de Locke, e incluso de la de un
Rousseau, carece también de gran pertinencia antropológica. Representar a las
sociedades tradicionales como sociedades que privilegian los comportamientos
voluntaristas («constructivistas») es particularmente aventurado, pues dichas
sociedades están regidas precisamente por tradiciones orientadas al retorno de lo
mismo. Se podría demostrar fácilmente, por el contrario, que es más bien la «gran
sociedad» la que da la bienvenida a los proyectos novedosos y a los planes
30
deliberados. En otras palabras, es más bien en las sociedades tradicionales y
«tribales» donde se verifica el orden espontáneo, mientras que en las sociedades
modernas lo hace el orden instituido. Alain Caillé observa muy justamente,
además, que hacer depender la justicia de la conformidad entre el orden
tradicional con la práctica «paradójicamente conduce a demostrar que la única
sociedad justa que puede concebirse es la sociedad cerrada, y no la gran
sociedad liberal»38. La sociedad en donde, por definición, la themis se aleja menos
del nomos es, efectivamente, la sociedad tradicional, encerrada en sí misma (pero
abierta al cosmos): desde el punto de vista estrictamente hayequiano, es tanto
más «justo» (o si se quiere tanto menos «injusto») que tienda a perpetuar su
identidad fundada en los usos.
La idea de acuerdo con la cual las instituciones que se han impuesto
perdurablemente hasta nuestros días resultan siempre «de la acción de los
hombres, pero no de sus designios», es igualmente refutable. El derecho inglés,
que frecuentemente es citado como ejemplo típico de una institución derivada de
la costumbre, en realidad nació de manera relativamente autoritaria y brutal,
«como consecuencia de intervenciones reales y parlamentarias, y es resultado del
trabajo creativo de juristas pertenecientes a la administración centralizada de la
justicia»39. De forma más general, todo el orden liberal inglés nace en el siglo XVII
del conflicto entre el Parlamento y la Corona, y no a partir de una evolución
espontánea.
En cuanto al mercado, ciertamente no es la forma natural del intercambio; su
nacimiento no podría estar relacionado con la lenta evolución de las costumbres y
las instituciones, donde cualquier «constructivismo» habría estado ausente. Y
también es verdadero lo contrario: el mercado constituye un ejemplo típico de
orden instituido. Como hemos visto, la lógica del mercado, fenómeno a la vez
singular y reciente, no se desarrolla más que hacia el final de la Edad Media,
cuando los estados nacientes, ansiosos por monetarizar su economía para
acrecentar sus recursos fiscales, comenzaron a unificar el comercio local y el
31
comercio a distancia en el seno de mercados «nacionales» que podían controlar
más fácilmente. En Europa occidental, y en Francia en particular, el mercado, lejos
de aparecer como una reacción contra el Estado, nace, por el contrario, gracias a
su iniciativa, y es hasta un segundo momento cuando se emancipará de las
fronteras y de los límites «nacionales» a medida que se acrecentaba la autonomía
de lo económico. Creación estrictamente voluntaria, en sus inicios el mercado fue
uno de los medios que utilizó el Estado-nación para liquidar el orden feudal.
Pretendía facilitar las deducciones fiscales en el sentido moderno del término (los
intercambios intracomunitarios, no mercantiles, serían incomprensibles), lo que
significó la supresión progresiva de las comunidades orgánicas autónomas y, en
consecuencia, la centralización. Así, el Estado-nación y el mercado apelaban,
ambos, a una sociedad atomizada, donde los individuos son progresivamente
sustraídos de cualquier socialización intermedia.
La dicotomía establecida por Hayek entre orden espontáneo y orden instituido
finalmente parecería inadmisible; sencillamente, jamás existió. Decir que la
sociedad evoluciona espontáneamente es tan reduccionista como afirmar que se
transforma bajo el solo efecto de la acción voluntaria de los hombres. Y la
afirmación de acuerdo con la cual la lógica del orden espontáneo no podría
interferir con la del orden instituido sin que tuviera consecuencias catastróficas, es
también completamente arbitraria: toda la historia de la humanidad está hecha de
tal combinación. La representación del proceso de formación del orden social
como resultado de la pura práctica «inconsciente», independientemente de
cualquier finalidad o visión colectiva no es más que una imagen mental; ninguna
sociedad jamás ha sido así. La auto-organización de las sociedades es, a la vez,
más compleja y menos espontánea de lo que Hayek pretende. Si las reglas y las
tradiciones efectivamente influyen en la vida de los hombres, no podríamos olvidar
–a riesgo de caer en una visión puramente lineal y mecánica– que los hombres, a
cambio, inciden en las reglas y las tradiciones. Hayek, a fin de cuentas, no percibe
que las sociedades se instituyen no sólo con base en la práctica espontánea y los
32
intereses individuales, sino en un orden simbólico basado en valores cuya
representación siempre implica un distanciamiento respecto de dicha práctica.
La cuestión se plantea igualmente en saber cómo se ha pasado del estadio
del orden «tribal» y tradicional al de la «gran sociedad». Hayek casi no insiste
sobre este punto que, sin embargo, resultaría esencial en su argumentación.
¿Cómo es posible que de una sociedad de un determinado tipo –digamos del tipo
comunitario y holista– nazca «naturalmente» una sociedad esencialmente
individualista, es decir, una sociedad del tipo opuesto? Se podría responder a esta
cuestión siguiendo a Louis Dumont, o sea, describiendo el surgimiento de la
modernidad como resultado de un lento proceso de secularización de la ideología
cristiana. Pero Hayek no atribuye la menor importancia a los factores ideológicos
y, además, sería embarazoso para su tesis el que la «gran sociedad» procediera
de una ruptura de tipo «constructivista». (¿Qué habría más constructivista, en
efecto, que la voluntad de crear una nueva religión?). De allí que recurra a un
esquema evolucionista, es decir, a un darwinismo social apoyado en la idea de
progreso.
