viernes, marzo 28, 2008

Felix Arbolí, Los cambios que nos da la vida

viernes 28 de marzo de 2008
Los cambios que nos da la vida
Félix Arbolí

P ASADAS las fiestas, entramos nuevamente en la vorágine del estrés, las prisas y el querer abarcar el máximo en un intento desesperado de alargar el tiempo disponible. Una realidad que nos trae algunas tragedias familiares por ausencias de los que han perdido su vida en el empeño de un descanso que se ha convertido en indefinido y un nuevo suplicio para la esquilmada economía familiar ante los nuevos pagos que tendrán que realizar a fines de cada mes, para liquidar ese crédito tan rápida y sencillamente conseguido y tan exageradamente aumentado a la hora de restituirlo. Atrás ha quedado una Semana de distracción y holganza para algunos y de recogimiento y limpieza de conciencia para otros. Una especie de tiempo muerto, como ése que se solicita en los partidos de baloncesto, en el que pretendemos hacer un alto en el camino para escapar de la rutina que aburre nuestra existencia en un monótono acontecer que solo se diferencia en el nombre del día de la semana. Desde que vivo en Madrid, va camino de los sesenta años, apenas noto la celebración de estos días santificados. Me refiero, lógicamente, al ambiente en las calles y ciudadanos. Aquí si no vas al lugar exacto donde tiene lugar una celebración, ya sea feria o fiesta, te pasa totalmente inadvertida. Vivimos en una especie de guetos, llamados barrios o distritos, donde nada de cuanto acontece más allá de los límites municipales es sabido, celebrado o disfrutado. Ni aún siquiera los vecinos de tu misma casa te son conocidos y cuando te cruzas con ellos en las escaleras o ante el portal, a veces ni pierden el tiempo en saludarte, ni esperan en el descansillo a que termines de subir los escalones que te faltan para llegar hasta donde se encuentra él. Vamos evolucionando pero hacia atrás, demostrando una vez más que la Historia, al igual que la moda, es una especie de noria que gira y se repite incesante. Estamos en el periodo de regreso a nuestros principios. Terminaremos, si Dios no lo remedia, ya que el hombre sabemos que no, subidos a los árboles, en pelota picada, (como dicen ahora, aunque no acierto a comprender lo de “picada”), que ya estamos viendo en múltiples ocasiones y escenarios y sin apenas hablar, sustituyendo el uso de la palabra por una especie de gruñido o una serie de gestos que lo compensen. Yo llamo a esta etapa la “Era del Monosílabo”, porque nos estamos acostumbrando a su uso para conversar gracias a los SMS de los móviles, que estamos haciendo extensivos a nuestra charla habitual. ¿Han oído alguna vez la conversación entre dos jóvenes? Es una especie de clave donde las frases y palabras quedan sometidas a una serie de extraños cortes que dejan in albis al que no esté conectado a ese intrincado modo de expresarse. Decían en aquella célebre frase, a la que yo me adhiero plenamente, que “los tiempos cambian que es una barbaridad”. Yo recuerdo aquellos años en los que quisieras o no tenías que pasar la Semana Santa en obligado retiro, deambulando por la casa como un fantasma encadenado sin ni siquiera poder encender la radio, que era el único aparato disponible para oír música y noticias. La televisión, el invento del escocés Baird, utilizando el disco patentado por el alemán Nipkow, no llegaría a España hasta el 28 de octubre de 1956, cuando yo “bohemiaba” por las calles y pensiones madrileñas lejos ya del ambiente familiar. Tampoco podía aliviar ese ocio santificado con el cine. Estaba mal visto cometer la imprudencia y desfachatez de penetrar en una de esas salas, aunque sólo ofrecieran películas de temática bíblica y religiosa. En casa, ante la estricta religiosidad de mi madre, no podía cantar, reír, sí digo reír, ni acercarme a un bar o sentarme en una terraza que ese día estaban recogidas y con las puertas del local entornadas. Caso contrario, me exponía a un severo sermón y reprimenda materna, (al perder a mi padre a los cuatro años), que a veces terminaba en unas horas de permanente sentada casi de cara a la pared. Yo que era un chaval alegre y dicharachero odiaba internamente ésta semana, no por lo que significaba religiosamente, sino por lo que implicaba en mi normal manera de vivir y ver las cosas. A veces, en la ducha o el baño, me daba por cantar o tararear alguna