lunes, junio 30, 2008

Manuel de Prada, Shyamalan

lunes 30 de junio de 2008
SHYAMALAN

Con M. Night Shyamalan, el director que reventara las taquillas con El sexto sentido, me ha ocurrido algo curioso: a medida que su cine ha ido perdiendo adeptos, mi interés por su personalísimo mundo –y por su personalísima manera de contarlo– no ha hecho sino acrecentarse. Night Shyamalan se cuenta entre esos escasos creadores cinematográficos que, inmersos en los mecanismos del star-system, logran sin embargo subvertirlos, relegando a los actores con los que trabajan a un rango subalterno: algo similar sucedió en su día con Alfred Hitchcock o Woody Allen, por poner dos ejemplos conspicuos. Quizá la mayor servidumbre de este logro sea que, a la postre, el director se siente rehén de un público que demanda «más de lo mismo» y lo obliga a repetirse sin tasa. A Night Shyamalan se le exige que sus películas incorporen, hacia su desenlace, una revelación pasmosa y estupefaciente que altere drásticamente la perspectiva desde la que el espectador contemplaba la película hasta la última secuencia. Siempre pensé que mientras el director de origen hindú no lograra liberarse de esta suerte de `impuesto revolucionario´ demandado por el público, corría el riesgo de convertirse en una caricatura de sí mismo. En su última entrega, El incidente, Night Shyamalan renuncia por fin a este recurso que amenazaba con convertirse en manierismo; y, aunque sospecho que la renuncia provocará entre sus seguidores un movimiento casi unánime de rechazo, lo cierto es que su cine sigue funcionando en los niveles que siempre me habían interesado.

Night Shyamalan me interesa, en primer lugar, porque desdeña las pirotecnias efectistas tan habituales en el contemporáneo cine de terror, recuperando el magisterio de aquellas viejas películas de Val Lewton, en las que la explicitud –sobresaltos, efectos especiales abracadabrantes y excesos hemoglobínicos– era sustituida por la capacidad de sugerencia. Me interesa, también, porque su originalidad se logra a partir de materiales que en sí mismos son convencionales (una invasión alienígena en Señales, una actualización del mito de Caperucita Roja en El bosque, un homenaje a las películas de superhéroes de tebeo en El protegido, etcétera), archisabidos de tan trillados; pero que, tocados por su varita mágica, adquieren una novedad prístina. Me interesa, además, porque, bajo esa apariencia convencional, sus películas incorporan un venero subterráneo de reflexiones en sordina donde conviven las aprensiones más sombrías y los más discretos milagros. Me interesa, naturalmente, porque posee un estilo propio, parsimonioso y cada vez más despojado –cada vez más abstracto en su vocación de despojamiento radical–, que refuta las tendencias epilépticas del cine actual. Y me interesa, en fin, porque todas sus películas se mantienen fieles a un universo distintivo y a unos asuntos recurrentes; o, para ser más exactos, a un único asunto recurrente, que no es otro que la fe, entendida no sólo en su significación religiosa, sino ampliamente vital.

En El incidente, la fe vuelve a ser el cogollo de la historia. La película puede ser vista como una denuncia ecologista (y sin duda lo es), también como una parábola sobre la zozobra que el terrorismo ha introducido en las sociedades occidentales (y también lo es, sin duda), con el espectro del 11-S aleteando al fondo (la secuencia en la que los albañiles se suicidan, uno tras otro, arrojándose desde el andamio, nos devuelve con insoportable vividez la estampa de aquellos hombres atrapados por el fuego que se lanzaban al vacío desde los pisos superiores del World Trade Center). También puede ser interpretada, en un nivel más epidérmico, como un homenaje a las películas de bajo presupuesto de los años cincuenta, al estilo de La invasión de los ladrones de cuerpos, o a las más recientes de zombis, al estilo de George A. Romero. Pero El incidente, en su sustrato más profundo, es una alegoría sobre la desesperación humana, sobre una época suicida que ha extraviado el sentido de la existencia y no halla razones para seguir viviendo; sólo quienes preservan su fe en el futuro –ilustrada por el embarazo de la protagonista– logran sobrevivir a ese virus inexplicable que, a la postre, tal vez sólo sea una metáfora del hastío vital que corrompe a quienes nada esperan. Ahora que Night Shyamalan ha conseguido desembarazarse de esos ingeniosos finales de efectos retroactivos y estupefacientes, quizá no vuelva a cosechar los taquillazos de antaño; pero su cine ha ganado en conocimiento de la verdad humana. A fin de cuentas, ¿no es ésta la misión del arte?


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