Ciertamente Hayek no cae en un biologismo grosero. Su darwinismo social,
expuesto extensamente en The Constitution of Liberty, consiste más bien en
plantear la historia humana como reflejo de una evolución cultural que funciona
sobre el modelo de la evolución biológica tal y como ha sido concebido en el
modelo darwiniano o neo-darwiniano. Así como en todo liberalismo la competencia
económica no solamente está orientada a favorecer el progreso –igual que en el
reino animal, donde la «lucha por la vida» está orientada a que la selección lo
ejerza–, las tradiciones, las instituciones y los hechos sociales son explicados
asimismo de igual manera. Paralelamente, el paso subrepticio del hecho a la
norma es constante: la sociedad liberal y la economía de mercado se imponen
como valores que han sido «seleccionados naturalmente» en el curso de la
evolución; así, el valor está en función del éxito. Semejante concepción es
particularmente explícita en el último libro de Hayek, donde el capitalismo no es
33
valorado ya en función de su eficacia económica, sino intrínsecamente, como el
non plus ultra de la evolución humana40. La identificación del valor con el éxito es
característica, evidentemente, de cualquier visión evolucionista de la historia. Si la
evolución «selecciona» lo que está mejor adaptado a las condiciones del
momento, resulta claro que no se puede ver más que de manera aprobatoria y,
por lo mismo, optimista, toda la historia acaecida. La selección consagra a los
mejores; la prueba de que son los mejores es que han sido seleccionados. El
reemplazo del «orden tribal» por la «gran sociedad», la llegada de la modernidad y
el triunfo del individualismo sobre el holismo están en el orden de las cosas. El
estadio de la evolución refleja exactamente, en otras palabras, lo que debe ser. Si
la historia humana muy bien puede ser leída como progreso, Hayek la reinterpreta
como una marcha más allá de la «libertad»41. «En un universo sin progreso –
escribe Henri Lepage– la libertad habrá perdido su razón de ser...»
El paralelismo entre evolución cultural y evolución biológica evidentemente
plantea problemas metodológicos, comenzando por la cuestión de saber por qué
el orden liberal es el mejor «adaptado». Desde esta perspectiva, la aplicación casi
mecánica que Hayek hace de la teoría de la selección natural a los valores
sociales y a las instituciones no escapa a la crítica que estigmatiza el carácter
tautológico de dicha teoría. Como lo nota Roger Frydman,
la perspectiva evolutivo-utilitarista, que inscribe los desarrollos de
la cultura en una secuencia acabada, es o banal o no verificable.
Banal porque las instituciones humanas están forzosamente
adecuadas a los fines o a la sobrevivencia de la sociedad que las
produce; no verificable porque –si es lícito plantear que las
instituciones están adaptadas, incluso no necesariamente en su
totalidad y siempre de manera relativa a objetivos singulares–
nada les permitiría salir de ese círculo vicioso para decir que son
las mejores o las más adaptadas las que finalmente han sido
seleccionadas42.
Si Hayek –añade Jean-Pierre Dupuy–
34
había acompañado hasta el final las teorías lógicas y sistémicas
de la auto-organización de las que desde el principio fue su
compañero de armas, debería haber comprendido que no podían
acomodarse a los círculos viciosos del neodarwinismo respecto de
la selección de los más adaptados43.
El modelo evolucionista se topa además con la singularidad occidental (que,
como cualquier visión etnocéntrica, aquí es considerada la encarnación misma de
la normalidad, cuando representa, por el contrario, la excepción). En ningún
momento Hayek explica por qué el orden liberal y el mercado no han sido
«seleccionados» como las formas más adecuadas para la vida en sociedad en el
área de la civilización occidental. Tampoco explica por qué, en otras partes del
mundo, el orden social ha evolucionado «espontáneamente» en otras
direcciones... o no ha evolucionado para nada44. De manera más general, Hayek
parecería no haber visto que todas las formas de orden «espontáneo» que han
aparecido en Occidente no son, forzosamente, compatibles con los principios
liberales. Un sistema social puede evolucionar «espontáneamente» tanto hacia un
orden tradicionalista o «reaccionario» como hacia un orden liberal. Fue también
esgrimiendo la «naturalidad» de las tradiciones que la escuela
contrarrevolucionaria –representada principalmente por Bonald y Joseph de
Maistre– desarrolló su crítica al liberalismo y abogó ¡en favor de la teocracia y de
la monarquía absoluta! El propio Hayek razona como si la opinión fuera
espontáneamente liberal –lo que desmentiría la experiencia histórica– y como si
se formara de manera autónoma –cuando una de las características de la
sociedad moderna es, precisamente, su heteronomía. A decir verdad, casi no
podría ser de otra manera: si el advenimiento del orden liberal no se explicara por
la sola «selección natural», todo su sistema se desfondaría inmediatamente.
El hecho, sin embargo, es que el orden del mercado no se ha «seleccionado»
en todos lados. ¿Cómo se podría afirmar que la selección de la que se supone
que resulta dicho orden es «natural»? Y sobre todo, ¿cómo demostrar que
semejante orden es el mejor? Aquí, la dificultad para Hayek es pasar del
35
enunciado de un hecho supuesto al enunciado de una norma. Después de decir
que las instituciones no son producto de designios voluntarios de los hombres
(hecho supuesto), concluye que los hombres no deben tratar de transformarlas
voluntariamente (norma); de decir que semejantes instituciones serían el resultado
de una evolución cultural que funciona de acuerdo con un modelo biológico de
evolución (hecho supuesto), concluye que dicho resultado necesariamente
constituye un progreso (norma). Empero, queda atrapado en una aporía clásica: el
ser no equivale al deber ser. Hayek sabe muy bien en realidad que su preferencia
por un sistema de valores determinado –en este caso el orden liberal– no puede
fundamentarse lógicamente. Es por ello que disimula su elección tras
consideraciones de tipo evolucionista que le confieren a su razonamiento una
apariencia de objetividad. Por añadidura, existe cierta contradicción entre el hecho
de afirmar que todas las reglas morales valen en tanto son resultado de una
«selección» que garantiza su correcta adaptación en la vida social, y la necesidad
que tiene Hayek de demostrar que la sociedad liberal es objetivamente la mejor.
La cuestión consiste en saber, en efecto, si el orden liberal es el mejor en virtud de
sus cualidades intrínsecas o si es el mejor porque ha sido «consagrado» por la
evolución; ambas son cosas totalmente diferentes. Si se responde que el orden
liberal es el mejor porque fue «seleccionado naturalmente» en el curso de la
historia, entonces habría que explicar por qué no fue seleccionado en todas partes
y, aún más, por qué a veces se seleccionaron órdenes completamente distintos. Si
en cambio se responde que es el mejor debido a sus propias virtudes (posición de
la escuela liberal clásica), entonces el mercado no es una norma sino un modelo
puro, es decir, un sistema entre otros, y no sería posible demostrar su excelencia
apoyándose en un hecho ajeno a sus virtudes, en este caso, la evolución.