de las canciones infantiles más populares de entonces y acto seguido me llegaba la voz autoritaria de mi madre advirtiéndome que dejara mis alegrías y canciones en unas fechas que el Señor estaba sufriendo. Dichosa ella que tuvo esa fe tan poderosa y firme a lo largo de toda su vida y que me figuro Dios le habrá premiado allá donde esté. También recuerdo las visitas a los Monumentos, (así les llamábamos entonces en la Isla), que consistían en el peregrinaje a siete iglesias distintas de la localidad, por parte de toda la familia, madre e hijos, para adorar al Santísimo expuesto solemnemente. Eran auténticos “monumentos” los que se ofrecían a la curiosidad y la fe del visitante en cada iglesia, rivalizando unas y otras en cuanto a decoración y presentación. Con sinceridad he de aclarar, ahora que desgraciadamente mi pobre y querida madre no puede oírme, que era un verdadero martirio soportar ese recorrido eclesiástico que solía durar unas tres horas o más, dadas las distancias entre los distintos templos y los rezos que había que realizar en cada visita. Yo en mis cortos años pensaba, aunque no me atrevía a exponerlo para que no me tacharan de hereje, si no era más lógico hacer todas las oraciones en una sola iglesia y olvidarse de ese aburrido y fastidioso paseo calle arriba y abajo. Respeto y admiro, no obstante, al que siga cumpliendo actualmente este ritual porque lo sienta de verdad, sin motivaciones ajenas al espíritu. También recuerdo lo de la Bula. Me decían que era un privilegio dado a España por la Iglesia, por su contribución a la Cruzada contra los turcos y los moros, en virtud del cual mediante una limosna los fieles españoles podían comer carne y no tener que ayunar los días cuaresmales, excepción del Viernes Santo. Los que no la pagaban o eran de otro país cristiano pecaban mortalmente si consumían pollo, cerdo, cordero u otro animal en esos días penitenciales. Lo de la Bula ha desaparecido y la degustación de carne ha quedado liberada del fuego del Infierno sin necesidad de pasar por Caja. Ahora no hay que conquistar Tierra Santa, ni luchar contra turcos y mahometanos. Bastante tarea supone conseguir que aquella tierra continúe siendo santa, a pesar de los misiles y atentados suicidas que la están destrozando y a los mahometanos los tenemos en nuestras casas y calles mirando hacia La Meca e imponiendo sus intransigencias y normas como si fueran ellos los herederos beneficiarios de esa desaparecida Bula. Mi ignorancia es crasa en esta materia. A mi la Semana Santa me motiva bastante. No quiero decir con ello que me encierre en un cuarto y me dedique a rezar, examinar mis actos y adoptar las debidas conclusiones. No tengo madera de santo y costumbres monacales, ni he sido llamado para tan místicas actividades. Hago mi vida normal y me acerco a Dios en los momentos y de la forma acostumbrada, aunque debo reconocer que mi fibra religiosa se halla más sensible e incentivada en estos días. Pienso más en la Pasión de Cristo y lo que significa en nuestras vidas y me siento más identificado con mi fe y lo que conlleva. Me gusta este sentimiento solidario y espiritual que me recorre la mente en estas fechas transformándolo en lágrimas que son la sangre del alma. Soy un ser extraño y desconcertante. Lo admito y reconozco. Amo a la vida y al mismo tiempo, no siento apego por ella ya que soy consciente de que es un recorrido que me lleva a la muerte y se que ésta es descanso, paz, amor y serenidad. El encuentro con nuestro origen y la llegada a nuestro destino. El final de un intento y la culminación de una esperanza. No, no crean que esté loco. Todo lo contrario. Me gusta disfrutar de las cosas simples, tener amigos alegres que me hagan reír hasta que me duelan las mandíbulas y me quede sin aire. Un día sin risas es un día perdido. Me encanta rodearme de las personas que amo, de caprichos sencillos, de la música que me relaja o me eleva a sensaciones fuera de órbita y refugiarme en casa para sentirme cerca de todo cuanto quiero y necesito. Hasta la sencilla caricia de mi mascota canina hace que me sienta feliz y agradecido a la vida. Cuando advierto que tengo motivos para llorar y lamentarme, pienso que tengo muchos más para sonreír y dar gracias por lo que he recibido.

http://www.vistazoalaprensa.com/contraportada.asp?Id=1613

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