jueves, agosto 28, 2008

Carmen Planchuelo, Rojos con pintas blancas

jueves 28 de agosto de 2008
Rojos con pintitas blancas

Carmen Planchuelo

A veces pensaba en los miles de pasos que en los últimos tres años había dado por aquel lugar. No siempre era el mismo, no, de vez en cuando le tocaba otro hotel, pero casi siempre en la misma zona: el sur de la isla. Le gustaba el sur porque era cálido, casi no llovía y eso en su trabajo era importante. Deambular por los jardines dejándose embriagar por el aroma de las flores, perderse entre las sombras de los árboles, escudriñar rincones y, desde las terrazas más altas, ver la inmensidad del mar y del cielo. En algunos momentos le costaba percibir donde nacía uno, donde moría otro, sólo las estrellas y la bella e inquietante Luna marcaban la diferencia. Sí, le gustaba el sur, perderse entre las dunas antes de empezar el turno o después, cuando lo terminaba, antes de irse al norte, a su casa. Bajaba a la playa y aunque fueran sólo unos minutos, se acercaba a la orilla a respirar. El aire salino le espabilaba para emprender el camino rumbo al hogar; y si lo que le tocaba eran horas de trabajo, ese aire con olor a sal le insuflaba energía para las horas sucesivas. El sur tenía el encanto de la luz que se reflejaba en todas las superficies, se colaba por todas las grietas, difuminaba la distancia, engañaba al ojo y era como vivir entre la realidad y la apariencia, era algo mágico, que se te escapaba de las manos pero se te quedaba pegado en el corazón, en los ojos, en el alma. Igual que la humedad de la playa. La luz del sur le daba tanta vida como la lluvia del norte le producía una melancolía que no se sabía explicar a sí mismo.

Ese trabajo le gustaba, y más, infinitamente más cuando los servicios le tocaban en aquellos hoteles de lujo en los que todo era nuevo, reluciente; aún de las cosas más insignificantes y sin importancia emanaba sensación de comodidad. Todo estaba hecho no sólo para proporcionar descanso, también para sugerirlo. Además aquellos hoteles nada tenían que ver con los la otra zona, la llamada familiar, en la que el griterío era constante, las atracciones una especie de pesadilla vulgar para descerebrados, y luego aguantar a los “guiris” que nada más llegar se amarraban a la botella y no la soltaban hasta que de nuevo regresaban a sus fríos países. Pero esta otra zona era lo que se denomina de alto standing, gente adinerada en busca de descanso y paz, que se divertía sin escandalizar y se pasaba la mayor parte del tiempo en la playa, en las piscinas y terrazas o en el spa: todos vestidos de blanco, como capullos de flor o como palomas quietecitas al sol. Por las noches se retiraban pronto y hasta el pianista desaparecía con la media noche.

A la mayor parte de sus compañeros no les gustaba pasarse las noches vigilando el sueño de los demás o subiendo y bajando pisos: centenares de escalones, escaleras de servicio que poco tenían que ver con las suntuosas de las zonas nobles. Pero él se sentía el príncipe de la noche, dueño y señor del descanso ajeno: su guardián; y cómo su imaginación era poderosa, casi tanto como sus brazos, se decía “soy el protector de los sueños”, y se lo decía sólo a sí mismo pues si lo hubiera comentado en voz alta le hubieran tachado de raro, cosa que por otro lado ya hacían, pero mejor no dar más motivos, y en casa también mejor callado.

En verano pasaba más tiempo recorriendo los jardines, las zonas recreativas, los mil y un rincones escondidos en los que cualquiera podía ocultarse. El servicio de vigilancia era muy completo en medios técnicos, pero nada podía sustituir a un buen par de ojos escrutadores ni a ese olfato que uno va desarrollando con el tiempo y la experiencia. Un sexto sentido nacido de tantas horas de trabajo, le había hecho percibir dónde había algo o alguien que no estaba donde debía. Afortunadamente los escasos problemas nunca habían ido más allá de alguien ajeno al hotel que quería darse un chapuzón en la piscina, pasear por los jardines, hasta la fecha nada preocupante.