Hayek no puede sortear este dilema que lo haría recaer en el utilitarismo del
que, no obstante, pretendía liberarse, pues no puede afirmar que el mercado ya no
constituye un medio de coordinar todas las actividades humanas sin planificación
alguna, sino simplemente que es el modelo genérico de organización más
36
favorable al desarrollo humano. No evita recurrir a este proceso cuando, por
ejemplo, explica que la «gran sociedad» se impuso «porque las instituciones más
eficaces han prevalecido en un proceso competitivo». Pero el inconveniente de
semejante razonamiento es doble. Por una parte, lleva a fundamentar la
demostración en un juicio totalmente arbitrario, a saber, que todas las aspiraciones
humanas deben estar ordenadas hacia un principio de eficacia que mejor permita
enriquecerse materialmente, lo que es otra manera de decir que no existe valor
más elevado que el del enriquecimiento (mientras que Hayek también asegura que
la economía no tiene por finalidad principal crear riqueza). Por otra parte, no se ve
claramente cuál sería la ventaja del mercado definido como un instrumento
epistemológico que permitiría acceder a un orden global. Si la superioridad del
mercado reside, en efecto, solamente en su capacidad de generar riqueza, y si la
principal prioridad es buscar el enriquecimiento, no habría ninguna razón para que
los desheredados se sintieran insatisfechos con su suerte y consideraran
«normal» la desigual repartición de bienes. Es por ello que Alain Caillé plantea
justamente la siguiente pregunta: «Hacer inevitablemente de la eficacia del
mercado el criterio y el fin de la justicia, ¿no es volver a introducir en su definición
las consideraciones que pretendía superar?»45. Al caer de nuevo en una
apreciación utilitaria del mercado, el propio Hayek nulifica todo lo que afirma sobre
la «no-injusticia» de la «gran sociedad».
La crítica hayequiana al utilitarismo parece, al menos, ambigua. Vinculada en
él –como la del racionalismo y la del positivismo– a la denuncia del
«constructivismo», a lo más apunta hacia el «utilitarismo estrecho» de Jeremy
Bentham, quien definió la felicidad general como la suma del mayor número
posible de felicidades individuales. De acuerdo con Hayek, tal definición está muy
ligada a la idea de bien común; legitima, en efecto, la lógica del sacrificio, que se
ubica como una cuantificación numérica. Pareto planteaba, en principio, que si
algunos podían ganar dentro de una transformación social sin que otros lo
padecieran, entonces dicha transformación debía ser recomendada. El utilitarismo
37
de Bentham deroga este principio yendo más lejos: si lo esencial es la satisfacción
de la mayoría, efectivamente podemos admitir que una transformación que
maximice las ganancias del mayor número de personas y que redunde en
pérdidas de un número minoritario es algo todavía justificable. La idea de que el
sacrificio de algunos es legítimo cuando contribuye a la ventaja de otros –que
también es uno de los resortes del mecanismo victimizante en la teoría del chivo
expiatorio46– es rechazada por Hayek simplemente porque él no acepta la noción
de «utilidad colectiva», así haya sido definida ésta como la simple suma de las
utilidades individuales. En este punto su posición no se distingue de la de Robert
Nozick, ni siquiera de la de John Rawls, quien escribe:
Cada persona posee una inviolabilidad fundada en justicia, sobre
la cual, incluso el bien de la sociedad, considerado como un todo,
no puede prevalecer. Por tal razón, se excluye que la privación de
la libertad de algunos pueda ser justificada por un mayor bien que
otros recibirían a cambio. Resulta incompatible con la justicia
admitir que los sacrificios impuestos a algunos puedan ser
compensados mediante el incremento de ventajas que recibiría un
mayor número de otros47.
Podríamos preguntarnos, sin embargo, si tal rechazo es sincero. Cuando Hayek
propone que los perdedores en el «juego» de la catalaxia acepten su suerte como
la cosa menos «injusta», ¿acaso no les impone, de alguna manera, que se
sacrifiquen para el buen funcionamiento del orden general del mercado? Allí hay
un equívoco que remite al «individualismo impuro» del que ya hemos hablado.
Recordemos simplemente que, ante todo, Hayek opone el individualismo al
utilitarismo, pero que él mismo sucumbe ante el propio utilitarismo cada vez que
encomia la eficacia de la «mano invisible» que legitima el mercado por sus
virtudes intrínsecas, o cuando identifica llanamente el valor con el éxito48.
5
38
Alain Caillé define en los siguientes términos las dos aporías coextensivas al
racionalismo crítico liberal:
La primera resulta del hecho de que la razón crítica no puede
bastarse a sí misma; para que sea crítica, hace falta que la razón
encuentre algo distinto a sí misma para criticar, y que ese algo no
sea, en sí, un negativo puro. La segunda aporía deriva de la
primera: la razón crítica sólo logra creerse a sí misma si vacía el
ámbito de lo real suponiendo que éste se sintetizara en un racional
negativo que sería su única identidad. La razón liberal crítica se
apuntala en una imagen identitaria de la relación social que resulta
contradictoria con la idea de libertad49.
Max Weber demostró, por su lado, que siempre existe una contradicción entre
la racionalidad formal y la racionalidad sustancial, y que ambas siempre pueden
entrar en conflicto. El problema del contenido sustancial de la libertad no puede
ser regulado por la sola puesta a punto de los procedimientos encargados de
garantizarla. La hipótesis de un ajuste espontáneo de los múltiples proyectos de
los agentes económicos y sociales que compiten bajo un régimen de total libertad
de intercambio, ajuste que se plantea como óptimo (no en sentido ideal, sino en
sentido de lo posible, es decir, en referencia a las condiciones cognitivas reales de
vida de los miembros de la sociedad), como si no hubiera antagonismo irreductible
de intereses, crisis destructivas de los mercados, etcétera, se torna,
consecuentemente, profundamente utópica. La idea que podría fusionar los
valores de libertad con el orden espontáneo resultante de la práctica reside, de
hecho, en la imagen de una sociedad sin espacio público.
Como hemos visto, Hayek no se limita a decir, como los liberales clásicos, que
el mercado maximiza el bienestar de todos; ratifica que constituye un «juego» que
incrementa las oportunidades de todos los jugadores, individualmente
considerados, para alcanzar sus fines particulares. Tal afirmación se topa con una
objeción evidente: ¿cómo se puede decir que el mercado maximiza las
39
oportunidades de los individuos para realizar sus fines, si por principio tales fines
son incognoscibles? Y además, como escribe Alain Caillé,
si ése fuera el caso (...) sería fácil sostener que la economía de
mercado ha multiplicado más los fines de los individuos que los
medios para lograrlos, y que, así, de acuerdo con el mecanismo
psicológico analizado por Tocqueville, ha aumentado la
insatisfacción, lo que es una manera de recordar que las
finalidades de los individuos no caen del cielo sino que proceden
del sistema social y cultural en cuyo seno se sitúan.
