viernes, agosto 17, 2007

Robert Kagan, El retorno de la historia

viernes 17 de agosto de 2007
El retorno de la historia
POR ROBERT KAGAN
El mundo ha vuelto a la normalidad. Los años inmediatamente posteriores al final de la Guerra Fría ofrecieron un atisbo tentador de un nuevo tipo de orden internacional: la esperanza de que las naciones pudieran crecer juntas o desaparecer por completo, un orden en el que se desvanecerían los conflictos ideológicos y las culturas se entremezclarían gracias a un comercio y unas comunicaciones cada vez más libres.
Pero eran un espejismo las expectativas optimistas de un mundo liberal y democrático que deseaba creer que el fin de la Guerra Fría no sólo había acabado con un conflicto estratégico e ideológico, sino con todos los conflictos estratégicos e ideológicos. La gente y sus líderes ansiaban «un mundo transformado». En la actualidad, las naciones de Occidente todavía se aferran a esa visión. Los indicios que señalan lo contrario -el giro de Rusia hacia la autocracia o las crecientes ambiciones militares de China- o bien se rechazan por considerarlos una aberración temporal o se niegan por completo.
El mundo no se ha transformado. Las naciones siguen siendo tan fuertes, ambiciosas, apasionadas y competitivas como siempre. Aunque EE.UU. es la única superpotencia, la competencia internacional entre las grandes potencias ha vuelto. Estados Unidos, Rusia, China, Europa, Japón, India, Irán y otros se disputan la supremacía regional y el honor, el estatus y la influencia. No es una época de convergencia, sino de divergencia de ideas e ideologías. La vieja pugna entre liberalismo y absolutismo ha resurgido, y los países del mundo se posicionan cada vez más entre ambos.
La lucha de los islamistas contra las fuerzas poderosas y a menudo impersonales de la modernización, el capitalismo y la globalización es un importante hecho inevitable en el mundo actual, pero, curiosamente, esta lucha entre modernización y tradicionalismo es básicamente una atracción secundaria en la escena internacional. Es más probable que el futuro esté dominado por el enfrentamiento entre las grandes potencias -entre las grandes ideologías del liberalismo y la autocracia- que por el esfuerzo de los islamistas radicales por restituir un pasado imaginario de piedad. La modernización y la globalización exacerban su rebelión contra la modernidad e, irónicamente, les arman para su batalla. Será una lucha solitaria y desesperada que no pueden ganar.
El prolongado conflicto ideológico desde la Ilustración ha sido la lucha entre liberalismo y autocracia. Ésa fue la cuestión que distanció a Estados Unidos de gran parte de Europa a finales del siglo XVIII y principios del XIX, y que dividió a la propia Europa en el siglo XX. En los años noventa parecía plausible que la muerte del comunismo pusiera fin a las discrepancias respecto a la forma adecuada de gobierno y sociedad, cuando se pensaba que Rusia y China avanzaban hacia un liberalismo político y económico. Muchos esperaban que el final de la Guerra Fría presagiara una era realmente nueva en el desarrollo humano.
Pero esas expectativas resultaron ser erróneas. China no se ha liberalizado, sino que ha consolidado su gobierno autocrático. Rusia se ha apartado decididamente del liberalismo imperfecto y va camino de la autocracia. Por tanto, de las grandes potencias del mundo actual, dos de las más grandes, con más de 1.500 millones de habitantes, están regidas por unos gobiernos que están comprometidos con el régimen autocrático y parecen tener la habilidad de mantenerse en el poder en un futuro próximo con una aparente aprobación popular.
Muchos dan por sentado que los líderes rusos y chinos no creen en nada y que, por consiguiente, no puede decirse que representen ninguna ideología. Pero eso es un error. Los gobernantes de China y Rusia sí tienen una serie de creencias que les guían en la política nacional y exterior. creen que la autocracia es mejor para sus naciones que la democracia. Creen que la primera ofrece orden, estabilidad y la posibilidad de prosperar. Creen que para sus naciones grandes y fragmentadas es esencial un gobierno fuerte que impida el caos y el desmoronamiento. Creen que la democracia no es la respuesta y que retener y ejercer el poder del modo en que lo hacen es lo mejor para los ciudadanos.