Cuando el invierno hacía presencia en ese privilegiado rincón del mundo, el trabajo era más de puertas adentro; se le hacía algo pesado pero su fantasía le ayudaba a que aquellas largas jornadas nocturnas pasaran de la mejor manera posible sin por ello descuidar sus responsabilidades. Por eso le encargaban servicio tras servicio, turno tras turno, era un hombre muy consciente de todo lo que le rodeaba, del que uno se podía fiar; y además que la vida estaba muy achuchada y no era como para hacerle remilgos al trabajo. Pasaba un poco de sueño eso sí, pero siempre pensaba que para eso era joven y que peor se está en la cola del paro.

De las cocinas a los salones, de los sótanos a los áticos, y siempre pasillos, largos pasillos flanqueados de puertas cerradas. Las noches son largas y en soledad lo son mucho más aún y uno se pone a pensar “¿quién habrá aquí detrás?”, “¿qué les habrá traído hasta este lugar?”, “¿y los zapatos?”, ¿qué cuentan ?”. Los zapatos, que delante de cada puerta esperaban su turno de limpieza, se convirtieron en fuente de historias interminables. Mocasines italianos de piel fina, elegante zapatos ingleses de agujeritos, botas de montar a caballo, deportivas de todos los estilos y marcas posibles, bicolores de golf. Pero los que más le llamaban la atención eran los de señora, nunca, en toda su vida había visto tantos modelos de calzado femenino, la cosa no quedaba en altos o bajos, cerrados o sandalias, no, quita por Dios. Los había de puntas finas, redondas, cuadradas, a su vez de tacones como lápices o gordos como carretes; con pulseras y hebillas en los tobillos o medio descubiertos como chinelas; podían ser de piel de todos los colores del arco íris, de tela con lazos, y con adornos hasta de conchas marinas. Los de fiesta parecían joyas, no, la verdad es que jamás había conocido ninguna mujer que usara zapatos semejantes y no le hubiera importado nada tratar a alguna de aquellas desconocidas que cada noche dejaban sus zapatos en el umbral de la habitación en espera de recuperarlos al día siguiente, limpios, para gozar de otro baile, otro paseo. Pensaba que una mujer que se calzaba de terciopelo color vino, que encaramaba su cuerpo en esos pedestales, no podía ser corriente, no desde luego no como las conocidas. Pero sin embargo, seguro que Ella, sí vestiría sus pies con semejantes primores.

Aquella noche empezó la ronda como otras muchas: primero la zona balnearia: las cabinas de masajes, las saunas y baños turcos; luego el palmeral y el invernadero. Cuando el frío empezó a arreciar (para él menos de 20 grados era ya “frío”) puesto que todo estaba en calma, pensó que ya era hora de recorrer el interior: la zona central y las torres. Se encontraba en el hotel que más le gustaba, no era el más grande y estrellado, ni el más moderno pero sí el que tenía más sabor a sitio bien, el que a su juicio respiraba más clase, el que él hubiera elegido sin lugar a dudas para vivir lo que con Ella quería vivir: una noche de pasión sin límite y así dar rienda suelta a todo lo que su corazón sentía, deleitándose con lo que imaginaba podría ocurrir si un día se encontraban. Cuantas veces se había imaginado lo que sería estar juntos allí explorando los resortes que hacían conmoverse almas y cuerpos. No había noche desde que Ella irrumpió en su vida en la que él no pensara que ese lugar blanco, confortable, que se reflejaba en el lago y tan pegado al mar que se oía su murmullo constante, era el perfecto para encontrarse con la que se había convertido en su sueño más querido y secreto. No se le iba de la cabeza, nada más llegar la noche las imágenes deseadas le brotaban una tras otra, cada vez más nítidas, más completas, como si fuera una cadena a la que iba añadiendo un eslabón más. Lo que al principio empezó como una distracción para llenar tanta noche solitaria, se había convertido en algo más poderoso, era un deseo casi palpable que de noche y en aquel lugar tomaba cuerpo. A falta de algo más sustancioso, y sonreía al oír esta palabra sonar en su interior, sacaba una foto en la que Ella le sonreía entre coqueta y modosa mostrándole su piel tostada y el pelo alborotado por el aire isleño. Estaba tomada en una isla vecina y en ella se veía el mar y la arena blanca de una larga playa en la que los tonos de azul iban del más claro al más intenso. Esa pequeña foto era el desencadenante de todas sus fantasías. La llevaba escondida entre el forro y la tela de la chaqueta, donde nadie la pudiera descubrir y cuando se atrevía a sacarla, en sus noches de trabajo y soledad, sentía que al mirarla estaba menos solo. Le gustaba contemplarla cuando vigilaba los jardines pues allí, tan cerca del mar, parecía que la mujer de la foto respiraba. En su imaginación el murmullo del mar, la superficie del agua agitada por la brisa y la tela azul, formaban un todo mágico que de alguna manera insuflaban vida a ese trozo de papel coloreado. Cuando se sentía más solo, sacaba la fotografía y muy despacio iba pasando un dedo por su superficie. El pelo, los ojos que le miraban, los labios que le sonreían, la piel morena del escote, de los brazos... se imaginaba que podía tirar de una esquinita de la tela añil que la cubría y así ver su cuerpo. Deseaba con toda la fuerza del suyo joven y de su alma ansiosa, descubrir la desnudez oculta bajo el tejido azul. Muchas veces besaba la fotografía y sentía que sobre sus labios hambrientos se abrían los de Ella, y aunque la razón le decía que aquello no era más que un trozo de papel con una imagen inanimada, su alma era de otra opinión y él se dejaba llevar por la pasión ya olvidada en la vida real.