No advertimos qué impediría pensar que los miembros de la
sociedad salvaje, por ejemplo, tengan infinitamente más
oportunidades para lograr sus fines individuales que los miembros
de la «gran sociedad». Hayek respondería sin duda que los
salvajes no eran «libres» de elegir por sí mismos sus objetivos, lo
que sería tanto como demostrar que los individuos modernos se
determinan, como tales, libremente50.
La imagen de la catalaxia como un juego que ofrece oportunidades
«impersonales» y en la que resulta sumamente normal que haya ganadores y
perdedores es, en realidad, insostenible. La existencia de reglas abstractas no es
suficiente para garantizar que, efectivamente, todos tendrán las mismas
oportunidades de ganar o de perder. Hayek olvida, precisamente, que las
oportunidades de ganar no son las mismas para todos, y que los perdedores
frecuentemente son siempre los mismos. De allí que los resultados del juego no
puedan ser llamados aleatorios; no lo son, y para que pudieran serlo –al menos
tendencialmente– se requeriría que el juego fuese «corregido» por la intervención
voluntaria del poder público, algo que Hayek rechaza enérgicamente. ¿Qué se
puede pensar de un juego en que, por azar, los ganadores siempre ganan más y
los perdedores siempre pierden otro tanto? Hayek piensa que calificar de «injusto»
el orden espontáneo es caer de nuevo en el antropomorfismo o en el «animismo»,
e incluso en la lógica del chivo expiatorio, ya que se trata de buscar un
responsable, un culpable, allí donde no lo hay. Pero como lo ha resaltado Jean-
Pierre Dupuy, el argumento retorna como guante, pues si hay una experiencia
40
decisiva en la evolución social, ésta consiste en que no se considere justo
condenar a un inocente. Desde esta perspectiva, es más bien la negación de la
noción misma de injusticia social la que «se esconde detrás». Al ponerse en
guardia contra la lógica del chivo expiatorio, Hayek reincide en su propio error: los
chivos expiatorios, en su sistema, son simplemente víctimas de la injusticia social,
y tienen prohibido, incluso, quejarse. Afirmar que la justicia social no quiere decir
nada equivale, en efecto, a trasformar a quienes padecen la injusticia en chivos
expiatorios de una teoría de su propia legitimación. El sofisma consiste, pues, en
decir que el orden social no es justo ni injusto, para así concluir que debemos
aceptarlo tal y como es, o sea, como si fuera justo.
Aquí, toda la ambigüedad proviene de que Hayek presenta al mercado como
intrínsecamente creador de la libertad (que es el fondo de su tesis), y a la libertad
como el medio de la eficacia generalizada del mercado. Pero entonces, ¿cuál
sería la verdadera finalidad que se busca: la libertad individual o la eficacia
económica? Sin duda alguna Hayek diría que ambos objetivos no son más que
uno solo; quedaría por determinar, sin embargo, la manera en que se articulan
entre sí. De hecho, la definición que Hayek proporciona de la libertad demuestra
que, en última instancia, ésta es la que tiene por función garantizar al mercado, el
cual se vuelve un fin en sí. Para Hayek, la libertad no es ni un atributo de la
naturaleza humana ni un complemento de la razón, sino una conquista histórica,
un valor nacido de la «gran sociedad». Se trata, además, de una libertad
puramente individual, negativa y homogénea. Hayek llega a decir que la libertad
es sofocada allí donde se aboga por las libertades51. El mercado no crea entonces
las condiciones para la libertad más que cuando ésta se pone al servicio del
mercado. La ética de la libertad se reduce a una ética del bienestar, lo que
equivale a caer de nueva cuenta en el utilitarismo. Hayek no nos propone más que
una visión instrumental de la libertad: la libertad vale en la justa medida en que
permite el funcionamiento del orden del mercado.
41
Identificar el mercado con el orden social entero revela, finalmente, el
reduccionismo económico.
El mercado es inevitablemente una economía –escribe a propósito
de esto Roger Frydman. Forma un sistema que supone la
coherencia entre un acuerdo social y los objetivos que puede
satisfacer. Para que funcione un mercado es necesario que se
funde en una relación social susceptible de traducirse en un
lenguaje cuantificable, y que se plantee finalidades mercantiles o,
al menos, que las transforme en productos monetarizables y
rentables para las empresas. De tal manera que no podamos
escapar a la obligación de establecer el fundamento de la
sociedad de mercado con base en su desempeño económico y
seleccionar, a cambio, las reglas de conducta justas en función de
sus propios objetivos52.
A fin de cuentas, sólo se vuelve «defendible la legislación que se adecua al modo
de existencia de los productos de la actividad humana entendidos como
mercancías, y que se ponen en marcha en un proceso competitivo»53. Ésa es la
misma conclusión de Alain Caillé:
El truco de la ideología liberal –y del que Hayek nos proporciona la
ilustración más acabada– reside en la identificación del Estado de
derecho con el Estado mercantil, reducido a una mera emanación
del mercado. De allí que el alegato acerca de la libertad de los
individuos para elegir sus propios fines se revierte en una
obligación real que los hace no tener otros fines que los del
mercado54.
La doctrina liberal supone que todo puede ser comprado y vendido en un
mercado autorregulado. Según Pierre Rosanvallon, esta ideología económica
«traduce las relaciones entre los hombres como relaciones entre valores
mercantiles». Con ello se inscribe en la corriente que niega la diferencia
establecida tradicionalmente –al menos desde Aristóteles– entre economía y
política, o más bien sólo contempla dicha diferencia para sustituir e invertir las
relaciones de subordinación entre la primera y la segunda. Esto desemboca en lo
42
que Henri Lepage muy justamente denomina la «generalización de lo económico»,
o sea, la reducción de todos los hechos sociales a un modelo económico (liberal),
mediante un proceso cuyo fundamento es el individualismo metodológico que se
legitima mediante la convicción de que,
si, como asegura la teoría económica, los agentes económicos
que tienen un comportamiento relativamente racional por regla
general buscan preferentemente producir, invertir o consumir para
ellos mismos, no habría razón para pensar que sería diferente en
sus demás actividades sociales, como cuando se trata, por
ejemplo, de elegir a un diputado, seleccionar una profesión, una
carrera, elegir una pareja, tener hijos, prever su educación... El
paradigma del homo oeconomicus es utilizado, así, no sólo para
explicar las conductas de producción o de consumo, sino, de la
misma manera, para explorar el ámbito de las relaciones sociales
en su conjunto, y fundarlo en la interacción de las decisiones con
las acciones individuales55.
