jueves, agosto 23, 2007

Ruiz Soroa, ¿Premio o castigo?

¿Premio o castigo?
24.08.2007 -
. M. RUIZ SOROA

Los recientes sucesos de Navarra en torno a una alianza de gobierno de los socialistas con Na-Bai, coalición esta última en la que se incluye un partido político formado por escindidos de Batasuna, han suscitado interesantes comentarios en torno a un aspecto que, si marginal en ese caso, presenta un alto interés para la política vasca. En concreto, se ha argüido por autorizados observadores que, precisamente por tratarse de una fuerza política que ha abandonado hace poco el apoyo a la violencia terrorista, debe dársele un trato de especial favor y atención. Pues ello serviría como incentivo para que, quienes todavía persisten en su sostén de los violentos, fueran abandonando esta posición y pasándose al campo de los demócratas. En definitiva, según esta visión, convendría premiar políticamente a quienes desertan de la violencia.Esta idea no puede, desde luego, ser considerada como descabellada; pero sí entraña una llamativa contradicción con la intuición ética más inmediata de que a quien infringe las normas de convivencia le corresponde un castigo, no un premio. Parece que quienes han estado durante años apoyando y sosteniendo el terrorismo criminal deben merecer un castigo político, no la prima de tratarlos como interlocutores preferentes para la política, o incluso como sujetos dotados de una peculiar superioridad moral. Es la misma contradicción que plantea la parábola del hijo pródigo en el Evangelio de Lucas, cuando el padre celebra con agasajo la vuelta al redil del hijo calavera, suscitando el reproche del hijo fiel y cumplidor. ¿Por qué habría de recibir mejor trato el pecador arrepentido que el justo que cumplió siempre con sus obligaciones? Estoy seguro de que a muchos de ustedes el mensaje de esta parábola neotestamentaria les sonó un poco a injusticia, o por lo menos les intrigó en cuanto a su fundamento, en los lejanos tiempos en que todos dominábamos la historia sagrada. Hoy tenemos ante nosotros, aunque sea en versión política profana, un caso similar. Y merece la pena reflexionar un poco sobre él.Conviene empezar por una distinción básica entre dos tipos de ética, la ética de los principios (deontológica) y la ética de los fines (teleológica), pues utilizar una u otra arroja consecuencias muy distintas para la cuestión que nos ocupa. Para una ética deontológica de tipo kantiano, que aprecia el valor de las acciones consideradas en sí mismas a la luz de los principios morales, es bastante claro que un comportamiento como el seguido durante años por quienes han apoyado la violencia injusta no merece sino castigo, sea cual sea la forma que adopte éste. Premiar a quienes han agredido a sus semejantes, incluso si se arrepienten de ello, carece del más mínimo sentido y es una flagrante violación de la norma de razón práctica.Por el contrario, para una ética que atiende a los fines y a las consecuencias de las acciones más que a su calidad intrínseca puede tener sentido premiar a los arrepentidos, puesto que ello puede ser socialmente beneficioso. En tanto en cuanto este premio incentive a los delincuentes a abandonar su comportamiento, y consiga así un resultado global positivo para todos, puede ser razonable concederlo. Lo que hay que mirar no es tanto la calidad de la acción como su efecto.Ni que decir tiene que la sociedad moderna está imbuida, aunque quizás no sea plenamente consciente de ello, de una doctrina de este segundo tipo, en concreto el utilitarismo. La utilidad social de los resultados es hoy el criterio que permite otorgar valor o disvalor a las acciones humanas, máxime en el campo de lo colectivo. Lo que cuenta en la política son los resultados, no la pureza de los principios, como luminosamente estableció Max Weber: el político debe salvar el mundo, no mantener pura su alma. Y, desde este punto de vista, parece a primera vista que premiar a quienes abandonan la violencia puede tener plena justificación ética y política si con ello se induce a los todavía violentos a dar el mismo paso. Así que, por mucho desagrado que sienta su alma, querido lector, habría que aceptar la idea de que Aralar merece ser tratada con favor. La salvación del mundo lo reclama, nos decía hace unos días el presidente del PNV.Pero, ¿es de verdad tan simple la cuestión? ¿Es tan sencillo el análisis? Mucho me temo que no, incluso si nos mantenemos dentro del ámbito ético y político de las doctrinas consecuencialistas. Verán, sucede que el conocer que existe un premio (no un castigo) para los comportamientos desviados una vez que se abandonan funciona también para los transgresores como un acicate para mantenerse en su actuación. La seguridad de saber que, hagan lo que hagan ahora, serán aceptados gozosamente en el campo político en el futuro, incluso serán premiados si dejan de apoyar la violencia, opera como una red psicológica de seguridad para el infractor: gano en todo caso, si triunfan mis deseos y obtengo lo que quiero -desde luego-, pero también si son derrotados y llego a abandonar la violencia. En cualquier caso, la sociedad me acogerá con júbilo en su redil. Así que, ¿por qué no seguir luchando de momento?Por otro lado, lo que inicialmente se otorga por la sociedad bienintencionada como un 'premio' tiene una fuerte tendencia a convertirse en un 'precio'. Es decir, que los que apoyan la violencia como forma de hacer política tienden a percibir que su abandono debe ser pagado por la sociedad en moneda política efectiva, consistente en favores, concesiones, primas y demás gajes. Entre el premio graciable y el precio exigible hay un recorrido muy corto, tan corto que no es raro que muchos lo hayan transitado ya. Según el último Euskobarómetro, el 61% de la sociedad vasca se declara favorable a pagar contrapartidas políticas a los violentos si éstos dejan su práctica. Éste y no otro es el auténtico estado de la moralidad social dominante entre nosotros, y probablemente el uso y abuso de proclamas éticas y políticas acerca de 'premios' tiene mucho que ver con tamaña confusión. Y, finalmente, queda la cuestión de cómo afecta este discurso justificativo de los premios al sistema democrático en su conjunto y, sobre todo, a la percepción social de su legitimidad. Punto que arroja perspectivas más bien pesimistas, como lo pone de relieve la rapidez y naturalidad con que nuestra sociedad ha interiorizado la idea de que sólo se obtiene satisfacción a una demanda si los actores concernidos son capaces de generalizarla, ampliarla y dotarla de un componente violento. Y actúan en consecuencia. Premiar ahora a los transgresores políticos no constituiría sino un paso más en este proceso de deslegitimación progresiva del Estado de Derecho que llena de desánimo al ciudadano anónimo de nuestro entorno.Mucho me temo que las recetas apresuradas y simplistas de una ética de las consecuencias poco reflexionada acaben destruyendo la sociedad misma que buscan mejorar. Y conceder premios políticos a quienes se convierten a la convivencia democrática es una de estas recetas, tan simples como erradas. Fue también un líder nacionalista, creo, quien popularizó la frase de '¿Los conversos, a la cola!'. Yo no diría tanto, pero desde luego no me apuntaría a la idea de 'los conversos, los primeros'.

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