martes, agosto 28, 2007

Rafael Bardejí, Misiones de paz y guerra

martes 28 de agosto de 2007
Misiones de paz y guerra
POR RAFAEL L. BARDAJÍ
EL atentado que sufrieron nuestros soldados en el sur del Líbano así como el creciente hostigamiento, con el consiguiente aumento del riesgo para su seguridad, que sufre el destacamento español en Herat, Afganistán, no sólo refleja un empeoramiento de las condiciones y del entorno en el que actúan las tropas españolas. Significa algo mucho más profundo: el final de las misiones de paz, al menos tal y como las hemos conocido hasta ahora. Es el final del modelo con el que han venido participando los militares españoles en este tipo de misiones.
Aunque el actual gobierno habla mucho de la ONU, la experiencia de las fuerzas armadas españolas como cascos azules es muy limitada puesto que se reduce al envío de unos pocos oficiales como observadores en procesos de desarme o de vigilancia de acuerdos de alto el fuego. La participación española en misiones de paz ha estado ligada más a la OTAN que a las Naciones Unidas. Lo fue en la antigua Yugoeslavia en los años 90 y lo es ahora en Afganistán.
En cualquier caso ninguna de las condiciones que hicieron posible tanto las misiones de la ONU como las de la OTAN están presentes hoy en día. La ONU desplegaba su contingente multinacional normalmente una vez que las partes en conflicto habían llegado a un punto donde bien habían quedado exhaustas o no veían forma alguna de alcanzar una victoria clara. Los contendientes aceptaban la presencia de los cascos azules porque congelaban una situación que les era más propicia que seguir con las hostilidades.
El caso de las intervenciones de la Alianza Atlántica es distinto. El despliegue de sus soldados se ha hecho tras obligar a las partes, mediante el uso de la fuerza, a aceptar unas condiciones sobre el terreno vigiladas activamente por los soldados aliados. El cese de hostilidades se lograba, como en Bosnia, tras el recurso a los bombardeos contra las tropas serbias y serbio-bosnias; en Kosovo, con una campaña aérea sobre Serbia; y en Afganistán, tras el derrocamiento del régimen talibán gracias a la intervención norteamericana y la operación Enduring Freedom. Esto es, la paz que los soldados del ejército de tierra patrullaban se había hecho posible gracias a una actuación ofensiva previa y a haber forzado la derrota de una de las partes.
Ya hubiera una aceptación entre los contendientes, como en las misiones de la ONU, o una imposibilidad forzada de proseguir con las hostilidades, como en el caso de la OTAN, el hecho es que el despliegue terrestre de las misiones de paz se desenvolvía en un entorno benigno, en el que no cabía encontrarse con una oposición significativa y en el que las posibles reticencias tenían que solventarse gracias a la integración con la población. Nuestras tropas tenían que ser vistas como amigos y no como invasores. Y hay que decir que el carácter español, abierto y afable, ha sido un plus que nuestros militares han sabido utilizar para un mejor desenvolvimiento de sus tareas en el extranjero.
De esta orientación general se desprendían diversos requerimientos operacionales que han conformado eso que llamamos el modelo español de misiones de paz. A saber, el empleo de medios poco ofensivos, como los blindados sobre ruedas, unas reglas de enfrentamiento muy severas que sólo preveían el fuego contra el enemigo en circunstancias extremas, y un claro énfasis en los elementos de servicio a los lugareños, desde los zapadores e ingenieros (puentes, como en Móstar; reconstrucción de escuelas, hospitales, luz y alcantarillado, campos de refugiados como en Albania) hasta la atención médica gracias a los escalones avanzados y hospitales de campaña. Además de apoyar la seguridad con su presencia, las fuerzas armadas actuaban más como ONG robustas y uniformadas. Nadie se lo disputaba sobre el terreno, ni nadie se oponía a ello. Y si había quienes no lo aceptaban, eran marginales o estaban incapacitados para hacer algo al respecto. Las misiones de imposición de la paz se habían logrado con pilotos y bombardeos; las fuerzas terrestres se dedicaban a la reconstrucción institucional, social y psicológica.
Pero la condición esencial de la ayuda humanitaria, un término que define con mayor precisión las tareas de nuestros militares, era la aceptación social generalizada de la presencia de las tropas aliadas y del tipo de tareas que cumplían. Y esa condición es, precisamente, la que ha dejado de existir en el nuevo entorno donde actúan los soldados españoles junto a los de otros países aliados. El islamismo radical y militante, Al Qaeda y demás terroristas islámicos han modificado sustancialmente las condiciones y la naturaleza de las llamadas misiones de paz. A partir de ahora serán tanto misiones de paz como de guerra si de verdad se quiere alcanzar los objetivos encomendados a la vez que garantizar la seguridad de nuestras tropas. El islamismo fanático ha hecho de las tropas españolas un blanco legítimo, puesto que en su peculiar visión son fuerzas invasoras de tierras del Islam e independientemente del grado de aceptación de la población que acoge su despliegue, están permanentemente expuestos a un atentado terrorista. Lo hemos visto en el sur del Líbano y el coche bomba que acabó con la vida de seis soldados de nuestro ejército.
En Afganistán, el contingente español se enfrenta a una plétora de riesgos entre los que destaca un movimiento talibán completamente entregado a crear el caos en ese país. Han demostrado que no se amedrentan ante las tropas de la ISAF y que son perfectamente capaces de combatirlas. Así que es cuestión de tiempo que los soldados españoles se enfrenten al mismo nivel de violencia que sus colegas canadienses, británicos o australianos.
Por ello nuestros militares en misiones de paz, por seguir con la terminología al uso, tendrían que contar con mayores sistemas de disuasión y no sólo de autoprotección. Esperar pacientemente al próximo ataque, que es lo que manda el actual marco conceptual de estas misiones, significa aguardar macabramente a las próximas bajas. Desde luego que son necesarios mejores sistemas de autodefensa, pero la mejor protección que se puede conceder a nuestras tropas son medios de disuasión y de combate. En Afganistán ninguna paz será posible si no se erradica antes a los talibanes; no habrá reconstrucción alguna si no se libera a los afganos del miedo a lo que éstos puedan hacerles cuando no estén los soldados de la coalición en los alrededores.
A diferencia de Bosnia, donde los serbios aceptaron su derrota, o el Congo y Chipre, donde las partes apostaron porque la ONU garantizara el statu quo, nuestras tropas se despliegan ahora en zonas donde hay enemigos capaces y dispuestos a luchar contra ellas. