domingo, febrero 15, 2009

Pio Moa, Cultura y civilizaciones

Cultura y civilización

16 de Febrero de 2009 - 07:36:36 - Pío Moa

Ya he tratado esta cuestión en otras ocasiones. Aquí, un poco más amplio. Espero que los distinguidos lectores del blog hagan apreciaciones oportunas, pro o contra:

"Dado que los términos cultura y civilización han recibido significados muy diversos, aclararé, esquemáticamente, en qué sentido los empleo aquí. Por cultura entiendo la forma y contenido de cualquier sociedad humana, el conjunto de creencias, costumbres, formas de poder y organización social, conocimientos, ritos, arte, habilidades técnicas, etc. La cultura diferencia radicalmente las sociedades humanas de las animales. Los animales obran por instinto y sus sociedades reproducen automatismos inducidos por la genética, mientras que en el ser humano la sociedad y la propia conducta individual solo son parcialmente genéticos, o, si se prefiere, la genética humana es tal que permite un constante cambio y contradicción en el comportamiento individual y en la sociedad.


El hombre solo puede vivir en sociedad o, más bien, en sociedades diversas, desde la familia o los círculos profesionales a los clanes y entidades políticas. Esta necesidad se sustenta en una básica empatía que hace sentirse a las personas parte de un grupo más amplio y unido por similares intereses, gustos, creencias, educación, etc., como tantas veces se ha observado. Menos comentada resulta, en cambio, la gran dificultad de los humanos para vivir en sociedad, manifiesta en los roces, querellas y peleas que jalonan la marcha de sus sociedades. Dificultad originada, cabe suponer, en la extrema individuación humana, con la consiguiente diferenciación y contradicción de intereses, aspiraciones, talentos, sentimientos e ideas entre los integrantes del grupo, contradicción extendida incluso a los deseos de cada persona; todo ello unido a una autovaloración del individuo fácilmente exaltable. La sociedad humana es por ello naturalmente conflictiva, derivando con frecuencia a la colisión, la guerra o la descomposición interna. Sin atender a este rasgo contradictorio no parece fácil entender la historia.


La sociedad protege y permite vivir al hombre, pues este, aislado, perecería. Pero al mismo tiempo el individuo se siente oprimido en mayor o menor grado por las normas sociales. Así, la cohesión social, alejada del automatismo instintivo, impone una permanente elaboración en diversos planos (religioso, político, económico, artístico moral, técnico…), a la que solemos llamar alta cultura. Esa elaboración brota de unas necesidades básicas universales, pero da lugar a formas y productos muy diversos. En la historia hallamos creación, acumulación, transmisión y destrucción de rasgos culturales, también transformaciones bruscas por imposición o asimilación de otros grupos.


La cultura se desarrolla, por tanto, en constante variación espacial (multiplicidad de culturas) y temporal (evolución de ellas). Las variaciones van casi siempre asociadas a individuos que por ello alcanzan relevancia social (a veces después de muertos) y cuyo nombre, en muchos casos, preserva la historia. La discusión sobre el papel del individuo en la historia suena algo bizantina: la creación corresponde a ideas o descubrimientos de individuos, pero no cobran relevancia si el resto de la sociedad no las hace suyas.


En cuanto a las civilizaciones, las considero aquí formas complejas de cultura que solo empiezan a aparecer en puntos aislados (Egipto, Mesopotamia…) hace alrededor de 6.000 años. Esta innovación supone la especialización de la religión, del poder (formación del estado), de la milicia, la urbanización (la palabra civilización tiene que ver con ciudad), una economía agraria asentada, con desarrollo del artesanado y de un comercio considerable, y la escritura. La escritura es quizá la invención humana más decisiva, pues permitió la acumulación de la memoria, que hasta entonces se perdía o deformaba en los relatos orales. La acumulación y transmisión de conocimientos por ese medio aceleró la evolución cultural de algunos pueblos. Probablemente la escritura surgió entre las castas sacerdotales, como también los primeros intentos de observación algo sistemática del mundo, la medicina, etc., mezclados con elementos mágicos. Los sacerdotes disponían de más tiempo y a menudo interés o curiosidad por tales cosas.