La empresa hayequiana se distingue del liberalismo clásico por su voluntad de
refundar la doctrina al más alto nivel, sin tener que recurrir a la ficción del contrato
social, y por tratar de evadir las críticas dirigidas comúnmente al racionalismo, el
utilitarismo, al postulado de un equilibrio general o a la competencia perfecta y
pura que se basa en la transparencia de la información. Para hacerlo, Hayek se ve
forzado a encarecer la apuesta de su propia problemática y a convertir al mercado
en un concepto global indispensable debido a su carácter totalizador. El resultado
es una nueva utopía basada en otros tantos paralogismos y contradicciones. En
realidad, resulta claro que «si no hubiera sido por la compra de la paz social
efectuada por el Estado-providencia, el orden del mercado habría sido barrido
desde hace mucho» (Alain Caillé). Una sociedad que funcionara según los
principios de Hayek explotaría en poco tiempo; su instauración provendría,
además, del más puro «constructivismo» e incluso exigiría, sin duda, de un Estado
de tipo dictatorial. Como ha escrito Albert O. Hirschman,
43
la pretendidamente idílica ciudadanía privatizada, que sólo presta
atención a sus intereses económicos, y que serviría al interés
público únicamente de manera indirecta sin participar jamás
directamente, todo ello no se puede realizar más que bajo
condiciones políticas que serían las de una pesadilla56.
Que se pretenda renovar hoy día el «pensamiento nacional» apoyándose en este
tipo de teorías nos dice mucho del hundimiento de semejante pensamiento.
44
N o t a s
1 La Presse Française, 4 de noviembre de 1989.
2 Al responder a Henry de Lesquen, Jacques Garello, líder de los «nuevos economistas»,
recordaba que «los liberales son liberales, y no son de derecha» (La Nouvelle Lettre, 2 de
septiembre de 1989). Anteriormente había escrito: «En nombre de la nación no se pueden proteger
privilegios, industrias; no se puede excluir al extranjero. En eso los liberales no son nacionalistas»
(La Nouvelle Lettre, 11 de mayo de 1987). Hayek, por su lado, rechazó explícitamente el calificativo
de «conservador» («Why I Am Not a Conservative», en: The Constitution of Liberty, Chicago,
University of Chicago Press, 1960, posfacio; texto incluido también en: Chiaki Nishiyama y Kurt R.
Leube [editores], The Essence of Hayek, Stanford, Hoover Institution Press, 1984, pp. 281-298),
algo que no debería sorprendernos ya que, como recuerda Philippe Nemo, «el liberalismo no es
menos adversario del conservatismo que del socialismo» (La société de droit selon F. A. Hayek,
París, PUF, 1988, p. 369). Para un punto de vista opuesto al del Club de l'Horloge, pero que
proviene de la misma familia política, cfr. Jean-Claude Bardet, «Le libéralisme est un ennemi», en:
Le Choc du mois, noviembre de 1989, pp. 18-20 (artículo que mereció un comentario negativo por
parte de Jean-Marie Le Pen en Le Figaro-Magazine, 17 de febrero de 1990). Se puede apreciar
que la distinción entre los «dos liberalismos» recuerda, en ciertos aspectos, la querella que,
durante muchos años, opuso en los Estados Unidos a los «conservadores» del tipo Russell Kirk
con los «neoconservadores» del tipo Norman Podhoretz, así como con los libertarios (Murray N.
Rothbard, David Friedman, etcétera).
3 Es sobre todo en Alemania, en Holanda y en los países anglosajones donde, desde hace un siglo,
se han manifestado con mayor frecuencia movimientos o partidos que explícitamente se declaran
«nacional-liberales». Para el caso francés, cfr. Edmond Marc Lipiansky, L'âme française ou le
national-libéralisme. Analyse d'une représentation sociale, París, Anthropos, 1979.
4 Nacido en Viena en 1899, profesor en la London School of Economics de Londres a partir de
1931, Friedrich A. (von) Hayek se orientó hacia el liberalismo bajo la influencia, principalmente, de
Ludwig von Mises, de quien se alejaría después. En los años treinta, sus posturas padecen
considerablemente el éxito de las ideas de Keynes. En 1944, la aparición de su panfleto titulado
The Road to Serfdom (Camino de servidumbre, Colección "El libro de bolsillo. Sección
humanidades", n° 676; Madrid: Alianza Editorial, 1985, 298 pp.) contribuye, en cambio, a cimentar
su renombre y conduce, en abril de 1947, a la creación de la Sociedad de Mont-Pèlerin. Ello
también le valdrá ser llamado a los Estados Unidos. Profesor de Filosofía Moral en Chicago de
1950 a 1956, Hayek sacará de sus enseñanzas el material de sus obras más célebres, en especial
los tres tomos de Law, Legislation and Liberty (Londres, Routledge & Kegan Paul, y Chicago,
Chicago University Press, 1973-79; traducción francesa: Droit, législation et liberté. Une nouvelle
formulation des principes libéraux de justice et d'économie politique, tomo 1: Règles et ordre; tomo
2: Le mirage de la justice sociale; tomo 3: L'ordre politique d'un peuple libre, París, PUF, 1980-83,
reedición en 1985-92). De regreso a Austria en 1956, continúa enseñando en la Universidad de
Salzburgo, se jubila en 1969 y se retira a Friburgo-en-Brisgau (Alemania). En 1974 comparte el
Premio Nóbel de Economía con Gunnar Myrdal. En los años setenta y ochenta, su obra es
redescubierta por los libertarios estadounidenses, así como por el grupo de los «nuevos
economistas» de Francia; muere el 23 de marzo de 1992. Su obra comprende también los
siguientes títulos: Monetary Theory and Trade Cycle (1929), Prices and Production (1931,
traducción francesa: Prix et production, París, Calmann-Lévy, 1975, reedición: Agora, 1985),
Monetary Nationalism and International Stability (1933), Collectivist Economic Planning (en
colaboración con Ludwig von Mises, 1935; un breve extracto se publicó en español como La
planificación y el estado de derecho, México, D. F.: Centro de Investigaciones sobre la Libre
Empresa, 1988, 13 pp.), The Political Idea of the Rule of Law (1937), Profits, Interest and
45
Investment (1939), The Pure Theory of Capital (1940), The Counter-Revolution of Science (1944,
traducción francesa de Raymond Barre: Scientisme et sciences sociales. Essai sur le mauvais
usage de la raison, París, Plon, reedición: Agora, 1986), Individualism and Economic Order (1948),
The Constitution of Liberty (1960; versión en español: Los fundamentos de la libertad, trad. de
José-Vicente Torrente; Valencia: Fomento de Cultura, 1961, 2 v., y Los fundamentos de la libertad,
3a ed.; Buenos Aires: Centro de Estudios sobre la Libertad, 1978, 548 pp.; se publicó en español
también una antología de esta obra: Sobre la libertad, Colección «Clásicos de la democracia»;
introducción y selección de Rigoberto Juárez-Paz; San José, Costa Rica: Asociación Libro Libre en
coedición con la Universidad Francisco Marroquín, 1992, 389 pp.), Studies in Philosophy, Politics
and Economics (1967), New Studies in Philosophy, Politics, Economics and the History of Ideas
(1978; versión en español: Nuevos estudios en filosofía, política, economía e historia de las ideas,
Buenos Aires: EUDEBA, 1981, vii + 274 pp.), Denationalization of Money (1974-76), 1980's
Unemployment and the Unions (1980), Money, Capital and Fluctuations (1985). Su último libro, The
Fatal Conceit. The Errors of Socialism (Chicago, University of Chicago Press, 1989; traducción
francesa: La présomption fatale. Les erreurs du socialisme, París, PUF, 1993; en español: La fatal
arrogancia: los errores del socialismo, Obras completas de Friedrich A. Hayek; tomo 1; traducción
de Luis Reig Albio; Guatemala: Universidad Francisco Marroquín, 1990, 256 pp.), editado por W.
