domingo, septiembre 30, 2007

Manuel de Prada, Azares

lunes 1 de octubre de 2007
Azares

Supongo que se trata de eso que llaman «una deformación profesional». Cuando tropiezo con un desconocido que tiene un libro entre las manos, trato de averiguar qué está leyendo. En el metro, por ejemplo (como no tengo automóvil, frecuento mucho los transportes públicos), me entrego a este pasatiempo sin rebozo, provocando a veces las miradas recelosas de la persona que se siente espiada. Confesaré que desde niño he sido muy mirón; como el James Stewart de La ventana indiscreta, he creído siempre que en esos retazos de vida que se exponen durante apenas unos segundos a nuestro escrutinio se alberga la semilla de una novela futura, aguardando el fermento de nuestra imaginación. Esta pasión contemplativa (no la calificaré de voyeurista, para no introducir equívocos sobre su naturaleza) se tropieza, sin embargo, con escollos crecientes: hasta hace poco, uno podía observar a un extraño sin provocarle excesivo desasosiego, incluso podía suscitar en él una reacción divertida o halagada; de unos años a esta parte, una mirada sostenida durante unos pocos segundos puede provocar, por el contrario, reacciones desabridas. La desconfianza se ha convertido en el clima de nuestra época: se supone que estamos obligados a transitar por la vida encerrados en una cápsula; cualquier muestra de curiosidad dirigida hacia quienes nos rodean se convierte en motivo inmediato de suspicacia. Pero aun a riesgo de llevarme algún rapapolvo, yo persevero en mi pasión; soy lo que llaman por mi tierra un ‘cuzo’ de tomo y lomo. Seguramente el libro que estamos leyendo no sirva para explicarnos; pero también es cierto que en el libro que elegimos (salvo que seamos personas demasiado gregarias que se dejan arrastrar por la moda de cada momento) se revela algo de lo que somos. Muchas personas desconocidas han suscitado en mí simpatía o rechazo instantáneos a causa del libro que estaban leyendo; luego esa simpatía podía verse con frecuencia defraudada, o el rechazo rectificado, pero nunca he logrado sustraerme del todo a esa primera impresión intuitiva. A veces, incluso, lo que lee un desconocido puede infundirme un vago horror: en cierta ocasión, descubrí a cuatro personas en el mismo vagón de metro leyendo idéntico libro (se trataba, inevitablemente, de El código Da Vinci) y me asaltó una zozobra de índole metafísica, la sensación de estar habitando una pesadilla o mundo paralelo, al estilo de Matrix. Otras veces, por el contrario, la lectura de un desconocido puede despertar en mí una suerte de beatitud: en otro vagón de metro, coincidí con una chica zambullida en un tomo de En busca del tiempo perdido y caí en una ensoñación de índole platónica. Durante todos estos años de espionaje más o menos subrepticio o descarado había anticipado con la imaginación el día en que por fin me tropezase con alguien que estuviera leyendo uno de mis libros. El azar me había deparado encuentros con personas que me asaltaban en un hotel, en un tren, incluso en un cine portando uno de mis libros, que en ese momento estaban leyendo o acababan de adquirir; nunca había sorprendido a alguien enfrascado en su lectura. Me ocurrió hace unas semanas, en el andén de la estación de metro donde aguardaba el tren que me llevase al aeropuerto. Al reparar en ella, tuve una impresión de irrealidad; al acercarme a ella me sentí escindido, desdoblado en dos hombres: uno estaba al lado de aquella persona que me leía, el otro contemplaba desde muy lejos la escena, como si estuviese encaramado en una lejana atalaya, oteando la escena. Prolongué mi espionaje durante unos minutos, paralizado por el estupor: algo parecido a la vanidad me impulsaba a presentarme; pero un temor a romper en añicos aquel hechizo me impedía obedecer ese primer impulso. Inevitablemente, pensé que aquella persona podía ser un alma gemela (siempre pensamos que las personas que eligen nuestros libros están secretamente vinculadas con nosotros); pero también pensé que mi libro pudiera estar decepcionándola, pensé que tal vez estuviese a punto de abandonar su lectura y que si me daba a conocer sólo lograría desencadenar una situación embarazosa. El tren ya irrumpía en el andén, con un estruendo de fragua o infierno, removiendo el aire calentorro de la estación. Cerré los ojos, sintiendo que la tierra faltaba bajo mis pies, sintiendo que el hombre que oteaba la escena desde una atalaya se alejaba de mí. Un instante antes de volver a abrirlos, alargué el brazo y rocé el hombro de la persona que me estaba leyendo. Ella volvió su rostro, y sonreía.

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