La historia es, propiamente, historia de las civilizaciones. No porque las demás culturas carezcan de historia, claro. Durante decenas de milenios los grupos humanos se desplazaron por la tierra, hubo creación y difusión de ideas, creencias, técnicas, etc.; grandes invasiones y conflictos, épica y canciones, invenciones y creaciones artísticas, formas diversas de organización social, líderes o artistas célebres en su ámbito… Pero respecto de esas culturas --y solo de las más recientes-- debemos contentarnos con los relatos que les hayan dedicado los civilizados coetáneos, y con la reconstrucción especulativa de los datos suministrados por la arqueología. Por ejemplo, sabemos que el surgimiento de civilizaciones fue precedido por diversas transformaciones, llamadas a veces “revolución del Neolítico”; o bien, la difusión de los idiomas, pongamos los indoeuropeos, nos habla de vastos movimientos de pueblos, durante cientos y miles de años, a partir de un foco incierto: de invasiones, conflictos y paces, personajes, ideas religiosas y culturas orales, desvanecidos casi todos en la noche de los tiempos.


El estado y la división del trabajo propios de las civilizaciones aumentaron el poder colectivo sobre la naturaleza y sobre los pueblos más primitivos, permitieron mayor población, riqueza y conocimientos, arte y creencias más elaboradas, desarrollo técnico, orden social más estable, suavización de costumbres, etc. Pero ello no ocurrió sin altos costes: una acentuada división social, tareas muy penosas o tediosas cargadas sobre masas de población reducidas a diversos grados de servidumbre, la exposición al despotismo, a un estado tanto protector como opresivo, la masificación y el anonimato para la mayoría… Los pueblos no civilizados miraban a las civilizaciones con envidia y desprecio mezclados, considerándose, por decirlo brevemente, más pobres, pero más libres. En la propia civilización quedaba cierta añoranza por una vida en apariencia más feliz, cuando los varones eran al mismo tiempo cazadores o pastores y guerreros, el poder más difuso, la relación humana más personal, la división social menos rígida.


Las civilizaciones fueron creciendo de modo lento y arduo a partir de algunos núcleos y etnias particulares, y tendían a convertirse en imperios por necesidades económicas (como asegurarse el control de mercancías exteriores) o bélicas, de afrontar y someter a los pueblos no civilizados, casi siempre hostiles y que, a lo largo de los siglos, muchas veces lograron vencer a los civilizados y destruir su civilización, o asimilarse a ella como una casta dominante. Casi todas las civilizaciones han colapsado después de siglos o milenios de existencia, por invasiones, conflictos entre ellas o la guerra civil en su seno; a veces su derrumbe parece ocasionado por sus propias estructuras sociales o de poder, demasiado grandes y pesadas para la sociedad que las sustentaba. El fracaso de las civilizaciones ha llamado la atención de muchos historiadores y filósofos de la historia, aunque no hay mucho acuerdo sobre sus causas.


Con todo, esos fracasos no han supuesto el del fenómeno civilizatorio, pues este, con unas u otras formas, se ha extendido, y en los siglos XIX y XX hasta dejar subsistir solo pequeños restos de culturas pre civilizadas. Este éxito se debe, justamente, a la acumulación y transmisión de los conocimientos, técnicas e ideas. De las civilizaciones actuales, la china, la más antigua con diferencia, tiene tras sí unos 4.000 años; quizá también la india, aunque esta resulta menos identificable. La occidental, hoy la más pujante y de la que forma parte la rama española, data de unos 1.600 años, y la islámica de 1.400. La civilización occidental se compone de varias subcivilizaciones supranacionales y nacionales. Algunas de las últimas han creado imperios, más bien sobre otros pueblos que en la misma Europa. De estas, las más notorias han sido la anglosajona, la hispánica (incluyendo, hasta cierto punto, la portuguesa, salvo en el terreno político y lingüístico, éste muy próximo al español), la francesa y la rusa.