El liberalismo no ha cosechado una popularidad generalizada en todo el mundo hasta los últimos 50 años. Incluso hoy algunos pensadores estadounidenses exaltan «la autocracia liberal» por encima de «la democracia no liberal». Si las dos potencias más importantes del mundo comparten un compromiso común con un gobierno autocrático, significa que la autocracia no está tan muerta como ideología.
Esto tiene repercusiones para las instituciones internacionales y para la política exterior de EE UU. Ya no es posible hablar de una «comunidad internacional». El término da a entender que existe un acuerdo sobre las normas internacionales de conducta, una moralidad internacional e incluso una conciencia internacional. Esta idea se afianzó en la década de 1990, en una época en la que la percepción generalizada era que el avance de Rusia y China hacia el liberalismo occidental estaba generando una homogeneización del pensamiento global sobre las cuestiones humanas.
Hacia finales de los años noventa ya estaba claro que la comunidad internacional carecía de una base para el entendimiento común. Esto quedó clarísimamente de manifiesto en la guerra por Kosovo, que separó al Occidente liberal de Rusia y China y muchas otras naciones no europeas. Hoy queda patente en el problema de Sudán y Darfur. Y en el futuro tal vez proliferen los incidentes que revelen la superficialidad del término «comunidad internacional».
En cuanto al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, tras un despertar fugaz del coma de la Guerra Fría, ha vuelto a caer en su antigua condición de semiparálisis. El Consejo de Seguridad está claramente dividido en la mayoría de las cuestiones entre las autocracias y las democracias, y éstas últimas presionan sistemáticamente para que se apliquen sanciones y se emprendan otras acciones punitivas contra Irán, Corea del Norte, Sudán y demás autocracias, mientras que las primeras se resisten de manera igualmente sistemática y tratan de debilitar el efecto de esas medidas. Éste es un anquilosamiento que probablemente se agudizará en los próximos años.
Las actuales divisiones entre Estados Unidos y sus aliados europeos que han suscitado tanta atención en los últimos años serán por tanto reemplazadas por fracturas ideológicas más fundamentales, sobre todo por las tensiones cada vez mayores entre la alianza transatlántica democrática y Rusia.
La política exterior de EE.UU. debe adaptarse estratégicamente a estas distinciones ideológicas más cruciales. Es una insensatez esperar que China ayude a socavar un régimen brutal en Jartum, o sorprenderse si Rusia profiere amenazas contra losgobiernos democráticos prooccidentales situados cerca de sus fronteras. Se dará una tendencia hacia la solidaridad entre las autocracias, y también entre las democracias del mundo.
Por todos estos motivos, Estados Unidos debería aplicar políticas diseñadas para fomentar la democracia y fortalecer la cooperación entre los sistemas democráticos. Debería unirse a otras democracias para crear nuevas instituciones internacionales que reflejen y potencien sus principios y objetivos comunes, o tal vez una liga nueva de Estados democráticos, con el fin de celebrar reuniones y consultas habituales sobre cuestiones de actualidad. Una institución de esa índole podría unir a naciones asiáticas como Japón, Australia e India con los países europeos, y sería un complemento, aunque no un sustituto, de Naciones Unidas, el G-8 y otros foros globales.
Con el tiempo, semejante signo de compromiso con la idea democrática puede convertirse en un medio para poner en común los recursos de los países democráticos y abordar cuestiones que no pueden tratarse en Naciones Unidas, un medio capaz de infundir legitimidad a acciones que los países liberales consideran necesarias pero que las naciones autocráticas se niegan a tolerar, del mismo modo en que la OTAN dio legitimidad al conflicto en Kosovo pese a la oposición rusa.
© The Los Angeles Times

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