lunes, julio 06, 2009

Manuel de Prada, Abuela

lunes 6 de julio de 2009

ABUELA

Mi abuelo se casó con su novia de toda la vida cuando ambos eran ya cuarentones. Diversos azares funestos le habían impedido hacerlo antes: primero la Guerra Civil, que trastornó tantas vidas con su ventolera de pólvora; seguidamente la necesidad de labrarse un porvenir personal en aquella España del estraperlo; ya por último algunas rencillas de enamorados que postergaron la boda. Mi abuelo, que al servicio de su padre había trabajado como vendedor ambulante, soñaba con abrir su propia tienda; y compartía este sueño con su novia, que pertenecía a una familia de comerciantes. Tardaron casi una década en hacer ese sueño realidad; y, aunque eran los años pavorosos de las cartillas de racionamiento y la carestía de trigo, se lanzaron a procrear, con esa especie de exultación insensata con que los polluelos que acaban de echar pluma se lanzan al aire, abandonando la tibieza del nido, seguros de que los hijos traen una hogaza de pan debajo del brazo. Tuvieron una hija, mi madre, pero en el parto mi abuelo perdió a su esposa, tal vez por impericia médica, tal vez porque la naturaleza así lo había decretado. Y mi abuelo se vio de repente, viudo y prematuramente envejecido, con una niña recién nacida en brazos; puedo imaginarlo en las noches oscuras del alma, insomne y angustiado, contemplando los escombros de su porvenir, mientras mi madre gimoteaba al fondo de la casa, reclamando la leche materna.

Mi abuelo volvió a casarse. Lo hizo con una mujer también cuarentona, pudibunda y con fama de beata que, como decía la malicia popular, se había quedado para vestir santos. Una mujer que había consumido tiempo atrás el vigor juvenil, que no tenía mañas de comerciante, que tal vez ni siquiera fuese hermosa; incluso su nombre, Ceferina, era más bien disuasorio o anodino. Pero mi abuelo, que seguramente habría podido encontrar una moza en edad de merecer que hubiese unido su destino al suyo, eligió a aquella mujer otoñal en la que seguramente había descubierto virtudes de modestia y abnegación que la aproximaban a esa figura materna que restañase la orfandad de mi madre. Y Ceferina fue para mi madre, en efecto, una madre: la crio con ese cariño honrado y pueblerino que las mujeres otoñales dedican a quienes no son fruto de sus entrañas, tal vez soñando que lo son; le transmitió su fe sencilla y elemental; le inculcó aquellas virtudes de modestia y abnegación que eran su mejor –y su único– patrimonio. Y cuando Ceferina envejeció –que fue pronto, porque era mujer de salud renqueante, siempre perseguida por mil y un alifafes– encontró en mi madre a una hija desvelada, dispuesta a extenuar su juventud prodigándole cuidados que sólo hace inteligibles el amor filial. Dispuesta también a que sus hijos la considerasen una verdadera abuela, más allá de la estricta biología, más allá del mandato de la sangre.

Yo tardé muchos años en saber que Ceferina no era la madre de mi madre; y, antes y después de saberlo, la quise como se quiere a los abuelos verdaderos, o como me habían enseñado a quererlos, con un amor reverencial y broncíneo, un amor de secretas dulzuras y amenos paisajes donde mana un agua siempre fresca. Mi abuela Ceferina estaba en el mundo como de puntillas, como un rosal que se desmaya al crepúsculo, rindiendo sus pétalos a la ceremoniosa brisa o al zumbido susurrado de las abejas. Muchas horas del día las pasaba encerrada en su habitación, entregada a sus rezos y a sus lecturas piadosas; y a su habitación acudía yo con frecuencia, a desvelarle la letra menuda de las hojillas del almanaque del Sagrado Corazón, que las cataratas le impedían descifrar, o a rezar con ella un rosario de avemarías delgadas como búcaros, o a que me diera a besar una estatuilla de Santa Rita, cuyos episodios biográficos se conocía al dedillo, porque todos los meses recibía a domicilio una revista consagrada a la devoción de la santa de Casia que incluía, en las páginas finales, un folletín por entregas donde se novelaban su vida y milagros, con una prosa que a mí entonces me parecía trepidante y jugosísima, aunque seguramente fuese más bien mazorral e inepta. Mi abuela Ceferina me recompensaba estas visitas con estampas de María Auxiliadora que yo coleccionaba como si fuesen cromos de una colección preciosa, y antes de despedirme me propinaba unos besos en los que viajaba su amor innumerable, amor de abuela sin hijos que me bautizaba las mejillas con un rastro de saliva que tardaba horas en secarse. Ahora, mientras escribo estas líneas, me viene a las mejillas el rescoldo de aquellos besos, cálidos como doradas mieses oreadas por el viento.

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