Mencionar los numerosos elementos de la cultura humana (políticos, religiosos, artísticos, económicos, morales, técnicos, etc.) es solo describir toscamente un hecho. Decir que se trata de una complicada combinación de tales elementos suena más satisfactorio, pero enseguida nos planteamos si pueden ponerse todos ellos al mismo nivel, o si alguno es clave y determina a los demás, o si componen una estructura más o menos estable. Distinguimos las épocas prehistóricas por la técnica (las piedras trabajadas), pero solo porque apenas nos quedan de ellas otros restos apreciables. Esta obligada simplificación no sirve, en cambio, para las culturas conocidas. Todas las manifestaciones de la cultura, desde el arte a la vestimenta, tienen su propia y particular historia, si bien interrelacionada. Pero resulta difícil unificarlas en una teoría común.


Desde Marx se ha asentado hasta un nivel casi inconsciente el supuesto de que la economía decide la constitución y evolución de las sociedades humanas. Estas se explicarían por las necesidades económicas, materiales, que a partir de un supuesto “comunismo primitivo”, crearían las “clases” y la lucha entre ellas; sobre esa base girarían y cobrarían sentido los demás elementos (la religión o ideología, el arte, el sistema jurídico, etc.) como reflejo de los intereses de las “clases dominantes”. Así, la economía nos ofrecería la clave explicativa de la historia y la cultura. Explicación seductora, porque parece ofrecer el hilo de Ariadna para el laberinto cultural.


Pero, pese a las interrelaciones económicas en el conjunto de la sociedad, una historia de la economía es solo una historia de la economía: los intentos de interpretar desde ella el arte, la política, la religión, etc., fracasan, obligando a sus adeptos a hablar de relaciones complejas que enturbian la inicial y aparente claridad teórica. Por otra parte la palabra economía no significa lo mismo en Marx que en los teóricos liberales. Y con los mismos o muy parecidos rasgos económicos han surgido culturas y civilizaciones muy distintas, o enfrentadas entre sí. De hecho, la economía en el hombre no es un fenómeno material, sino espiritual, sujeta a mil invenciones y variantes.


Tradicionalmente la historia no ha sido enfocada desde la economía, sino desde el poder, tanto porque este es la fuerza más evidente que mantiene unida a una sociedad y le permite actuar como conjunto, como porque los procesos de poder resultan más claros y dramáticos: variadas empresas colectivas, guerras y paces, derrocamientos, etc. Todas las culturas suponen un poder, desde las formas primitivas del jefe de tribu o de clan y sus hombres de apoyo, a los más complejos estados modernos, pasando por grupos de tipo deportivo, intelectual… cualquier asociación realmente. El poder parece consustancial a las sociedades humanas, de las que emana naturalmente, aunque pueda oponerse a ellas – oprimirlas, llevarlas al desastre–. Se manifiesta asimismo en los grupos animales, o en muchos de ellos, si bien su relación con el poder humano viene a ser como la del rugido con el habla articulada.


El poder guarda cierta analogía con la fuerza de la gravedad que sostiene el sistema solar, impidiendo que sus componentes se dispersen y pierdan por el espacio. Las sociedades humanas sufren tendencias dispersivas y unitarias, centrífugas y centrípetas, en equilibrio nunca muy estable.