Después de recorrer pacientemente las llamadas zonas sociales y comprobar que no había nadie ni nada sospechoso, se encaminó hacia la escalera que llevaba a la torre norte. En las torres había muchas menos habitaciones, sabía que eran las más solicitadas por las vistas al mar, por su decoración aún más cuidada y por un aire de recogimiento y mimo del que carecían otras. No había más que cuatro por piso, todas tenían una pared de cristal de forma que desde la cama, al correr las cortinas se podía ver amanecer, salir el sol y ponerse sobre el mar, ver como la noche pausadamente se cernía sobre la isla... Algunas tenían una pequeña chimenea de mármol para los días fríos, y sí que se usaban, pues no hacía mucho se había producido un conato de incendio en una de ellas. Los cuartos de baño eran un canto a los placeres del agua, esas bañeras con escaloncitos para bajar eran cómo de película, y luego los chorros... para morirse de gusto. Y qué decir de todas esas botellitas y jaboncillos de colores que exhalaban un olor dulce, limpio y penetrante. Desde los cuartos de baño también se veía el mar. Conocía cada rincón y cada detalle de estos lugares, posiblemente mejor que los clientes que los disfrutaban, él los inspeccionaba periódicamente para que nada fallara, todo funcionara a la perfección y pudiera ejercer su cometido: que las puertas encajaran, las ventanas fueran seguras, los accesos siempre iluminados. Las torres blancas eran como las de los castillos de los cuentos que leía de pequeño. Pero él ya no era niño, ni las torres del hotel lo eran de castillos de cartón piedra o de papel de recortables. Era un adulto solitario, romántico que se sentía un poco extraño en el mundo que le había tocado vivir.

Quizás una de las cosas que más le agradaban de su trabajo (sobre todo en los turnos de noche), era que no tenía que convivir mucho con los demás compañeros, sólo lo que la buena crianza y las obligaciones laborales exigían . Tenía muy claro que al trabajo se iba a eso: a trabajar y que mezclar las cosas daba malos resultados. Con todo rigor informaba al compañero del cambio de turno sobre las incidencias ocurridas y siempre que podía resolvía los problemas por sí mismo de forma que nadie podía decir que se escaqueaba o que era insolidario o interesado, nada más lejos de su forma de ser pero hacía las cosas en silencio, discretamente, siempre estaba preparado para lo que se le pidiese y le daba lo mismo la hora ó el día. Huía de corrillos y camarillas. Su timidez era superior a todo lo demás, le daba una vergüenza espantosa destacar aunque fuera para bien.

