jueves, septiembre 25, 2008

Antonio Navarro Gisbert, La monarquía sin tópicos ni prejuicios (II)

La monarquía sin tópicos ni prejuicios (II)

De Alcolea (1868) a Cartagena (1931)

JOSÉ ANTONIO NAVARRO GISBERT

La batalla librada en el puente de Alcolea el 28 de septiembre de 1868 con el resultado de la victoria de los insurrectos, acaudillados por los generales Prim, Topete y Serrano, obligó a la retirada del ejército que defendía a Isabel II y propició la huida hacia el exilio de la reina. Se iniciaba el Sexenio Revolucionario.

26 de septiembre de 2008

La batalla librada en el puente de Alcolea el 28 de septiembre de 1868 con el resultado de la victoria de los insurrectos, acaudillados por los generales Prim, Topete y Serrano, obligó a la retirada del ejército que defendía a Isabel II y propició la huida hacia el exilio de la reina. Se iniciaba el Sexenio Revolucionario.

La rebelión había tenido su origen en un prolongado descontento contra Isabel II extendido a los ambientes populares, políticos y militares que hicieron de la soberana blanco de las críticas acerca de problemas de toda índole que amenazaban a España.

La conducta de la Reina estuvo siempre en el punto de mira de un amplio sector que objetaba su conducta en algunos aspectos entre castiza y casquivana. La extendida voz popular exponía a Isabel a chanzas, algunas de ellas con basamento real.

Ya con motivo del casamiento con Francisco de Asís de Borbón, hijo de Francisco de Paula, benjamín de los hijos de Carlos IV, a quien las Cortes de Cádiz retirarían el título de Infante por considerarlo hijo de Godoy y de María Luisa y no de Carlos IV, voces interesadas en la futura sucesión en el trono español se habían pronunciado claramente.

Pedro de Répide, en Isabel II, reina de España, da cuenta de que Inglaterra, dando por perdida su oposición al enlace con el candidato propuesto por los intrigantes Orleáns, «hizo constar en un documento diplomático estas palabras que demostraban la clarividencia de lord Palmerston, con quien no tardó en estar de acuerdo la propia Isabel II : «Inglaterra jamás dará su apoyo al enlace de Su Majestad con el Infante don Francisco de Asís, porque este príncipe está imposibilitado física y moralmente para hacer la felicidad privada de Su Majestad y la de la nación española.»

El mismo Pedro de Répide, en la citada obra, refiere la confesión que la propia Isabel II hará a su embajador en París: «¿Que te diré de un hombre que la noche de nuestras bodas vi que llevaba más puntillas que yo?».

En unas Memorias del conde Paul Vasil, según Melchor de Almagro San Martín, su autor sostiene que la reina repetía con frecuencia: «Ninguna mujer en el mundo ha sido más engañada que yo en su matrimonio. Yo busqué un hombre y sólo encontré un infante.».

En notable contraste con el actual heredero de la corona española, la educación de Isabel II, siguiendo a Almagro San Martín, «es inferior a la de cualquier muchacho no digamos de la aristocracia, sino ni siquiera de la clase media de hoy, que influirá ya siempre en los errores de su vida privada y pública […]; era desordenada, coqueta, caprichosa, dada a regodeos, despilfarradora, y tan inculta que ni siquiera sabía la más elemental ortografía».

La secuencia de amigos y amantes atribuidos a Isabel II tuvo su colofón en Carlos Marfori, que la acompañó al exilio.

Al contemplar la frialdad con que el pueblo veía partir a su reina, pudo afirmar ésta: «Creí tener más raíces en esta país.» Antes de cruzar la frontera con Francia, en la creencia de que su marcha sería pasajera, al oír la Marcha Real, lejos de sonarle a fúnebre, le propició valor para decir: «Todavía soy la reina de España y no abdicaré jamás».

No era ésta la opinión de los artífices de la Gloriosa, pomposo nombre con que se calificó al triunfante pronunciamiento que culminó en el puente de Alcolea. Uno de sus más conspicuos personajes, el general Prim, tras pronunciar un sonoro «Abajo los Borbones», redondeó posteriormente su grito con el célebre: «Borbones nunca jamás».

Se abría así una etapa para resolver la situación planteada. A Prim le correspondería el papel preponderante en la búsqueda de un candidato apropiado para una restauración monárquica en persona desvinculada de la dinastía reinante en España desde la proclamación como rey del nieto de Luis XIV, Felipe V.