El clásico análisis del poder, de Aristóteles, distingue entre monarquía, aristocracia y democracia. Pero, dejando aparte la implicación valorativa de la segunda (nunca existió el “poder de los mejores”), en la realidad encontramos las tres formas combinadas. Siempre hay una persona que ostenta el poder en su responsabilidad máxima (un “monarca”), una oligarquía, élite o clase política dedicada profesionalmente al poder y que respalda al monarca, y una masa popular aquiescente o consintiente (democracia). La relación entre las tres es siempre tensa, como también dentro de las oligarquías y los pueblos, y aun en el propio monarca, vacilante a menudo entre opciones contradictorias o expectativas nunca muy seguras. Esas tensiones dan al poder su peculiar inestabilidad. La descripción vale lo mismo para la Atenas de Pericles que para el imperio romano, el reino godo o el actual régimen useño. Lo que varía es la posición relativa de cada elemento, las normas y equilibrios entre ellos. Los pensadores han buscado las proporciones o armonías del poder que ofrezcan más estabilidad y menos insatisfacción social: problema arduo y de solución nunca definitiva, por el carácter contradictorio y cambiante de los intereses y aspiraciones de personas y grupos. La historia está constituida en gran parte por los éxitos y fracasos de esas armonías.


En esa búsqueda, el sistema más fructífero hasta ahora ha sido la democracia, muy reciente en la historia. Pero su nombre engaña: no hay tal “poder del pueblo”, a pesar de las solemnes declaraciones: ni los padres de la Constitución useña eran “el pueblo”, ni el poder es nunca “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, expresión ya sospechosa por lo redundante. ¿Sobre quién ejercería “el pueblo” ese poder? Forzosamente lo ejerce una fracción del pueblo -- sus representantes, más bien-- sobre el conjunto popular. Hasta en las democracias más asamblearias, como la ateniense, el poder era ejercido por una fracción sobre las de opinión contraria; y los asistentes a las asambleas solo solían componer una fracción de los hombres libres. Ello es natural: contra la creencia o el deseo de algunos utopistas, la política activa no interesa más que a una minoría; la masa de la población está absorbida por otros muchos intereses, y desea más bien que la “clase política” garantice condiciones tolerables de orden, justicia y prosperidad. En realidad, democracia significa limitación y división del poder, y una sociedad muy politizada es casi siempre una sociedad convulsa y en crisis.


Así, siempre es una minoría encabezada por alguna persona la que ejerce el poder, invoque o no la voluntad popular. Pero incluso cuando no la invoca, precisa la confianza de la mayoría, si quiere sostenerse. Hasta el ejercicio del poder por el terror ha de justificarse con una propaganda que convenza o aplaque a la mayoría.


Podemos concebir sociedades sin poder político, y no han faltado en los siglos XIX y XX experimentos al respecto, bien restringidos (las “comunas” de grupos radicales) bien como regímenes extendidos sobre países enteros. Pero las comunas no han funcionado, menos aún han originado una nueva cultura; y los regímenes formados con esa esperanza han desarrollado, paradójicamente, poderes mucho más absolutos que los que pretendían superar. Estas experiencias refuerzan el supuesto de que la sociedad genera el poder de modo natural, por lo que las ideas ácratas o comunistas enfocan de modo erróneo el carácter de la relación grupal humana.


La paradoja del absolutismo utópico puede explicarse por la necesidad de normas, ajenas al automatismo instintivo, que contrarían la tendencia de cada cual a imponer sus deseos sin más consideraciones. Por ello el cumplimiento de las normas exige un poder que las garantice. Y el poder se hace más absoluto cuanto más se ha alentado la esperanza anárquica de que cada cual puede dar rienda suelta a sus deseos. Pues para evitar que esos deseos conduzcan a la lucha de todos contra todos y justificar las expectativas creadas el poder debe ser capaz de forjar “hombres nuevos” con identidad de sentimientos e intereses. Esto es, hombres desindividuados, en cierto modo animalizados, como ha ocurrido en las experiencias socialistas y anarquistas


Como decía, la individuación dificulta la convivencia social, la cual se presenta al ser humano como necesidad y como opresión (y en todas las culturas hay individuos que no se adaptan, por elección propia o por rechazo del resto del grupo). El “malestar en la cultura”, por usar la expresión de Freud, abarca hasta la célula familiar, pese a la comunidad elemental de intereses y del trato íntimo y, en principio, amoroso. En el ámbito político --el del poder en su expresión más elevada y muy poco amorosa, donde la violencia siempre está presente, de modo implícito o explícito--, los roces y choques entre facciones aspirantes al mando llegan a adquirir una agresividad extrema, como revela sin duda la historia.



