martes, septiembre 09, 2008

Andres Ollero Tassara, Justicia envidiable

martes 9 de septiembre de 2008

Disminuir tamaño del textoAumentar tamaño del texto POR ANDRÉS OLLERO TASSARA, CATEDRÁTICO DE FILOSOFÍA DEL DERECHO Martes, 09-09-08
Créanme que no son ganas de llevar la contraria, pero a mi la situación de la Justicia en España me parece envidiable. Pensarán que quizá no leo los periódicos; al contrario: cada vez que leo alguna noticia, más o menos estrambótica, sobre la Justicia me produce mayor envidia.
El secreto de mi curioso síndrome radica en mi sufrida y apasionada condición de profesor universitario. Se me ponen los dientes largos al comprobar que cualquier disparate que se produzca en el ámbito de la Justicia se retransmite en directo, lleva a toda la población a llevarse las manos a la cabeza, sea cual sea su nivel de ilustración, consolida liderazgos políticos al grito de «la Justicia es un cachondeo» y, como consecuencia de todo ello, permite pensar que aumentarán las posibilidades de que tanta situación manifiestamente mejorable acabe algún día rectificándose.
En la Universidad ocurre todo lo contrario. Los dislates no tienen nada que envidiar a los que puedan experimentarse en los aledaños de la Justicia. No pocos de ellos, de ser mínimamente conocidos, acabarían allí: más que en lo contencioso-administrativo, en los Juzgados o salas de lo Penal de media España. El problema es que nadie se entera o se quiere dar por enterado; con lo que las posibilidades de que tanto disparate encuentre algún coto son simplemente nulas.
En la Justicia, si algún magistrado constitucional escribe una carta interna discrepante puede acabar viéndose recusado por el Gobierno. En la Universidad se puede escribir una novela de terror, con la tranquilidad de que no se encontrará quien la publique. En la Justicia, intervienen de rebote una conversación de la más alta instancia jurisdiccional y el asunto acaba en el Supremo. No quiero ni pensar qué podrá ocurrir el día que, de rebote, se grabe alguna conversación telefónica entre un profesor y algún colega ungido como experto para decidir a dedo quién será transmutado en catedrático. En la Justicia se anunció que en el futuro no habría que hacer oposiciones para ser juez; se produjo tal conmoción pública que no se ha vuelto a hablar del asunto. En la Universidad nos hemos pasado cincuenta años discutiendo cuántos miembros del tribunal de oposiciones había que sortear y cuántas pruebas públicas había que realizar. En la nueva ley se han suprimido las oposiciones para ser catedrático o profesor titular. Será el único modo de llegar en España a funcionario sin realizar pruebas públicas. Un funcionario, que habrá de dedicar media vida a la actividad docente, no deberá pronunciar una palabra para ser nombrado catedrático. Hay que reconocer que el asunto promete...
Con la LRU el propio candidato nombraba medio tribunal y esperaba que alguno de los tres sorteados le fuera propicio; acababa ligando el trío (de cinco) con lo que lograba lo primero y principal (tener el tribunal); como consecuencia, conseguía lo segundo e importante (no tener contrincante), al presentarse triunfalmente solo, porque el masoquismo es aún vicio minoritario. Puede que además, por añadidura, se supiera la asignatura, porque hay gente para todo; pero se tenía con él la delicadeza de hacerle exponer la lección que él quisiera, mientras lo de demostrar el dominio del programa que pensaba explicar quedaba para sus sufridos alumnos. La consecuencia fue unánimemente reconocida: endogamia legalista o la plaza para quien se empadrona.
Con la denostada LOU el candidato tenía que someterse a pruebas públicas ante un tribunal elegido en su totalidad por sorteo. También se sorteaba qué lección habría de desarrollar como indicio de mérito y capacidad. Como consecuencia, ¡oh tragedia!, pasaron a presentarse decenas de opositores, aunque no tantos como si se tratara de ser juez. No obstante, se descubrió que eso llevaba su tiempo y, por lo visto, el tiempo de los catedráticos -teoría de la relatividad mediante- no es comparable al de los jueces. Además, al final resulta que había «endogamia de escuela», ya que la mayoritaria contaba con más bolas en el sorteo y no se mostraba propicia a regalarlas para el futuro.
Ahora todo ha cambiado, se supone que felizmente. Como los evaluadores los pone a dedo el Ministerio (no se lo permitió ni el franquismo de los sesenta...) no hay escuela que tenga nada que hacer sin beneplácito gubernamental. Es más, para evitar riesgos se establece que los que decidirán quién es catedrático, y quién no, pueden ser absolutamente ajenos a la disciplina de que se trate. El nombramiento ministerial (vía agencia: Aneca) convierte al ungido en un omnisciente Leonardo.
Se tranquilizó a los pusilánimes asegurando que, si no había en la Comisión nadie que tuviera alguna remota idea de la asignatura, se recurriría a expertos, aunque -eso sí- nadie sabría su nombre, para darle más transparencia a la cuestión. No sé quién se tranquilizó, pero, como siempre hay alguien dispuesto a fastidiar, no ha tardado en poner el grito en el cielo, brindando hasta su e-mail, un experto. Convencido, como yo, de que no sólo en los juegos olímpicos lo importante es participar, decidió no perdérselo; aunque después de escribir esto, ya me contarán ustedes... Ahora -a falta de penalistas- le han encargado resolver si un solicitante debería o no ser convertido en catedrático de derecho penal. No parece importar mucho que el experto en cuestión, al que han dado nada menos que 48 horas para aceptar o no el encargo (por lo visto, la cosa va de juicio rápido...), sea en realidad especialista en historia del derecho. Como además de ser experto tiene sentido común, ha mostrado su estupor al comprobar que «se solicitan evaluaciones más allá de la competencia acreditable de la persona evaluadora», o que todo se confía a su «amplia experiencia» no especializada, dando por hecho que estará en obvias condiciones de «valorar los méritos de acuerdo con los niveles de referencia medios a procurar en dicho ámbito». Por lo visto, el dominio de la bibliografía de un área de conocimiento es algo al alcance de cualquiera que se haya especializado en alguna otra. El resultado final le parece previsible: «La asignación que he recibido sobre derecho penal ante todo entiendo que ofende a la persona solicitante. En el caso de que se acabara ante la justicia, el mismo o la misma podría con toda razón alegar y demostrar mi supina falta de competencia y mi completa irresponsabilidad de haber atendido la asignación de la Aneca, rendido así ante su reconocimiento de competencias de las que carezco».
Ya lo avisé: acabaremos ante la Justicia. Menos mal; así, a lo mejor, se acaba enterando de una vez todo el mundo de cómo va la Universidad...
ANDRÉS OLLERO TASSARA
Catedrático de Filosofía del Derecho

http://www.abc.es/20080909/opinion-tercera/justicia-envidiable-20080909.html

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