lunes, junio 29, 2009

Manuel de Prada, Leon Bloy

lunes 29 de junio de 2009

LÉON BLOY

Léon Bloy lo leí por primera vez hace muchos años, en una antología al cuidado de Jorge Luis Borges titulada Cuentos descorteses, que me descubrió a un escritor de estilo a la vez despiadado y humorístico, siempre desmesurado que, según el estado de ánimo del lector, podía resultar insufrible o espléndido. Convivían en él, en una aleación que a simple vista parece monstruosa, el escritor místico y el panfletario; y esta especie de religiosidad belicosa la dirigía (la disparaba más bien, porque su escritura tiene el aroma de la pólvora) contra todo bicho viviente: burgueses, políticos, académicos, ateos, creyentes, anticlericales, clericales, judíos, masones, católicos, jerarquías eclesiásticas... contra la humanidad toda, en fin; o dicho más precisamente, contra la humanidad plácidamente instalada en la tibieza y los lugares comunes. (Una de sus obras más accesibles y vitriólicas, editada por Acantilado, se titula precisamente Exégesis de los lugares comunes.) Confieso que aquella escritura exaltada, aspaventera a veces, rezumante de bilis casi siempre, me pareció al principio la de un neurasténico; y tuve que tomarme la molestia de volverlo a leer para descubrir que Léon Bloy era en realidad uno de los escritores más vigorosos que ha dado la literatura francesa, uno de esos pocos malditos verdaderos que elevan el estandarte hecho jirones de la derrota para convertirlo en bandera de esperanza. ¡Un loco tal vez, o tal vez un santo!

Léon Bloy tiene, en efecto, algo de esos santos estilitas que ladran en el desierto palabras que nadie entiende, palabras que parecen salidas del caletre de un visionario, palabras que claman contra un mundo sensual, materialista, entregado a una inanidad de estercolero que le revuelve las vísceras y lo obliga a vomitar, en caudalosa avalancha, diatribas altaneras, denuestos feroces, sarcasmos y vituperios que tienen la contundencia abrasiva de un esputo arrojado en el rostro de sus contemporáneos. Y, sin embargo, en medio de esta copiosa munición que arroja con tenacidad indomable contra todo aquello que se mueve en su derredor, hay también en Bloy una sensibilidad herida y no sólo hiriente, una suerte de sensibilidad franciscana que lo torna conmovedor y heroico. Léon Bloy vivió siempre sumido en la pobreza; pero también abrazado a la pobreza, unido a la pobreza en sagrado e indisoluble matrimonio, con la intrepidez y la resignación orgullosa con la que sólo un anacoreta podría hacerlo. Y de esa alianza indestructible con la pobreza brota una de las notas más distintivas de su escritura, un patetismo desgarrador que no desdeña la injuria contra el cretinismo ambiental, que no desdeña la imprecación jeremiaca, que no desdeña el rapto de lucidísima furia. Léon Bloy es la encarnación perfecta de lo que una época filistea y desacralizada puede hacer con un espíritu superior: negar su genio, escarnecer sus logros, pisotear sus méritos, pero nunca, nunca, nunca, destruir la grandeza de su alma inmortal.

Converso a la fe católica a la edad de 23 años, Léon Bloy fue un iracundo fiscal del catolicismo delicuescente y camastrón de su época, de las tartuferías del clero y de las devociones farisaicas de sus compatriotas. Amaba a Cristo como lo haría un monje medieval... al que hubiesen expulsado del convento, con esa exasperación del derrotado que sigue amando en la derrota aquello que otros sólo fingen amar en la victoria; y esa vocación de heterodoxia y protesta lo lleva a la ortodoxia plena, que es la de quienes viven el Calvario sin pedir la recompensa del cielo, sin pedir siquiera la recompensa de la gloria literaria. Ortodoxia que logra hacer compatible con un estilo personalísimo, barroco e insolente, que se revuelve contra la frivolidad mundana... y también contra sus propias contradicciones. Hay algo en Léon Bloy de profeta a su pesar, de Jonás recién escupido del vientre de la ballena, rezongón y atrabiliario, que sin embargo se levanta después de caerse mil veces y se encamina sin temor a Nínive. Si hubiese desoído esa vocación antipática, tal vez habría amueblado el panteón de los escritores ilustres; pero prefirió, en un gesto extremo de oblación, ser un testigo del Calvario, a riesgo de que se lo excluyera de los manuales de literatura. En cierta ocasión escribió: «He tenido con harta frecuencia ocasiones de poner en evidencia la imbecilidad de nuestros católicos, prodigio enorme, demostrativo por sí solo de la divinidad de una religión capaz de resistirlo». Pero ese prodigio enorme sólo se entiende del todo si, al lado de tantos católicos imbéciles, descubrimos a católicos acérrimos como Léon Bloy, que fue a la vez poeta, profeta... y loco. Tres vías de santidad –tal vez la misma– que justifican que lo sigamos leyendo, con pasión y deslumbramiento siempre renovados.

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