martes, septiembre 02, 2008

Manuel de Prada, Confesiones publicas

martes 2 de septiembre de 2008
CONFESIONES PÚBLICAS

En uno de esos aquelarres electorales que tanto gustan a los americanos, los candidatos Obama y McCain, entrevistados por el pastor evangélico Rick Warren, han confesado sus miserias juveniles. Así, hemos sabido que Obama fue en su juventud «un egoísta que no pensaba en los demás»; y que este narcisismo o ensimismamiento ególatra lo condujo a esnifar alguna raya de cocaína. McCain, por su parte, ha reconocido que, después de sufrir cautiverio en Vietnam, fue infiel a su mujer. No es la primera vez que un político americano nos obsequia con estos cochambrosos paisajes interiores: todos recordamos a Bush declarando que en su juventud le había dado al jarro; y, sobre todo, recordamos aquel rocambolesco episodio de alcoba (o de despacho oval) que Clinton protagonizó con la becaria Lewinski, que a pique estuvo de costarle la presidencia.

Al votante americano la revelación de estas escabrosidades o menudencias lo reconforta por partida doble: por un lado, comprueba que sus mandatarios están sometidos a las mismas debilidades que cualquier hijo de vecino; por otro, considera que así la sinceridad del mandatario en cuestión queda probada, y que por lo tanto es persona fiable a la que puede votar sin recelos. El mandatario que oculta esas escabrosidades o menudencias, en cambio, se convierte de inmediato en sospechoso de cualquier otro vicio o lacra. Este modelo de sinceridad chirriante, que tan grotescas manifestaciones propicia en la política americana, triunfa en los países de tradición protestante, donde basta que un gobernante eche una canita al aire para que todo su prestigio político se desmorone y se vea obligado a dimitir. En países de tradición católica el modelo aún carece de arraigo, pero ya ha habido algún carroñero que ha tratado de trasplantarlo. Con resultados estériles por el momento; pero todo se andará.

Naturalmente, estas confesiones públicas tan compungidas y grandilocuentes ocultan un fondo de fétida hipocresía. Parece más bien inverosímil que el mayor desliz que en su vida hayan cometido Obama y McCain consista en esnifar cocaína o poner los cuernos. Pero, aun suponiendo que en efecto así sea, ¿qué consiguen sacando veinte o treinta años después esos trapos sucios y exponiéndolos en tendedero público? Consiguen, por supuesto, votantes: sus asesores de imagen les habrán dicho que nada estimula tanto la simpatía hacia el político como la percepción de que, bajo su fachada impoluta, esconde vicios o defectos que otros muchos también esconden; y esa identificación resulta consoladora para esos otros muchos, que así dejan de sentirse miserables por cultivarlos. Lo que en apariencia parece reconocimiento paladino y contrito se convierte, a la postre, en búsqueda de complicidad demagógica: yo no soy malo por haberme emborrachado, de modo que vosotros que os emborracháis tampoco lo sois. Mal de muchos…

Pero estos raptos de sinceridad chirriante, más allá de su burda naturaleza demagógica, ilustran otro fenómeno muy propio de nuestra época. Obama y McCain, cuando declaran a la masa amorfa de sus votantes estos deslices juveniles, no buscan el perdón; en realidad, si hubiesen sido perdonados, o si anhelasen el perdón, no necesitarían contar esas paparruchas en público. Les ocurre como a los frikis televisivos que acuden a uno de esos programas de charcutería gruesa a airear las pestilencias de su vida íntima; las airean porque no las han expiado, y confunden ese aireamiento con el perdón. En el fondo, estas actitudes exhibicionistas son una expresión farisaica de la banalización del mal propia de nuestra época, que niega el misterio de la expiación. Y ese misterio nos enseña que no bastan nuestras pobres fuerzas para superar el mal causado; se requiere un concurso sobrenatural, se requiere comprometer nuestro corazón en una tarea purificadora mucho más honda que una mera confesión pública. Quien puede cargar con nuestras culpas, sin embargo, no vota en las elecciones. Decía Chesterton que, de todos los rasgos decadentes de la modernidad, no hay ninguno más amenazador y peligroso que la exaltación de los asuntos más nimios y secundarios frente a los más graves y primordiales, frente a los lazos eternos y a la trágica moralidad humana. La confesión pública de Obama y McCain, tan exhibicionistas de sus pecadillos de su juventud, tan incapaces de entender los lazos eternos del verdadero perdón, ilustra a la perfección este aserto.


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