miércoles, diciembre 17, 2008

Felix Arbolí, Amarga experiencia en los salones de baile

jueves 18 de diciembre de 2008
Amarga experiencia en los salones de baile

Félix Arbolí

E RA comienzos de los años cincuenta cuando yo “atrenicé” en la estación madrileña de Atocha dispuesto a comerme el mundo y conquistar el “Everest” del periodismo y la literatura, más lleno de ilusiones que de experiencias. Venía de una Andalucía, entonces tierra de María Santísima, donde el párroco tenía más autoridad e influencias que el propio alcalde de la localidad y los bailes eran celebrados en el casino y centros oficiales en determinadas fechas o en esas fiestas que se celebraban a favor del llamado ropero parroquial, que jamás pude averiguar a qué ropero se referían si al del párroco y coadjutores o al de los pobres de la parroquia. No obstante, como estamos en Navidad, le daré un punto de favor a lo segundo. En tales casos, los bailes eran presididos o presenciados por el cura, más atento a medir las distancias entre la pareja que a la música que salía del tocadiscos prestado para la ocasión por don Ramón el farmacéutico. Lo más normal que se oía en estos saraos y los verbeneros eran los pasodobles, sevillanas, alegrías gaditanas y las coplas de la Piquer, Estrellita Castro, Juanita Reina, Marifé de Triana, -que era una belleza-, Conchita Bautista, -mi apreciada y gran amiga-, Antonio Molina, etc. Miguel de Molina, el más excepcional de los “copleros” de la época, tuvo que exiliarse a Buenos Aires por motivos políticos, si no quería tener que ponerse dentadura postiza completa. Estas canciones eminentemente españolas, alternaban con el elegante vals, algunos tangos, rock y pop, junto a los boleros y el foxtrop, -“paso del zorro” -, que acaparaban el protagonismo en las pistas..

Eran años de escasez económica, alimenticia y libertades sentimentales. Ni los novios podían ir cogidos de la mano durante el paseo, ya que las cotillas de sacristías estaban pendientes de cualquier alteración de la “moral”, para que adulterándola a su manera, informaran sobre los réprobos al pastor de almas y de cuerpos. Hubo en la Isla de San Fernando un novio, al que yo conocía, que al preguntársele por qué iba tan separado de su novia, contestaba serio y con toda naturalidad que era para dejar ese espacio al Ángel de la Guarda y evitar las tentaciones. A los tres meses de relaciones iba ya tan encima ella de él, que los guasones de turno decían que al pobre ángel lo tendrían asfixiado.

Viniendo de ese “paraíso terrenal”, donde “to er mundo era güeno” y cualquier desliz “era pecao”, mi contacto con Madrid me causó un impacto tremendo. De golpe se derrumbaron las murallas de mi Jericó interior y me encontré ante un ambiente totalmente diferente al que había dejado. Aquí no solo no estaba mal visto ir cogido de la mano, ni del brazo de la chica que te gustaba o con la que salías, sino que la podías besar tranquilamente, sin miedo al que dirán. Eso sí, procurando que no te “cazara” en esos momentos amorosos uno de los “grises”, como se llamaba a la policía de entonces, porque podría dormir en el calabozo o reprenderte públicamente, ante el consiguiente azoramiento de la chica que sólo intentaba liberar brevemente sus sentimientos. “En esos tiempos todos se empeñaban en velar por la salvación de nuestras almas”. Hoy se empeñan en mandarnos a todos al infierno, del que hasta nos ofrecen sufrirlo por anticipado. Recuerdo que fui a pasar un domingo con una chica al río, creo que se trataba del Alberche, (aunque en este caso yo no creyera que era mocita, como la de la copla), y nos sorprendió un guarda jurado besándonos. Simplemente besándonos en ese preciso instante. Poco faltó para que nos paseara públicamente con una letra escarlata sobre el pecho. ¡Vaya filípica con tan mal humor que nos lanzó este individuo!. Como si fuera el padre de la criatura o el representante del Vaticano en esa zona. Pero comparado con el ambiente que se vivía en Andalucía, Madrid era una especie de Gomorra en pequeña escala. .