Dada la fuerte discrepancia de intereses, el poder político implica violencia; pero esta debe justificarse porque el ser humano no tolera, al menos de modo habitual, el poder desnudo, solo ejercible por el terror. No han faltado regímenes terroristas, pero por lo común crean situaciones caóticas y duran poco; para evitarlo deben ofrecer alguna legitimación moral: el terror ha de presentarse como justo, sea en nombre de la divinidad, del pueblo, de la libertad, del proletariado, etc. Así, al definir la Revolución francesa, el comunismo o el nacionalsocialismo como regímenes de terror, debemos recordar esa justificación. Aquí no importa si sus argumentos morales son reales o pretextos; basta constatar la necesidad psíquica y social de ellos. Esa necesidad moral impregna, por lo demás, a toda la cultura, sea el arte, la aplicación técnica, el derecho, la economía, la conducta familiar, etc. Solo la moral impide que la vida se presente al hombre como la clásica “historia de ruido y de furia, contada por un idiota y sin ningún sentido”, visión psíquica y socialmente demoledora.


Por esta razón la moral bien podría ser el eje de la cultura, y cabría definir al hombre como animal moral, mejor que racional. Sin moral, las sociedades sucumbirían entre “el ruido y la furia”, cuyo sinsentido no excluye racionalidad, si entendemos racionalidad como adecuación eficaz de medios a fines: diversidad y choque de intereses implica diversidad y choque de racionalidades. La moral, más que la racionalidad o la economía, separa al hombre del animal. Cabe concebir las sociedades animales como económico-reproductivas, pues no parecen tener fines más profundos; pero las normas que permiten convivir a los humanos se sustentan en conceptos del bien y del mal, con un fondo común a todas las culturas. Así no nos extrañan, aún hoy, normas éticas de los antiguos egipcios, como no cometer fraudes no mentir, no matar, no abusar de la viuda, no quitar provisiones y vendas a los muertos ni alterar las medidas de grano, usurpar la tierra o alterar los pesos, ni cortar un canal, ni oprimir a los débiles, etc. Quizá la expresión más sintética y universal de la exigencia moral sean los Diez Mandamientos.


Esa identidad básica no impide muchas variantes y prioridades. Según Américo Castro, “Historia, en último término, sería una presentación de la tabla de valores perseguidos por cada pueblo –las tablas de la ley de su comportamiento histórico—”. Esto suena algo exagerado, pero no del todo incierto. Además, las llamadas “tablas de valores” (por entendernos grosso modo) cambian con el tiempo en un mismo pueblo.


Por otra parte, la elaboración necesaria de las normas éticas tampoco significa que ellas se cumplan de modo general, ni mucho menos. Al contemplar la historia podríamos creer que realmente nunca se cumplen, y que sus mandamientos apenas sirven como retórica para justificar finalmente las acciones perversas, añadiendo ruido al ruido y furia a la furia. Según Gibbon, “la historia es, en verdad, poco más que el registro de los crímenes, locuras e infortunios de la humanidad”. La historia incluye mucho de eso, desde luego, pero si se limitara a tales desgracias o estas llenaran la mayor parte de la actividad humana, la humanidad habría desaparecido hace ya mucho tiempo. Hay, sin duda, más tiempo de paz que de guerra y la mayoría de las guerras del pasado afectaban solo a una parte de las poblaciones y los países. De algunas guerras han surgido grandes bienes y considerables paces, y muchas paces han abonado las guerras. La relación entre el bien y el mal es muy complicada.


