martes, septiembre 23, 2008

Pedro J. Ramirez, El guillotinado que murio feliz

El guillotinado que murió feliz

Domingo, 21 de Septiembre de 2008

Por Pedro J. Ramírez, director de El Mundo (EL MUNDO, 21/09/08):

Cuando Zapatero compareció inesperadamente ante la prensa el martes por la tarde en uno de los salones del Congreso no para anunciar ninguna nueva medida de política económica sino para expresar su mal disimulada satisfacción ante el hecho de que «ya nadie puede negar que la crisis tiene su origen en los Estados Unidos», no pude por menos que recordar el genio y la figura del diputado Jean Baptiste Salle cuando iba a ser guillotinado el 19 de junio de 1794 en Burdeos.

Vaya por delante que siempre he admirado a los llamados «girondinos» tanto por el racionalismo de sus actitudes políticas como por el espíritu estoico con que afrontaron la muerte en el cadalso. Algo aplicable por igual a los ejecutados en París tras el simulacro de juicio por el Tribunal Revolucionario como a los que optaron por ocultarse tras la proscripción y fueron capturados más adelante. Fue precisamente en su escondite donde Condorcet escribió sin un solo libro de documentación su obra más ambiciosa: Esbozo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. Eso sí que era ponerle al mal tiempo buena cara.

El caso de Salle -diputado por el departamento de la Meurthe- fue de los más azarosos pues, tras intentar en vano formar un ejército digno de tal nombre para marchar contra los jacobinos desde Bretaña, prosiguió la huida en barco junto a un grupo de correligionarios del que formaba parte nuestro abate Marchena. Desembarcó cerca de Burdeos y terminó escondido en un hueco oculto bajo el granero de la casa que el padre de otro diputado prófugo, Elie Guadet, tenía en el vinícola pueblo de Saint Emilion, a la sazón rebautizado por los vencedores del golpe de Estado contra una parte de la Convención como Emilion-la Montagne.

Salle tuvo tiempo de escribir en ese zulo una obra de teatro en elogio de la asesina de Marat Carlota Corday y estaba emprendiendo otra sobre la entrada de su detestado Danton en el infierno, «tenant avec lui sa tête entre ses bras», cuando Guadet y él fueron descubiertos y enviados al cadalso. Sólo le dejaron pergeñar una carta de despedida a su mujer en la que le contaba cómo había intentado suicidarse, pero la pólvora de su pistola estaba en malas condiciones, y cómo subiría «con tranquilidad» los peldaños del patíbulo.

No sólo cumplió esa promesa sino que, cuando iba a caer sobre su cuello la hoja fatídica de la guillotina, el mecanismo se atascó y ello dio lugar a esa inaudita situación cuyo relato no puede dejar indiferente a nadie. Comoquiera que el verdugo no terminara de entender cuál era el problema e incluso hiciera amago de resolverlo erróneamente, Salle que -fiel al espíritu de la época- aunaba la afición a la mecánica con el amor a la filosofía, se incorporó y explicó tanto lo que fallaba en el sistema de poleas y contrapesos como la manera de arreglarlo. Luego volvió a meter la cabeza en la ventanilla y aguardó su último afeitado con una beatífica expresión. Era la satisfacción de comprobar cómo los hechos le daban la razón, de acuerdo con el principio panglossiano de que «siendo éste el mejor de los mundos posibles… todo problema tiene su correspondiente solución».

Salle creía haber rendido así un último servicio a la Humanidad, demostrando la superioridad de su método analítico sobre el tosco empirismo del verdugo. Equivalente fue la irreprimible alegría de nuestro jefe de Gobierno al ver avalada por los descalabros de Wall Street su tesis de que nuestras agonías son producto de la desregulación de los mercados durante la Administración Bush. Se trata del haz de una moneda en cuyo envés yo colocaría la declaración del nieto de uno de los comunistas fusilados por la propia República, tal y como aparecía recogida el pasado domingo en Crónica: «A nuestra familia no nos queda ni el consuelo de que fuera ejecutado por Franco como el resto de los republicanos». Sí, sí… han leído ustedes bien: el tipo dijo «consuelo».

Como Esperanza Aguirre, yo también me rebelo frente a ese relativismo que en definitiva supedita la valoración de los efectos a una interpretación maniquea de las causas. Siempre he pensado que existe una ética de la objetividad como baremo para interpretar lo que nos pasa. Por muy subjetivos que sean los caminos para acercarnos a los hechos, una ejecución extrajudicial siempre será un crimen execrable independientemente de cuál sea la coartada ideológica del bando que la cometa, y las consecuencias de un seísmo financiero resultarán igualmente nefastos para la economía independientemente de que tenga uno o varios epicentros y de dónde estén situados.