W. Bartley III, figura a la cabeza de los Collected Works of Friedrich A. Hayek en veintidós tomos,
que actualmente se publican bajo el sello de la imprenta de la Universidad de Chicago. La
bibliografía más completa sobre Hayek, que llega hasta julio de 1983, se encuentra en el libro de
John Gray, Hayek on Liberty, Londres, Basil Blackwell, 1984 (2ª edición en 1986), pp. 143-209.
Acerca de Hayek, cfr. también: Fritz Machlup [editor], Essays on Hayek, New York, New York
University Press, 1976, y Londres, Routledge & Kegan Paul, 1977; Eamonn Butler, Hayek. His
Contribution to the Political and Economic Thought of Our Time, Londres, Temple Smith, 1983;
existe versión española: Hayek: su contribución al pensamiento político y económico de nuestro
tiempo, trad. de Eloy Fuentes; Madrid: Unión Editorial, 1989, 187 pp.; Chiaki Nishiyama y Kurt R.
Leube [editores], The Essence of Hayek, op. cit.; Arthur Sheldon [editor], Hayek's «Serfdom»
Revisited, Londres, Institute of Economic Affairs, 1984; Kurt R. Leube y Albert H. Slabinger
[editores], The Political Economy of Freedom. Essays in Honor of F. A. Hayek, Munich-Viena,
Philosophia, 1984; Philippe Nemo, La société de droit selon F. A. Hayek, op. cit.; Gilles Dostaler y
Diane Ethier [editores], Friedrich Hayek: philosophie, économie et politique, París, Economica,
1989; Guido Vetusti [editor], Il realismo politico di Ludwig von Mises e Friedrich von Hayek, Milán,
Giuffrè, 1989; Jérôme Ferry, Friedrich A. Hayek: les éléments d'un libéralisme radical, Nancy,
Presses Universitaires de Nancy, 1990; Bruno Pays, Libérer la monnaie. Les contributions
monétaires de Mises, Rueff et Hayek, París, PUF, 1991; Barry J. McCormick, Hayek and the
Keynesian Avalanche, New York, Harvester Wheatsheaf, 1992; Renato Cristi, Le libéralisme
conservateur. Trois essais sur Schmitt, Hayek et Hegel, Kimé, 1993. Se han publicado varios otros
estudios en español: Raimondo Cubeddu, La filosofía de la escuela austriaca, trad. de Juan Marcos
de la Fuente; Madrid: Unión Editorial, 1997, 350 pp.; Elena García Martínez, La tradición en F. A.
Hayek, memoria para optar al grado de Doctor presentada por Elena García Martínez, bajo la
dirección del Doctor Gilberto Gutiérrez López, Madrid: Universidad Complutense, Servicio de
Publicaciones, 2005, 1 disco (CD-ROM); Fenando Arribas Herguedas, La evasiva neoliberal: el
pensamiento social y político de Friedrich A. Hayek, Colección «Estudios políticos»; prólogo de
Antonio García Santesmases; Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2002, XXIV
+ 424 pp.; Josep Baqués Quesada, Friedrich Hayek: en la encrucijada liberal-conservadora,
Colección «Biblioteca de historia y pensamiento político»; Madrid: Tecnos, 2005, 182 pp.; Vicente
Theotonio y Fernando Prieto, Neoliberalismo, libertad y liberación, Colección «Monografías» n° 11;
Córdoba: ETEA, 1998, IV, 174 pp.; Paloma de la Nuez, La política de la libertad: estudio del
pensamiento político de F.A. Hayek, Colección «Nueva biblioteca de la libertad» n° 7; Madrid:
Unión Editorial, 1994, 301 pp. Un ensayo de Hayek aparece también en esta obra colectiva: El
capitalismo y los historiadores, Serie Biblioteca de la libertad, n° 3; Madrid, Unión Editorial, 1974,
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183 pp. Igualmente se hizo un tiraje especial en esta entrevista realizada a Hayek: Pensamiento
del líder y maestro del liberalismo económico, Colección «Documentos» n°28; México, D. F.:
Centro de Estudios Sociales, Consejo Coordinador Empresarial, 1981, 16 pp.; entrevista exclusiva
a Friedrich von Hayek. El Mercurio, Santiago de Chile, domingo 21 de abril de 1981.
5 Op. cit., p. 75.
6 Ibid., p. 86.
7 Essay on the History of Civil Society, Londres, 1767 (re-editado por Louis Schneider: Londres,
1980; traducción francesa: Essai sur l'histoire de la société civile, edición de Claude Gautier, París,
PUF, 1992).
8 Op. cit., p. 85.
9 Le libéralisme économique. Histoire de l'idée de marché, París Seuil, 1989, p. VII (1ª ed.: Le
capitalisme utopique, París, Seuil, 1979).
