martes, septiembre 16, 2008

Velentin Puig, El mal gusto llega a palacio

El mal gusto llega a palacio

VALENTÍ PUIG

Martes, 16-09-08
EL reciente «revival» de María Antonieta no habrá bastado para proteger a Versalles de las desventuras de nuestro tiempo. En la inigualable magnificencia del palacio de Versalles se expone ahora la obra de Jeff Koons, perpetrador ultramoderno de artefactos que aspiran a la condición más banal, un «kitsch» deliberado que ha logrado estar de moda y cotizarse mucho. «El kitsch» consiste en la edulcoración chillona o almibarada del mal gusto, lo cutre elevado a obra de arte a sabiendas de su insignificancia agrede. Koons diseña conejos o langostas hinchables que su equipo técnico luego fabrica en serie. Su escultura de un corazón gigante se ha vendido por casi veinticuatro millones de dólares. En la sociedad del desperdicio, el valor estético es una brújula enloquecida. La multiplicidad de lo vulgar aparca en los salones y jardines del «château» del Rey Sol. Larga vida al rey del «kitsch».
Un viejísimo orden respira su inextinguible grandeza en Versalles, incluso para quienes ignoran lo que fue el «Grand Si_cle» o, luego, la Bastilla. Se desvaneció el absolutismo, cambió el mundo pero a nadie deja de fascinarle la pura armonía de Versalles. Tantas cosas han desaparecido, pero en los salones, jardines y grandes estanques de Versalles una página de la Historia ha quedado escrita con caligrafía perfecta. Esa majestuosidad genera una nostalgia imposible y por eso uno se pregunta si no había otros ámbitos para exponer la disparatada estética de Jeff Koons, tan fungible, inane y sinsentido. Esta crítica podrá considerarse elitista. ¿Y por qué no? Pero hay más: la decisión de exponer ahí los abalorios «kitsch» de Koons -altamente cotizado- implica o bien el deseo de provocación o bien de equiparar lo más nuevo de hoy con lo mejor de anteayer. Los muchos espejos de Versalles reflejan en directo la crisis del arte y el descrédito de las vanguardias.
Es de todos sabido que el valor del arte contemporáneo deriva de un peculiar consenso al que contribuyen conservadores de museos, coleccionistas, críticos y galeristas. Incluso el Estado cultural ha sido involucrado en ese consenso. Koons es su paradigma descocado. Ahí le tenemos, en Versalles, publicitando su obra al sugerir las sensaciones del Rey Sol de despertarse un día y, camino de su augusto desayuno, topar con una langosta de aluminio rojo. ¿Para cuándo la serie de latas de sopa «Campbell´s» de Warhol alineadas en los rincones de Yuste, donde posó la mirada sabia de Carlos V? ¿Para cuándo grafitteros en el museo del Prado? Los inspiradores de la trasgresión más novedosa dirán que todo consiste en que épocas lejanas dialoguen entre sí. Dadaísta tardío y antes «trader», Koons ya tiene su «Autorretrato» ubicado entre los retratos de Luis XIV y Luis XV en Versalles. En la antesala de la alcoba de la Reina expone varias esculturas de aspiradoras, porque tienen «algo de útero». En las subastas de arte, sube como la espuma.
Si Koons tuvo por musa a Cicciolina, algo muy grave ha sucedido en esos últimos siglos para que María Antonieta pase directamente a la sección de congelados. Entre los invitados a la inauguración de Koons, no faltaban multimillonarios rusos, mecenas de lo novísimo que han relevado a los magnates japoneses que compraban pintura post-impresionista. La ventaja de Koons es que para entender sus obras sobran la sensibilidad o el sentido histórico: basta con pagar y llevárselo a casa. Al pugnar con Nueva York por representar la vitalidad del nuevo arte, París recae: es la «France qui tombe», con una literatura exangüe y una pintura de segunda mano. Lo que representa Jeff Koons carece de sentido de la responsabilidad estética y moral. Es, estrictamente, una forma de pillaje económico. No era para eso que Versalles supo sobrevivir a guerras y destrucciones. El crítico Jean Clair se pregunta a menudo cómo es posible que, entre todas las ideologías del siglo XX, la vanguardia sea la única que no ha sabido afrontar la crítica. Lo cierto -dice- es que, institucionalizada y funcionarizada, auténtica querida de los programas ministeriales de desarrollo cultural, aún pretende encarnar el espíritu de insumisión ante el poder establecido. En Versalles, la ilimitada vacuidad y descaro de Koons dan fe de que esas cosas incluso van a más.
vpuig@abc.es

http://www.abc.es/20080916/opinion-firmas/gusto-llega-palacio-20080916.html

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