Sus pensamientos le acompañaban en la andadura de los kilómetros y kilómetros de pasillos; y las docenas y docenas de horas en silencio, le ayudaban a reflexionar y concentrarse en sus cosas. ¿Y cuales eran esas? Pues los recuerdos de infancia: sus alegrías y sus terrores; las ilusiones juveniles ya desvaídas; las cosas que se imaginaba en su cabeza y que luego al llegar a casa, trasladaba a la pantalla de su ordenador. Escribía a escondidas y nunca en papel, le espantaba que alguien pudiera descubrir sus versos, sus pensamientos más íntimos y que jamás había compartido. ¡Con quién los iba a compartir si nadie cercano lo iba a entender! Seguro que le mirarían con cara rara como diciendo “este está pirao”. Tenía muchas cosas dentro y notaba que querían salir, que querían vivir, que no se resignaban a ser sólo pensamiento, deseo, que si no les daba aire, se le iban a pudrir en la cabeza, en el corazón o donde diablos estuvieran todas esas cosas que casi eran lo más propio que tenía, sin casi, eran lo más Él. Durante mucho tiempo las escribió sólo para sí mismo, le salían con la misma facilidad que la respiración: escribía, leía, las volvía a leer cuando notaba que su ánimo necesitaba un “suplemento” para seguir adelante. Hasta que la conoció a Ella y desde entonces sus escritos no fueron un monólogo: los compartió y otros nuevos nacieron engendrados por una nueva y quimérica ilusión.

En la torre norte todo estaba en calma así que se dirigió a la del sur, la que mejor se reflejaba en el agua. Daba gusto verla espejear las noches de luna. Parecía una bailarina oriental cimbreándose sobre la superficie del agua siguiendo el ritmo del aire. Para llegar a la torre sur, había que regresar al gran vestíbulo de donde partían las alas laterales y donde se encontraban las escaleras y los ascensores. En el hall a esa hora ya no había nadie, tan sólo un par de empleados en la recepción que como siempre le preguntaron que tal iba todo y le ofrecieron un café “para que no te duermas y nos cuides”, le dijeron sonrientes. Un cafecito rápido mientras miraba la espectacular lámpara de cristal que a esas horas lucía en todo su esplendor inundando el vestíbulo de danzarinas chispitas de luz; un par de comentarios y rumbo a la torre sur. Antes de llegar, inspeccionó con atención la zona en la que las enormes plantas ofrecían fácil escondite al que quisiera colarse en las dependencias del hotel, tantas puertas, tantos ventanales y tantas terrazas cara al estanque y a los jardines eran motivo, si no de preocupación, puesto que no recordaba ningún incidente digno de mención, sí al menos de ocupación. De tanto observar las inmensas plantas, terminó aprendiéndose los nombres, el ciclo vital, si se reproducían por esqueje o por semillas. Unas daban flores, otras sólo hojas. Las más curiosas eran las llamadas carnívoras, más de una vez había observado como algún incauto mosquito caía en las fauces de la engañosa planta. Eran cómo esa gente que parece muy maja: todo sonrisas y buenas palabras, y luego cuando estas confiado te apuñala por detrás. Otra de las ventajas de trabajar lo más solo posible.

A la torre, se ascendía por una escalera de caracol de peldaños de mármol, barandilla de hierro forjado y pasamanos de madera que daba gusto tocar. Por una puerta en forma de arco, se accedía a cada planta. No eran difíciles de controlar, de un vistazo se abarcaban en toda su extensión. La primera planta estaba cerrada hasta la próxima primavera, así que pasó de largo y tras una meticulosa pero rápida inspección llegó al último piso, el más bonito de todos y desde el que se divisaba mejor el faro. Impresionaba verlo allí plantado derramando sus dedos de luz en la distancia. Seguro que ser farero, de los de antes claro, no estaba nada mal: guiar a los barcos en la oscuridad, cuidar de las vidas de los marineros. Bueno, pensó, pues para la otra encarnación. Se acercó hasta la gran cristalera y sintió lo que todas las noches: que desde ahí se podía volar sobre el jardín, las terrazas, sobre el mar, que si extendía la mano iba a tocar las estrellas y todo lo demás quedaba detrás de él. Hubiera sido tan fácil abrir los cristales y dejarse llevar, ser uno más con las palmeras que se agitaban suavemente allá abajo, con las dunas que imperceptiblemente se movían, con las olas que las besaban. Bajo la luz de la luna veía todo eso y cuando la oscuridad no se lo permitía, era igual, no había más que evocar lo que su imaginación guardaba con mimo y detalle.