En aquella época, aunque parezca exagerado, la mujer de esta Villa y Corte tenía su propia personalidad, estilo, forma de vivir y manera de conquistar sin supeditarse a desfasadas consignas y criterios. Las distancias hacían muy difícil la vigilancia familiar. Lo más frustrante para mi era ir a una discoteca con los amigos, porque me daba cuenta que mi manera de bailar no estaba muy en consonancia con las tendencias modernas. Me gustaba mucho el baile, pero no había tenido muchas ocasiones de practicarlo adecuadamente. Aquí no había curas presidiéndolos, madres cotilleando y chicas cohibidas que aunque lo estuvieran deseando, te empujaban suavemente cuando intentabas acercarte más de lo permitido. Me convertí de momento en una especie de paleto encorbatado que pisaba más que giraba en las pistas, por lo que tuve que dejarlo para no caer en el ridículo o provocar el cabreo de mi pareja. . .

Pasando una de las veces por la calle del Príncipe la vi por casualidad. Era la academia de bailes de salón “J´Hay”, según anunciaban en su fachada. Junto a ella, en el número 14, estaba el Teatro de la Comedia donde una placa recordaba, aunque me figuro que ya habrá desaparecido, que en ese lugar, el 29 de octubre de 1933, José Antonio Primo de Rivera, pronunció el discurso fundacional de Falange Española de las JONS. Yo frecuentaba bastante esta zona, no sólo por su proximidad con la calle Echegaray, entonces pleno centro de marginados, bohemios y las llamadas “mujeres malas”, esas que fumaban y demás, sino porque en la acera de enfrente, se hallaban las Cuevas de Sésamo, un bar artístico y literario, donde convocaban un premio de cuentos, que tenía bastante relevancia. Iba con cierta frecuencia y allí conocí a la desaparecida y simpática Laly Soldevilla y a su marido y a Marisol Ayuso y su hermana, que eran dos auténticos bombones. Una rubia y otra morena, que llamaban la atención y paraban hasta la respiración. Hoy no la reconozco en la serie televisiva “Aida”, que interpreta y a veces veo.

El miedo al ridículo me impedía salir a la pista en las discotecas, como no fuera con una chica de mucha confianza y esta circunstancia me decidió a subir las estrechas escaleras de madera de esa academia de baile. Estaba en el primer piso y aunque su interior era confortable y denotaba cierto lujo, su fachada se hallaba algo deteriorada, como casi todos los edificios de esa zona en aquellos tiempos del cuplé y nunca mejor dicho esto, ya que entonces Olga Ramos iniciaba su carrera artística en el café Universal de la Puerta del Sol, donde algunas mañanas la oía mientras tomaba café y leía la prensa, acompañada por su inseparable pianista y amiga. ..

A mi llegada a la academia me atendió una señorita muy amable, bastante alta y de buena figura, -nada extraño ante el continuo ejercicio físico al que se hallaba sometida-, llamada Angelines, aunque para mí se convirtió en un auténtico ángel, tanto es así que permanecíamos más tiempo conversando y contándonos nuestras cuitas y aventuras que practicando el baile. Había otra morenita, más baja y pizpireta, facilona y alegre que se llamaba Pilar, a punto de casarse, que le gustaba lanzarme órdagos y envites con excesiva frecuencia y facilidad. Me convertí en el alumno mimado de la academia por ser el más joven, –veinte años-y caerles simpático, hasta el extremo de que su propietario, don Jorge J´Hay, -casi un calco del actor James Cagney, en físico y estatura-, me invitaba con bastante asiduidad a su sala de fiestas de igual nombre, que era una de las más punteras y selectas de la noche madrileña, situada en plena Gran Vía. En aquellos tiempos, principios de los cincuenta, me costaba una hora diaria de clase, excepto sábados y festivos, quinientas pesetas mensuales. Cantidad con la que uno podía pagar la pensión y la comida de todo el mes. El tango, con sus difíciles y vistosos pasos era uno de mis preferidos y más bailados.

Estuve unos meses en la academia, más por alternar con mis jóvenes maestras que por perfeccionar mis pasos sobre el suelo de madera. Por las tardes, en un salón grande cuyos ventanales daban a la calle, se podía bailar a base de tocadiscos con jóvenes y maduritas, mediante tickets para diez bailes que se compraban por quince pesetas. (Para que puedan hacerse una idea, el bocadillo de calamares costaba dos pesetas y los mejores eran los del bar Noviciado en la calle de San Bernardo. Esa fue mi única comida durante todo el día años más tarde). Ni que decir tiene que en esa época de restricciones, moralinas y falsas apariencias los clientes más numerosos y asiduos eran señores mayores, capaces de soportar ese gasto, buscando el posible ligue o morreo aislado de miradas inoportunas y algún que otro salido y descerebrado que se lanzaba al manoseo y apretujón hasta donde le permitían. .