Distinguir entre un asesino malo (Franco) y un asesino bueno (la República), entre una recesión originada por el capitalismo salvaje norteamericano y una recesión fruto del empeño de un gobierno de izquierdas en fomentar el acceso del mayor número posible de españoles a la propiedad de la vivienda, linda entre lo patético y lo estéril. Puede haber familias con ese grado de fanatismo, pero no creo que para la viuda y los hijos de Jean Baptiste Salle fuera ningún alivio saber que la víctima le había enseñado al verdugo cuál era la mejor forma de ejecutarle. Y menos aún que hubiera demostrado a la vociferante concurrencia que era él quien sabía cómo funcionaba la guadaña.

Cuando veo a Raúl Rivero, rescatado de las cárceles castristas, a menudo pienso en nuestro colega el difunto Jacobo Timmerman -cordial e irónico como él-, rescatado de las cárceles de Videla. Un periodista en prisión es un periodista en prisión al margen del color de los barrotes de su celda. El sufrimiento humano siempre es eso: sufrimiento.

Por eso la memoria histórica de una nación no debe ser nunca selectiva. En todo caso el filósofo, el sociólogo y el historiador podrán centrarse en el debate de las causas remotas de las cosas, pero el gobernante no tiene derecho a perderse por esos cerros de Ubeda más allá de lo imprescindible para emitir un diagnóstico y aplicar el remedio. Su misión no consiste en demostrar su superioridad dialéctica sobre la oposición o la prensa crítica, sino en resolver los problemas de la gente.

A quienes han perdido su empleo, a quienes no pueden pagar la hipoteca y llegar a fin de mes, a quienes han visto volatilizarse una parte importante de sus ahorros invertidos en la Bolsa, les importa bien poco que la culpa sea de Bush, de Trichet o de Solbes. Lo que quieren es recuperar cuanto antes su situación anterior y no pueden mirar hacia otro sitio sino hacia el Gobierno del país en el que viven y pagan sus impuestos.

La satisfacción con que en los sedicentes círculos progresistas se han acogido esta semana las catástrofes de Wall Street es equiparable a la exaltación de los valores militares por parte del oficial que solicita y logra mandar su propio pelotón de fusilamiento. ¿De qué le serviría a Zapatero grabar en su lápida «yo estaba en lo cierto» si su falta de respuestas a la crisis le sepulta en una tumba de impopularidad y desprestigio de la que no pueda levantarse nunca?

No seré yo quien celebre que eso ocurra si es a costa del hundimiento previo de toda expectativa de bienestar para los españoles. Jugar al «cuanto peor, mejor porque antes se marchará este tío» es tan inútil como conformarse con poder echarle la culpa de tus males al adversario. Y encima en ambos casos la estimación es falsa. Ni Zapatero caerá antes del fin de la legislatura por muy mal que vaya todo, ni esa atribución monolítica del origen de nuestra gangrena económica a los tumores detectados en Wall Street responde a la verdad.

La explicación profunda de lo que está ocurriendo la han dado al alimón el Papa y el Nobel de Economía Joseph Stiglitz. Se resume en una palabra tan vieja como la condición humana: codicia. Gandhi explicaba en un sonoro pareado que la Tierra proporciona recursos suficientes para satisfacer cualquier necesidad básica de sus habitantes (need), pero siempre se quedará corta a la hora de afrontar su codicia (greed).

El problema de fondo es que para extirpar un mal inherente a la esencia de la especie no basta con catalogarlo entre otros pecados capitales igualmente tentadores. La percepción generalizada en nuestra sociedad es la que el guión de la premonitoria película Wall Street ponía en boca de uno de sus autodenominados «amos del universo»: «La cuestión es, señoras y señores, que, a falta de una palabra mejor, la codicia es buena. La codicia está bien. La codicia funciona».

Lo que ocurre es que, aunque en cada transacción individual siempre que hay alguien que gana hay alguien que pierde, cuando hablamos de las consecuencias del funcionamiento del mercado en su conjunto puede suceder que la resultante final sea la prosperidad general o la ruina colectiva. Por eso hacen falta leyes, límites y regulaciones que estimulen el buen uso de la libertad económica. Si decimos que el Estado no debe ser juez y parte de la vida económica es porque le atribuimos un importante papel arbitral contra los monopolios, el dumping, la información privilegiada o el empaquetado de productos financieros tóxicos.

Sólo en momentos de emergencia como éstos puede y debe abandonar su neutralidad. Hasta los liberales más doctrinarios reconocen que el Estado tiene como finalidad la preservación no sólo de la vida sino también de la hacienda de los ciudadanos, y hoy en día esto hay que entenderlo como algo más que la protección frente al robo a mano armada.

Claro que el Gobierno norteamericano debió impedir que los bancos y aseguradoras concedieran hipotecas basura y las revendieran con ingenio y habilidad dignos de mucha mejor causa. Pero por la misma regla de tres el Gobierno español debió impedir que los bancos españoles, y no digamos nada las archipolitizadas Cajas, concentraran sus riesgos en el sector inmobiliario, otorgaran préstamos basados en la ficción de que el valor de las viviendas seguiría subiendo eternamente y encima se financiaran en tan gran medida con ahorro exterior.

