jueves, agosto 09, 2007

Valentin Puig, Los disfraces del radicalismo

jueves 9 de agosto de 2007
Los disfraces del radicalismo

POR VALENTÍ PUIG
EL zapaterismo reincorpora elementos de radicalismo que ya parecían fuera de órbita. Por el momento, no se puede decir que eso le castigue en las encuestas. Es una paradoja porque el acné radicalista ni tan siquiera está de moda en comarcas. El radicalismo en los últimos tiempos hace su traslación al activismo político, en ONG o en movimientos que se llaman de participación ciudadana y que sugieren la implicación de los individuos en causas de solidaridad universal. No es desorbitado sospechar que las tesis de la democracia participativa no son complemento o acicate, sino sustitución deliberada de la democracia representativa de toda la vida.
El hiperactivismo cívico conduce a una peculiar ensoñación de superioridad moral frente al ciudadano que atiende a sus asuntos privados, paga sus impuestos y acude a las urnas cuando se le convoca. En más de un aspecto, la democracia participativa es el penúltimo disfraz del radicalismo. Su excusa es sobredimensionar el desencanto de la ciudadanía y su abstencionismo para erosionar los viejos fundamentos de la democracia representativa. En realidad, el ciudadano normal participa en cientos -cientos de miles- de elecciones colectivas operando en decisiones de mercado, desde el zapeo a su opción de vivienda o en Internet, que configuran luego los órdenes espontáneos de la sociedad abierta.
Entre las ambivalencias de esta democracia participativa están los resortes del sentimentalismo. Es una proyección fácil cuando la complejidad de lo que ocurre -la guerra, el hambre, el terrorismo- se puede encapsular en la inmediatez simplificadora de una imagen o de un titular. Por eso pudieran ser peores los riesgos de la democracia emocional que las presuntas inercias de la democracia representativa. Por razones muy semejantes, es un exceso dar por sentado que estamos ya en un orden pos-tradicional. No pocas tradiciones permanecen a pesar del radicalismo que las niega. Como continuidad de valores adaptados a la multiplicidad del tiempo, la tradición es algo de vitalidad permanente, mucho más de lo que suponía el radicalismo. De hecho, algunos de los radicales de los sesenta han iniciado un trayecto de retorno a las tradiciones vivas.
Entre siglos, la izquierda postuló su complementariedad con el movimiento ecologista radical, «los verdes». De ahí tenía que proceder la nueva savia del radicalismo. Fueron movimientos de origen urbano, que se integraron en la vida municipal actuando institucionalmente como forma apolítica. Luego se constituyeron como partidos políticos -de naturaleza asamblearia, por lo común- y participaron en los parlamentos nacionales. Tercer paso: el Parlamento Europeo.
Incluso como mero recurso retórico, el radicalismo es destructivo por definición y de tener algún efecto beneficioso a corto plazo queda contrarrestado por sus efectos negativos. El proceso orgánico y evolutivo por el que las sociedades se dotan de las instituciones públicas necesarias merece recuperar su prestigio, precisamente en un momento de la Historia en el que hacen falta reformas: por ejemplo, en el sistema internacional que Truman establece al terminar la segunda guerra mundial. Otro caso es el Estado de bienestar. En ambos casos, el radicalismo consistiría en lanzar al bebé al tiempo que el agua de la bañera. Frente al radicalismo, una cierta lealtad a las instituciones que hemos heredado y que tenemos el deber de conservar y mejorar, es un rasgo de civilización.
Es a la vez un indicio de prudencia política aunque la maduración de nuestras instituciones no garantiza la inmunidad frente al fanatismo exterior o los excesos populistas. El Sillicon Valle existe a la par que las madrasas de la «yihad». Bill Gates es coetáneo de Bin Laden. De forma simultánea, la amenaza del terrorismo islamista puede enturbiar el futuro de varias generaciones a lo largo de las próximas décadas. La paz universal es una quimera que no aporta soluciones: es más, genera obnubilación, miopía, pasividad. El futuro está en las soluciones basadas en la experiencia histórica y no en la abstracción intelectual, en la reforma y no en la ruptura, en la estabilidad y no en la ingeniería político-social, ni el borrón y cuenta nueva. La política, aunque haya podido quedar por detrás de las mutaciones tecnológicas o de las alteraciones sociales al final llega casi siempre, renqueante, poco ilusionada, con cierto descrédito, necesitada de renovación pero no de cirugía radicalista.
vpuig@abc.es

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