10 Droit, législation et liberté, tomo 2, PUF, 1982, p. 131.
11 Acerca de Hayek y la auto-organización, cfr. Jean-Pierre Dupuy, «L'autonomie et la complexité
du social», en: Science et pratique de la complexité, Documentation Française, 1986, pp. 293-306.
Cfr. también: Milan Zeleny [editor], Autopoiesis, Dissipative Structures, and Spontaneous Social
Orders, Boulder, Westview Press, 1980; y Francisco Varela, Principles of Biological Autonomy,
New York, Elsevier North Holland, 1979. Recordemos que la noción de incertidumbre asociada a la
de complejidad nos remite a la formulación hecha por Heisenberg de los principios de
incertidumbre en 1927.
12 La genèse de la société civile libérale. Mandeville-Smith-Ferguson, París, Université de Paris I,
enero de 1990.
13 «L'individu libéral, cet inconnu: d'Adam Smith à Friedrich Hayek», en: Individu et justice sociale.
Autour de John Rawls, París, Seuil, 1989, p. 80.
14 Hayek establece aquí una distinción entre el racionalismo «constructivista» y el racionalismo
«evolucionista» que corresponde muy cercanamente a la oposición entre racionalismo historicista y
racionalismo crítico de Popper. Esta crítica al racionalismo generalmente fue juzgada como
excesiva por los autores libertarios, y de manera más general por los liberales estadounidenses,
todos ellos más o menos acostumbrados a invocar el racionalismo. Cfr. a este propósito el número
especial de la Critical Review consagrada a Hayek por su 90° aniversario, F. A. Hayek's
Liberalism, primavera de 1989, en especial los artículos de Laurent Dobuzinskis («The
Complexities of Spontaneous Order», pp. 241-266) y de David Miller («The Fatalistic Conceit», pp.
310-323).
15 Último representante pre-monetarista de las teorías monetarias del ciclo, Hayek piensa que, al
hacer competitiva la oferta monetaria, ¡se suprimirá la inflación! En su ensayo Denationalization of
Money. The Argument Refined, Londres, Institute of Economic Affairs, 1978 (1ª edición de
1974-76), adelanta la idea de que la moneda podría ser emitida a voluntad por las empresas
privadas, por lo que los consumidores estarían llamados a probar sucesivamente las distintas
monedas hasta que hubieran identificado la «mejor» (en espera, entre tanto, de que no se hubieran
arruinado). Tal propuesta fue retomada en Francia por el Club de l'Horloge (Carta informativa del
Club, 2° trimestre de 1993, p. 7). Para una crítica de este punto de vista: Christian Tutin, «Monnaie
et libéralisme. Le cas Hayek», en: Arnaud Berthoud y Roger Frydman [editores], Le libéralisme
économique. Interprétations et analyses, París, L'Harmattan, 1989, pp. 153-178. Contrariamente a
la Escuela de Chicago, Hayek rechaza la teoría cuantitativa de la moneda, al sostener que la
moneda jamás podrá ser suficientemente medida o controlada.
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16 Mientras que los liberales clásicos generalmente se mostraban favorables a las legislaciones
anti-cárteles, algunos neoliberales, especialmente los libertarios, niegan hoy día la idea de que
exista una estrecha relación entre tasas de concentración y efectos monopólicos. Cfr. Henri
Lepage, Demain le libéralisme, París, Livre de Poche-Pluriel, 1980, pp. 241-263.
17 Con el mismo espíritu, un discípulo extremista de Hayek llega a escribir muy seriamente que
«todos los rasgos desagradables del nazismo, incluido el exterminio de minorías, se encuentran en
cualquier sociedad política que tome con seriedad la ambición de realizar la justicia social»
(François Guillaumat, en Liberalia, primavera de 1989, p. 19) ¡! Al recordar que Hayek anunciaba
desde 1935 el «inminente» hundimiento del sistema soviético, Mark Blaug («Hayek Revisited», en
Critical Review, invierno 1993-94, pp. 51-60) llama la atención acerca de la incapacidad para
desprender de las teorías de Hayek la mínima predicción política o económica que pudiera
verificarse empíricamente. Otros autores han recalcado que Hayek jamás da una definición precisa
del «totalitarismo», término que en él contiene aparentemente todo lo que se opone al liberalismo.
18 Cfr. sobre todo el tomo 2 de Droit, législation et liberté, op. cit.
19 Op. cit., p. 188. Robert Nozick piensa, asimismo, que cualquier intercambio voluntario es justo,
cualesquiera que sean las condiciones. Tal sería el caso también cuando un trabajador acepta un
salario de miseria para no morir de hambre: ¡nadie lo obliga! En un libro que hizo mucho ruido en
los Estados Unidos, Anarchy, State, and Utopia (New York, Basic Books, 1971, trad. francesa:
Anarchie, Etat et utopie, París, PUF, 1988), Nozick defiende, por su lado, la tesis del «Estado
mínimo» a partir de un análisis que debe mucho a la teoría de juegos.
20 Droit, législation et liberté, tomo 2, op. cit., p. 178.
21 Yvon Quiniou, «Hayek, les limites d'un défi», en: Actuel Marx, 1er trimestre de 1989, p. 83.
Philippe Nemo, op. cit., traduce dicha indiferencia como «apego no psicológico a un otro
abstracto». Hayek escribe: «En su forma más pura, [la ética de la sociedad abierta] considera que
el primero de los deberes es perseguir lo más eficazmente posible un fin libremente elegido, sin
preocuparse del papel que juega en el complicado entramado de las actividades humanas» (Droit,
législation et liberté, tomo 2, op. cit., p. 175).
22 Retomamos el tema propuesto por Julien Freund, Politique et impolitique, Sirey, 1987.
23 Droit, législation et liberté, tomo 3, PUF, 1983, p. 155.
24 Op. cit., p. 361.
25 Para un examen crítico de la tesis que postula la identidad entre las reglas de conducta
existentes en la democracia con las del mercado, cfr. Gus diZerega, «A Spontaneous Order Model
of Democracy. Applying Hayekian Insights to Democratic Theory», documento presentado ante la
Society for the Study of Public Choice, San Francisco, marzo de 1988.
26 Op. cit., p. 121.
27 Es de notarse que el Club de l'Horloge, que invoca las ideas de Hayek, declara desear, al mismo
tiempo, la extensión de la democracia directa, y especialmente la instauración del referéndum y de
la iniciativa popular. Dichas reivindicaciones son indefendibles desde la perspectiva hayequiana,
pues ésta niega la soberanía popular y el valor sustantivo del voto.