Que el Reino de España no haya podido colocar una emisión de deuda pública este verano y que el diferencial con el que haya que retribuir a nuestros bonos sea ya de medio punto respecto a los alemanes no tiene desde luego nada que ver con la ligereza de Bush y sus neocon. Y escuchar a estas alturas a Solbes que si hubiera dependido del Banco de España los tipos habrían estado más altos en los años de bonanza y estarían ahora más bajos es como contemplar las lágrimas de Boabdil tras la pérdida de Granada: ¡Llora como ministro de Hacienda lo que no supiste defender como vicepresidente económico porque tenías instrumentos de sobra para haber compensado ese autismo del Banco Central Europeo con medidas que impidieran la formación de la descomunal burbuja inmobiliaria y encauzaran de manera distinta el ahorro de los españoles y el propio negocio bancario!

A quienes hemos tenido delante al señor Luis del Rivero con su servilleta incorporada exhibiendo el apoyo de La Moncloa para convertir su imperio del ladrillo en plataforma de asalto al BBVA, no nos puede venir ahora Zapatero con la irreprochable premisa de que el Gobierno no está para sacarles las castañas del fuego a quienes se han enriquecido de forma inconveniente para España. Lo único peor que el pirómano que se transforma en bombero -tal y como certeramente dice Rajoy que hace ahora Zapatero al incumplir el Estatut en materia de financiación- es la actitud de quien contempla indolente el avance del fuego y prefiere enzarzarse en la discusión de si su origen fue la colilla que él mismo se dejó encendida o aquel rayo del cielo que cayó sobre un rastrojo.

Cuando las llamas avanzan a la velocidad con que lo están haciendo en España -véase el paro, véase la morosidad, véase el consumo, véanse las quiebras, véase el acojone general- ya no es hora de dirimir si son galgos o podencos. Es momento de actuar y en eso sí que los Estados Unidos parecen a punto de enseñarnos el camino con un gran acuerdo nacional entre republicanos y demócratas para adoptar medidas de emergencia que devuelvan la confianza a los mercados. El liberalismo es esencialmente antidogmático y si el Estado dispone de recursos para afrontar una situación límite como ésta debe emplearlos. A quienes le reprochaban haber suspendido el habeas corpus en tiempo de guerra -encarcelar a alguien no es lo mismo que matarle-, Lincoln les contestaba que el primer objetivo de toda democracia es su propia supervivencia. Quien tanto alardea de cintura no debe reservársela para el baile de salón.

Por torpe que haya sido su formulación, eso no vuelve menos pertinente la propuesta de Díaz Ferrán de que el ICO restablezca la liquidez de los mercados garantizando o aparcando activos bancarios bajo sospecha. Pero, claro, algo así no puede hacerse a palo seco, entre otras razones porque sería sólo pan para hoy y hambre para mañana. A corto plazo será inevitable también reanimar la actividad de la construcción como única vía realista para mantener hoy por hoy la ocupación laboral. Y ayudar a quienes se encuentren colgados de la brocha de la hipoteca habiendo perdido la escalera de su puesto de trabajo.

Lo esencial será en todo caso acompañar esos balones de oxígeno con medidas estructurales que impliquen un cambio de modelo hacia bases más sanas vinculadas con la productividad y por lo tanto con la eficiencia tecnológica y la excelencia en la capacitación profesional.

Si a Zapatero le parece que su ministro y amigo Sebastián, los dirigentes del Círculo de Economía y las Cámaras de Comercio o yo mismo somos unos «nostálgicos» por propugnar unos nuevos Pactos de la Moncloa, pues que rebautice el empeño con otro nombre y diga que se le ha ocurrido a él solito mientras volvía de Turquía. Pero que, más pronto que tarde -desde luego antes de terminar de atarse las manos con un Presupuesto totalmente irrealista-, convoque a Rajoy y a los demás y orqueste un paquete consensuado de grandes remedios para los grandes males que nos afligen.

Cuando el fundamentalista y siempre divisivo Bush ha sido capaz de pedir ayuda y ofrecer un pacto a los demócratas a mes y medio de las elecciones presidenciales, ¿va a resultar aquí que el profeta de la deliberación y el buen talante no es capaz de dar su brazo a torcer y prefiere seguir utilizando una economía que se viene abajo como cuadrilátero de confrontación con el PP cuando quedan más de tres años para unas nuevas generales?

No podemos consentirlo, señor presidente, porque en la ventanilla de esta guillotina el que está no es su cuello sino el de todos nosotros.

http://www.almendron.com/tribuna/22222/el-guillotinado-que-murio-feliz/

Gentileza de Tribuna Libre

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