Se detuvo delante de una de las puertas para observar minuciosamente los zapatos que allí se encontraban. Eran de mujer, rojos y con pintitas blancas. Le hicieron gracia pues le recordaban a los que tuvo su hermana cuando de pequeña se vestía de gitana, claro que estos no eran de ese estilo, sólo coincidían en el color rojo y los lunarcitos blancos. Sin poder evitarlo, se agachó para verlos más de cerca, tenían flecos como los mocasines pero sin embargo eran de tacón alto y tenían la punta larga y afilada, por dentro eran negros y tan suaves como por fuera. ¿Cómo serían los pies que calzaban esos zapatos?. Desde luego no muy grandes, y no la cabía le menor duda que su propietaria se pintaría las uñas de rojo y que en verano llevaría cadenitas en los tobillos. Las clientas del hotel las solían llevar muy finitas, el oro destacaba sobre las piernas morenas, a él le gustaban mucho esos adornos ¡uf qué subidón! Tan ensimismado estaba acariciando uno de ellos, que no advirtió que la puerta se abría.

-¿Te gustan mis zapatos?

En el marco de la puerta recién abierta, destacaba la figura de una mujer que le sonreía. Al principio no vio más que eso: una sonrisa en medio de la noche. Si hubiera tenido el don de los santos, ese de estar en dos sitios a la vez, se hubiera visto a sí mismo agachado, con un zapato femenino en la mano y mirando embobado a la mujer como si fuera una aparición. Y por un momento eso es lo que fue para él: un espectro sonriente, tentador que le cogió de la mano y le dijo:

-No te quedes, ahí, entra ¿no es lo que estabas esperando desde hace tiempo?

Y sin decir nada, simplemente se dejo llevar y casi ni oyó el suave golpe de la puerta al cerrarse. En la penumbra de la única habitación ocupada de la torre sur, pudo ver cómo una nube azul se acercaba a él y le iba desnudando mientras le susurraba al oído que a ella los sueños casi siempre se le hacían realidad. Cerró la boca reidora de la mujer con sus besos y lo mismo hizo con sus brillantes ojos; a pasos torpes pero llenos de pasión, él también la fue desnudando despacio gozando de cada centímetro de piel que iba descubriendo y sin saber por qué pensó en los campos de algodón, en los que en tiempo de cosecha había ido despojando a las flores de su leve fruto. Llenó su cuerpo de caricias y con sus labios fue recorriendo cara rincón del cuerpo soñado que ahora tenía entre sus brazos, mordiendo con fruición los senos tan sólo presentidos bajo la tela añil. Sus manos dibujaron todas las formas posibles e imposibles sobre la piel tostada. Y sintió que ella hacía lo mismo. Se perdieron en un sin fin de juegos compartidos. Por primera vez en su vida, sintió que el placer que daba y el que recibía, eran lo mismo, que no sabía dónde estaba la frontera entre uno y otro, ni su imaginación puso límites a sus deseos ni a los de su amante. En sus oídos se mezclaba el rumor del mar y las palabras de la mujer que cómo lluvia fresca de abril penetraban por su piel morena.

El sueño de tantas y tantas noches de soledad, se había hecho realidad. Allí, en lo más alto de la torre sur, estaba viviendo su más íntimo deseo, entregando cuerpo y alma y recibiendo a su vez el cuerpo y el alma de alguien que sin saber cómo se le había enredado en el corazón. Deseó que la noche fuera eterna, que no llegara el alba, que al sol se le olvidara iluminar la tierra.

Despertó con el cuerpo encendido y la cabeza algo desconcertada. La mujer sonriéndole le acogió entre sus brazos haciéndole comprender que había ingresado en el país de irás y no volverás... Aceptó que quizás todo lo que se sueña y se quiere está al otro lado de la razón y que no queda más remedio que admitir que lo irracional también existe.

Y colorín colorado ...

http://www.vistazoalaprensa.com/firmas_art.asp?id=4799

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