El advenimiento de Amadeo de Saboya

El general Serrano, en su condición de regente, nombró a Prim jefe de gobierno desde cuya posición se entregó a la ingrata tarea de encontrar entre las casas reales europeas un candidato que resolviera el problema de instaurar una dinastía en España. Mientras un sector proponía al trono a Fernando de Coburgo, padre del rey Luis de Portugal, otro se inclinaba por el duque de Montpensier. La primera de las candidaturas no fue viable por el matrimonio morganático de Fernando con una bailarina, así como por la oposición a que pudieran unirse las coronas de España y Portugal. La de Montpensier encontró la férrea oposición de Prim a que regresara alguna de las ramas borbónicas.

En la búsqueda itinerante de Prim, éste ofreció la corona al duque de Aosta, hijo del rey de Italia y a Leopoldo de Hohenzollern. Ante el rechazo de ambos, Prim se inclinó por un sobrino del rey de Italia, el duque de Génova, cuya candidatura obtuvo la aprobación en Cortes, aunque finalmente el duque rechazó la oferta. Finalmente Prim ofreció nuevamente la corona al duque de Aosta, que para evitar un enfrentamiento con las potencias europeas exigió la conformidad de éstas, y así, el 26 de noviembre de 1870 era elegido en Cortes como rey Amadeo de Saboya. Un mes más tarde partió hacia España, justamente el mismo día que el general Prim caía en Madrid asesinado por manos misteriosas. Mal augurio para la nueva monarquía: esta aciaga circunstancia privó a Amadeo I de su brazo protector.

Las dificultades inherentes al enraizamiento de Amadeo en España le obligaron a abdicar en 1873. La Primera República que le sucedió, en el escaso periodo de once meses tuvo cuatro presidentes, hasta que el pronunciamiento del general Pavía dio paso a la Dictadura de Serrano, prolegómeno de la proclamación de Alfonso XII, hijo de Isabel II, en precipitada acción con otro general, Martínez Campos, aunque el artífice de esta Restauración fue Cánovas del Castillo. Junto a Sagasta se turnarían en el poder inaugurando un régimen de cierta estabilidad.

Se inicia la Restauración

La Constitución de 1876, sexta en lo que iba de siglo, fue la única que se perpetuó durante medio siglo, y aunque suspendida en 1923 por el golpe de Estado de Primo de Rivera, su abolición formal no se produjo hasta 1932 después de aprobada la Constitución republicana a finales de 1931.

Existe un criterio generalizado que juzga este periodo con la mancha del lastre del caciquismo, auspiciado por los dos partidos alternantes en la gobernación del Estado. Sin embargo, Gerald Brenan, en El Laberinto español, al enjuiciar la actitud de Cánovas es explícito: «Hombre político, Cánovas vio claro que España debería ser gobernada durante cierto tiempo por las clases altas del país, que eran desde luego, las únicas con las que se podía contar como apoyo y sostén del nuevo régimen. [...] Por esta razón hasta que la Monarquía ganase en fuerza y en prestigio, las elecciones deberían ser cuidadosamente controladas».

Apenas consolidadas las bases políticas de la Restauración, once años después de la entronización de Alfonso XII, moría éste, y conscientes de la necesidad de establecer la estabilidad que las circunstancias demandaban, Cánovas y Sagasta firmaron en El Pardo el pacto del mismo nombre en virtud del cual se establecía definitivamente la práctica de alternancia de los partidos conservador y liberal en el poder.

Sin embargo, el logro estabilizador de los dos prohombres de la Restauración tiene su contrapartida negativa en la pintoresca presencia del cacicato con verdaderos rasgos de institución. En la práctica sistemática de irregularidades sufragistas, una figura destaca con luz propia: el gran elector, Romero Robledo. Un juicio de Melchor Fernández Almagro dice de él que «sabía ganar difíciles batallas, sin doctrina, sin votos ni, muchas veces, con razón expuesta a cuerpo limpio, con limpieza de ingenio y de palabra». Como para figurar en cimera posición en los anales de la picaresca española.

Fruto de la alternabilidad de los dos partidos, en los diez años del reinado de Alfonso XII seis gobiernos se turnaron en el poder, y ocho en el transcurso de la regencia de María Cristina, viuda del Borbón restaurado, que se prolongó por diecisiete años, hasta la proclamación de Alfonso XIII como Rey.

El asesinato de Cánovas y la muerte de Sagasta supuso una atomización de las tendencias imperantes en sus dos partidos.

Alfonso XIII, rey de España

El 17 de mayo de 1902, día de su decimosexto cumpleaños, Alfonso XIII fue proclamado Rey de España. Desde las primeras andaduras de su reinado, destacó por su tendencia a participar en decisiones políticas que lo apartaban de lo que en puridad debería ser una Monarquía Constitucional en la que el Rey reina pero no gobierna.