28 L'autopsie du tiers-mondisme, París, Economica, 1988, p. 130. Por su parte, Louis Dumont
estima que es en La ideología alemana donde el individualismo de Marx llega a su «apoteosis».
Cfr. también John Elser, «Marxisme et individualisme méthodologique» en: Pierre Birnbaum y Jean
Leca [editores], Sur l'individualisme, París, Presses de la Fondation Nationale des Sciences
Politiques, 1986.
29 Op. cit., pp. 226-228.
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30 Economie politique du système soviétique, L'Harmattan, 1989, pp. 19-20.
31 Arnaud Berthoud, «Liberté et libéralisme économique chez Walras, Hayek et Keynes», en Arnaud
Berthoud y Roger Frydman, op. cit., p. 49.
32 Hayek es partidario de una separación de los poderes legislativos previendo la institución de una
Cámara Alta que funcionaría un poco a la manera de un Consejo Constitucional. Estaría reservada
a individuos de más de cuarenta y cinco años que hubieran dado pruebas de «honestidad»,
«sabiduría» y «juicio», y serían electos por un período de quince años. Cfr. especialmente: F. A.
Hayek, «Whither Democracy?», en Chiaki Nishiyama y Kurt R. Leube [editores], op. cit., pp.
352-362.
33 Cfr. a este propósito a Gilles Leclercq, «Hier le libéralisme», en Procès, 1986, pp. 83-100, quien
también ve en el liberalismo «una doctrina de esencia sutilmente totalitaria». Desde una óptica
cercana, pero marcada ante todo por la doctrina social cristiana: Michel Schooyans, La dérive
totalitaire du libéralisme, París, Éd. Universitaires, 1991.
34 Acerca de Hume como precursor del liberalismo, cfr. D. Deleule, Hume et la naissance du
libéralisme, París, Aubier Montaigne, 1979. Para un punto de vista contrario: Daniel Diatkine,
«Hume et le libéralisme économique», en Arnaud Berthoud y Roger Frydman, op. cit., pp. 3-19.
35 Présent, 6 de octubre de 1989.
36 La riqueza de las naciones, t. 1, libro 3, cap. 4.
37 Roger Frydman, «Individu et totalité dans la pensée libérale. Le cas de F. A. Hayek», en: Arnaud
Berthoud y Roger Frydman, op. cit., p. 98. Esta aporía gravita con una carga particularmente
pesada en toda la teoría fundada en la hipótesis del contrato social: para que los individuos
aislados decidan entrar contractualmente en sociedad, es necesario que hayan tenido, previamente
a esta decisión, un conocimiento al menos aproximativo de su resultado, en cuyo caso el estado de
la naturaleza no puede oponerse rigurosamente al estado social.
38 Splendeur et misère des sciences sociales. Esquisses d'une mythologie, Ginebra, Droz, 1986, p.
340.
39 Blandine Barret- Kriegel, L'Etat et les esclaves, París, Calmann- Lévy, 1980, p. 115.
40 La manera en la que Hayek define la evolución social por la emergencia de sociedades cada vez
más complejas, recuerda fuertemente a Herbert Spencer, quien ya identificaba la evolución con el
progreso. Algunos libertarios han criticado, en cambio, la idea hayequiana de «selección natural»
de las instituciones. Cfr. Timothy Virkkala, «Reason and Evolution», en Liberty, septiembre de
1989, pp. 57-61; y David Ramsay Steele, «Hayek's Theory of Cultural Group Selection», en Journal
of Libertarian Studies, VIII, 2, pp. 171-195. «La idea de evolución cultural, o de selección natural de
grupos en función de sus prácticas –escribe por su lado John Gray– permanece extremadamente
obscura. ¿Cuál es la unidad implicada en la evolución cultural y cómo funciona ésta? Igual que el
marxismo, la teoría hayequiana de la evolución cultural menosprecia la contingencia histórica (el
hecho de que, por ejemplo, desaparezcan algunas religiones no porque presentan menores
ventajas darwinianas respecto de sus rivales, sino porque el poder del Estado las persigue) [...] Es
por ello que su intento de justificar los ideales políticos del liberalismo clásico mediante una filosofía
evolucionista o sintética finalmente se salda mediante un fracaso, tal y como le había sucedido
antes que él a Herbert Spencer» («The Road from Serfdom», en: National Review, 27 de abril de
1992, pp. 36-37).
41 «Con el tiempo, y algunos retornos tras de sí, la historia escoge a los ganadores (history
chooses the winners). Esta tesis quizá nos resulte familiar: el best-seller de Francis Fukuyama
sobre el fin de la historia algo le debe al menos tanto a Hayek como a Hegel» («In praise of
Hayek», en The Economist, 28 de marzo de 1992, p. 77).
49
42 «Individu et totalité dans la pensée libérale», artículo citado.
43 «L'individu libéral, cet inconnu», artículo citado, p. 119.
44 Acerca de esta cuestión, cfr. John Gray, Hayek on Liberty, op. cit.
45 Op. cit., p. 315.
46 En el Evangelio, es Caifás, el sumo sacerdote, quien declara: «¿no comprendéis que conviene
que muera un hombre por todo el pueblo y no que perezca todo el pueblo?» (Juan 11, 49-50).
47 Théorie de la justice; París, Seuil, 1987.
48 Es significativa a este respecto la definición dada por Hayek de la repartición resultante del
mercado: «A cada uno según la utilidad de su aportación tal y como es percibida por los demás».
Algunos autores liberales no dudan en colocar, por ello, a Hayek entre los teóricos del utilitarismo.
Cfr. por ejemplo a: Leland B. Yeager, «Utility, Rights, and Contract. Some Reflections on Hayek's
Work», en: Kurt R. Leube y Albert H. Slabinger [editores], The Political Economy of freedom, op.
cit., pp. 61-80.
49 Op. cit., pp. 340-341.
50 Ibid., pp. 320-321.
51 «Liberties appear only when liberty is lacking» (The Constitution of Liberty, op. cit., p. 12).
52 «Individu et totalité dans la pensée libérale», artículo citado, p. 120.
53 Ibid.
54 Op. cit., p. 347.
55 Henri Lepage, op. cit., pp. 25-26.
56 Vers une économie politique élargie, París, Minuit, 1986, p. 27.
© Alain de BENOIST
© José Antonio HERNÁNDEZ GARCÍA, por la traducción.
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http://www.alaindebenoist.com/pages/textes.php?cat=orientation&lang=es

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