jueves, septiembre 25, 2008

Jesus Prieto Mendoza, El brigada

El brigada

25.09.2008

JESÚS PRIETO MENDAZA| ANTROPÓLOGO. PROFESOR COLABORADOR DE LAS UNIVERSIDADES DE DEUSTO Y SALAMANCA

JOSÉ IBARROLAE l estruendo causado por la bomba que destrozó parte del nuevo edificio de la Caja Vital en Vitoria-Gasteiz me sobrecogía en la noche del pasado sábado. Horas más tarde la posibilidad de que hubiera ocurrido una masacre en la Comisaría de la Ertzaintza de Ondarroa me acercó a mis vecinos y amigos miembros de ese cuerpo, y me hizo pensar en lo que estarían sintiendo en ese mismo momento Toño y Begoña, los padres del asesinado ertzaina Jorge Díez Elorza.
Pero, sin pretender establecer clases entre los objetivos del terror, la muerte del brigada del ejército Luis Conde de la Cruz me ha llegado al alma; me ha hecho pensar en las jornadas que pasé hace muy poco, fruto de una investigación sobre movimientos migratorios, a bordo de la patrullera de la Guardia Civil 'Río Gallo', en las costas de Tenerife sur. Fueron días de vivencias extremas, de tragedias y de sufrimientos de gentes con piel oscura, pero también de manifestaciones de altruismo, de heroísmo y de solidaridad realizadas por los agentes del Servicio Marítimo.
De todas aquellas personas que me brindaron su comprensión, ayuda y apoyo, recuerdo especialmente a uno: al brigada Dávila.
Aquel hombre, gallego de origen y curtido en mil operativos, tanto en aguas canarias como en misiones en Senegal y Mauritania, representaba la bondad personificada. No sé por qué todos conocemos las distintas graduaciones del ejército: general, coronel, comandante, capitán, teniente, alférez, sargento y hasta el cabo es conocido para nosotros. Pero la figura del brigada, ese suboficial que se ubica entre el sargento y el oficial, es un grado casi desconocido socialmente. Mis recuerdos de la mili traen a mi mente a brigadas veteranos curtidos en mil destinos, muchos de ellos desempeñando labores no de intervención militar directa; esto es, trabajando en la armería, en el hospital militar, en servicios de intendencia o en la banda de música del regimiento.
Ellos eran 'mi brigada', una figura que por lo general no causaba ningún temor en nosotros, pues eran buenas personas.
Así es como recuerdo al veterano brigada Dávila, dándome todo tipo de explicaciones para mi investigación, preparándome un sabroso marmitako a bordo, regalándome con el gran tesoro de poder compartir su humanidad. Le recuerdo casi llorando con la tragedia de cada cayuco, le recuerdo hablando de aquellos rostros oscuros de grandes ojos blancos como si de sus propios hijos se tratara. Y al recordarle, rindo homenaje a este otro brigada al que han arrebatado para siempre de su mujer e hijo unos fanáticos a los que no me atrevo a calificar, pues nadie mejorará jamás la definición que de ellos dio Sandra Carrasco aquella tarde de infausto recuerdo en la plaza de Arrasate-Mondragón.
Porque debemos recordar de nuevo que tras el asesinato no pueden esconderse coartadas políticas. Quienes aprietan el gatillo y quienes dirigen u ordenan, quienes comparten y no justifican, quienes piensan que esto acabaría con el derecho a decidir de un pueblo, están reificando de nuevo la mentira que tantas veces denunciara el excelente escritor Amin Maalouf: «En el seno de una comunidad antes herida aparecen los cabecillas. Airados o calculadores, manejan expresiones extremas que son un bálsamo para las heridas patrias. Dicen que ya no hay que mendigar el respeto de los demás, un respeto que se les debe, sino que hay que imponérselo. Prometen victoria o venganza, inflaman los ánimos y animan a utilizar métodos extremos con los que quizás pudieran soñar algunos de sus afligidos hermanos. A partir de ese momento, con el escenario ya dispuesto, puede empezar la guerra. Pase lo que pase, los otros se lo han ganado, pues no debemos olvidar todo lo que hemos tenido que soportar desde el comienzo de los tiempos».
Ya hace tiempo que no me sirven las condenas estériles, no me consuelan, como ciudadano vasco de a pie no militante de ninguna opción política, las lágrimas de cocodrilo; no me sirve el que yo viva bien mientras otros muchos, como es el caso de Benja, mi compañero en el Berritzegune de Eibar, es acechado por la mafia vasca. ¡No! ¡Y mil veces no!
ecía Malcom X: «No importa cuánto respeto, no importa cuánto reconocimiento me tengan los blancos. Hasta que no nos lo tengan a cada uno de nosotros, es como si no me lo tuvieran a mí». Así estamos una vez más, sufriendo los embates de sangre y fuego de los miembros de nuestro particular Ku Klux Klan. Mientras nuestra clase política se arroja los trastos a la cabeza por el mobiliario urbano, por las obras de un tren o por los referendos que nos deben preguntar sobre si deseamos ser felices en una arcadia feliz, paraíso que hoy por hoy sigue tiñéndose de sangre.
Dicen los expertos en medicina que un cuerpo humano contiene aproximadamente cinco litros de sangre. Desde que ETA comenzó su terrible andadura, en este país se han derramado ya más de 10.000 litros de este líquido de vida.
Una cantidad más que suficiente para anegar y ahogar nuestras conciencias, nuestra libertad y nuestra vergüenza.
¿Para qué? Para terminar con las ilusiones de un modesto brigada al que olvidaremos pasado mañana. Para volver, después de los funerales y de las caras compungidas, a pensar en denunciar ante el Tribunal de Estrasburgo las conculcaciones de los derechos humanos que se cometen aquí por un quítame de aquí esas pajas competenciales.
Cuán profundo es a veces el vacío creado por años de infamia, cuán estéril es el odio que no se aplaca y cuán peligroso el fanático que crece sin que le hayamos dado nunca, jamás, una sonora colleja y le quitemos el tirachinas.

http://www.elcorreodigital.com/vizcaya/prensa/20080925/opinion/brigada-20080925.html

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