El mismo día de su coronación convocó a los ministros en Palacio donde cumplieron éstos con la formalidad de presentar su dimisión, y después de cumplido el trámite y tras ser confirmados en sus cargos, Don Alfonso leyó el caso octavo del artículo 54 de la Constitución y declaró: «Como ustedes acaban de oír, la Constitución me confiere la concesión de honores, títulos y grandezas; por eso les advierto de que el uso de este derecho me lo reservo por completo». A lo que uno de los ministros, el duque de Veragua, respondió leyendo el párrafo segundo del artículo 49 de la Constitución: «Ningún mandato del Rey puede llevarse a efecto si no está refrendado por un ministro».

Si bien la materia era de relativa importancia, el breve diálogo suscitado encerraba toda una lección de derecho constitucional, que el soberano se pondría por montera en más de una ocasión.

Madariaga ofrece una pincelada de Alfonso XIII: «Por desgracia, no guiaba a la voluntad real una inteligencia preparada para sus tremendas responsabilidades; viva inteligencia, sin duda, pero su visión no iba más allá de un sincero y ardiente patriotismo; y en lugar de principios generales y de cultura mental y moral, el nuevo rey no aportaba al gobierno del Estado más que un modo de prejuicios formados en una tradición antidemocrática y antiparlamentaria».

Romanones, cuya fidelidad a Alfonso XIII le llevaría a ser un factor decisivo en el final de su reinado, abordando el lema de la instrucción que el soberano había recibido para afrontar los asuntos de Estado, dirá: «Lástima que no se aprovecharon los últimos meses de la regencia para que el Monarca viajara por el extranjero y conociera, sobre todo, aquellas naciones maestras en la práctica parlamentaria. [...] El cariño de la madre se impuso, y la reina no tuvo arrestos para separarse de su hijo».

Sin embargo, la interferencia que Alfonso XIII ejerció en la política puede justificarse por el desamparo en que quedó tras la desaparición de los dos parteros de la Restauración: Cánovas y Sagasta. Desamparado por éstos fue víctima de una camarilla palaciega que por su propio interés no fue capaz de evitar la interferencia real al margen de las posibilidades constitucionales. Ni Maura, ni Silvela, ni Canalejas, ni Dato…, a pesar de su valía personal y política, fueron capaces de enderezar una situación caracterizada por la inestabilidad crónica. Téngase en cuenta el dato elocuente de que un gobierno de Maura, que apenas llegó a cumplir dos años, se le llamó el «gobierno largo».

Por agotamiento de los partidos políticos, y otras graves circunstancias que culminaron con el desastre de Annual, se llegó a la situación crítica que se resolvió, con el beneplácito del Rey y la generalizada aceptación de los españoles, con el golpe de Estado del general Primo de Rivera el 13 de septiembre de 1923. La Dictadura, que se prolongaría hasta enero de 1930, hay que interpretarla como un antes y un después en la trayectoria de la Monarquía y de España.

Sirva como epitafio de aquella Monarquía, que con la Dictadura firmó una letra de vencimiento incierto pero seguro, la descripción de Madariaga: «Así terminó la Constitución que Cánovas y Sagasta habían construido para su padre, y bajo la cual le salvó su madre la corona durante la regencia más larga que España ha conocido. Con valor evidente, el Rey destruyó los cimientos de la Restauración. Católico creyente, hizo el sacrificio de su juramento sobre los evangelios; rey, violó la palabra real. Contra tales rehenes entregados a la fortuna, ¿cuáles eran sus esperanzas y sus ambiciones? “Ya que nací Rey, quiero gobernar,” cuentan que dijo. El Rey quería gobernar».

El epílogo de la Monarquía restaurada en 1874 se produjo cuando, tras unas elecciones municipales en las cuales los candidatos monárquicos obtuvieron más de veintidós mil concejales frente a cinco mil republicanos, escasos de luces y de responsabilidades históricas, se dio paso a una República que, en la paradójica situación de una derrota convertida en triunfo, llevaba el germen de su propia futura destrucción.

Entre el triunfo de la revolución gloriosa de 1868 en el puente de Alcolea, preludio de unos años revueltos que culminaron con la Restauración de Alfonso XII, y la precipitada salida hacia el destierro incierto de Alfonso XIII desde Cartagena el 14 de abril de 1931, tienen los españoles un periodo del que sacar conclusiones. La más importante de ellas es, sin duda, la apertura del espacio cubierto por la Segunda República, impulsada no tanto por su propia dinámica cuanto que por una descomposición nacional que le tocó contemplar al cabeza de una Monarquía milenaria.


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