Existe una tensión permanente entre las demandas éticas y otras tendencias humanas muy fuertes y profundas. Quizá por esta razón, así como por la dificultad de captar intelectualmente la esfera del bien y del mal en que transcurre la vida humana, las exigencias morales remiten casi siempre a una voluntad extrahumana, a una exigencia de carácter religioso. De hecho, hasta el momento ha sido imposible elaborar una moral puramente racional o científica, no religiosa, por muchos esfuerzos que se han realizado durante los últimos siglos en Occidente. Fracasos, además, extremadamente costosos en casos como los del marxismo o el nacionalsocialismo, que, curiosamente, concluían en un remedo de fe religiosa. Desde su aparición sobre la tierra, el hombre se ha visto acuciado no solo por las necesidades, la enfermedad y mil desgracias, al igual que los animales, sino también por una inquietud espiritual acerca del sentido de su vida y de la vida y el mundo en general, de su origen y destino. La calma de esa inquietud nace de las explicaciones religiosas, básicamente imaginativas pero hemos de suponer que verídicas de algún modo, pues en otro caso habrían conducido a un fracaso esencial de las culturas humanas.


Volviendo a la historia, en todas las sociedades poder y religión han ido unidos o muy próximos, incluso hasta confundirse. Más indirecta ha sido esa relación en las culturas occidentales, donde los numerosos poderes políticos surgidos en Europa y América desde el Imperio Romano han encontrado su justificación o su principio de legitimidad en las creencias cristianas, mientras que la Iglesia siempre ha intentado mantener, mejor o peor, su independencia del poder político.

Desde el siglo XVIII, incluso desde el XVI (Maquiavelo), se ha intentado sustituir en Occidente la justificación religiosa de la política por otra que se quería inspirada en la razón. Así, el poder vendría "del pueblo”, en oposición –no forzosa pero sostenida por muchas corrientes– al origen divino anterior. En mi opinión, se trata, como ya indiqué, de una creencia contradictoria, innecesaria para fundamentar la democracia. El origen del poder, como de tantas otras cosas, sigue siendo un tanto misterioso.



Esta concepción de la cultura, basada en la moral y finalmente en la religión, se opone a la hoy predominante en los estudios históricos: la economicista originada en Marx. Ésta ha dado lugar a multitud de estudios, mal encaminados, a mi juicio. Por el contrario, la bibliografía y las investigaciones a partir de la concepción expuesta aquí son escasas. No digo que la historia esté dirigida por un plan divino, como afirmaba Orosio (y que en todo caso nos resultaría en extremo difícil discernir); simplemente opino que las creencias religiosas y morales no son en absoluto reflejo ideologizado de las relaciones “de clases”, sino la base misma de las culturas. El lector deberá perdonarme si solo parcialmente puedo aplicar en este libro ese criterio --cuya paternidad, desde luego, no ostento--, por insuficiencia de elaboración. Viene al caso una cita de Paul Diel: “La vida cultural de todos los pueblos empieza por la creación de mitos. Ellos son la fuente común de la religión, el arte, la filosofía y la ciencia (…) Son la expresión del sentido religioso de los antiguos (…) Aun si tomamos los mitos por expresiones puramente fantasiosas, fabulaciones desprovistas de todo sentido profundo y verídico, no se les puede negar su carácter estético. Además, todas las formas del arte parten de ellos: música, danza, teatro, literatura, pintura, escultura, arquitectura. (…) No expresan solo la religiosidad del arte, sino también una filosofía y la presciencia psicológica de los antiguos (…) Esta afirmación parecerá chocante, pero [quizá] podría demostrarse que la verdad es inherente al alma humana desde su origen y que sólo su formulación cambia con el tiempo, a medida que el espíritu se vuelve más consciente” (La divinité, París 1971, p. 31).


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