Allí conocí a Teresa. Era morena, guapa a rabiar y con una figura que hasta hoy con tantas liposucciones e implantes, llamaría la atención. Era una preciosidad de criatura. Con ella intentaba bailar el mayor número de veces, aunque me costara la cena de cada día y el paquete de tabaco. Daba la impresión que ella sentía también algo especial por mí. Me lo creí y lo pagué con creces. Había un tío joven y con muy mala pinta, achulado y amigo de estrujarse con la chica hasta el no va más, que andaba como loco detrás de ella. Normal. Me contaba que la acosaba, la molestaba con sus apreturas y le resultaba insoportable oír las provocaciones que le lanzaba mientras bailaban. Dispuesto a salvarla de su acosador, procuraba acapararla al máximo, aunque me excediera del presupuesto destinado a ese fin. Un día, no pudiendo contenerme más y enamorado como un cadete de esa “diosa” humana, la invité a que pasara el domingo conmigo. Ella accedió, pero me indicó que como tendría que faltar al trabajo, para que no le riñeran o pudieran echarla, tendría que adquirir los boletos que calculaba gastaría en una jornada dominical. Ajustándolo por encima, me suponía trescientas pesetas. No queriendo privarme del placer y la ocasión de tenerla a mi lado durante todo el día, acepté y le compré los bonos domingueros.

Ese día estaba como un crío cuando amanece el día de Reyes. Deseando que llegara la hora de encontrarnos a solas fuera del salón de bailes. Al vernos me indica que quiere ir a misa y comulgar. No me opongo, todo lo contrario, me gusta y anima esa idea. La acompaño en ambas cosas, agradecido a Dios por tanta felicidad. Pasamos todo el día juntos. Durante la mañana la acompañé a dos visitas, ya que me dijo que era Practicante, (entonces no eran llamadas ATS). Mientras ella realizaba su trabajo, por cierto bastante duradero, yo la esperaba en la puerta. Comimos en un restaurante, dimos un paseo en barca por el Retiro a petición de ella, nos sentamos en una terraza para merendar y nos contamos nuestras vidas con toda clase de detalles, -al menos la mía, la de ella ahora lo pongo en dudas, así como sus paradas domiciliarias, que no sé a qué obedecerían en realidad-, y cuando le propongo que fuéramos al cine, al teatro o a bailar en algún sitio, lo que deseara, me dice que antes debe pasarse por la academia para entregar los bonos y cobrarlos ya que era obligatorio hacerlo en el día. Acepto resignado y me pide que la espere en la puerta para evitar habladurías; que bajaba enseguida. Así lo hice. Mientras ella arreglaba sus asuntos, pensaba lo mucho que debería sufrir esta chica teniendo que soportar al tipo ese tan repugnante, después de haber sido testigo de sus condiciones morales y sentimientos religiosos. Me dolía saber que estaba obligada a soportarlo, mientras no hiciera algo públicamente incorrecto u ofensivo que la permitiera negarse a bailar con él o denunciarla a la dirección. .

La espera se prolongó una media hora larga. Ya estaba algo nervioso por esta tardanza, cuando oí voces y pasos bajando las escaleras. Supuse que era ella y acerté, pero casi me da un infarto al verla aparecer feliz y sonriente acompañada por el individuo del que tanto despotricaba. Iban cogidos de la mano y al pasar ante mí él la rodeó con sus brazos y la besó. Ella ni me miró, ni se inmutó lo más mínimo. Como si no nos conociéramos de nada. No encuentro palabras para expresar lo que sentí, pensé y sufrí. Fue uno de los momentos más amargos y crueles que he pasado. Sentía un nudo en la garganta que me ahogaba e impedía que se escapara la catarata de lágrimas por la rabia, el dolor y la humillación que sentía en esos instantes. No volví más por la academia y me costó mucho volver a bailar, ya que me acordaba de esa mujer que encendió por la mañana una vela a Dios y por la noche se la ofreció al diablo, hiriéndome profundamente sin haberle dado el menor motivo para ello. Encontré el desahogo en las que dicen que son “malas”, pero me demostraron que tenían mejores sentimientos que algunas de las que frecuentaban la iglesia los domingos y se acercaban a comulgar.

http://www.vistazoalaprensa.com/firmas_art.asp?id=4965

No hay comentarios: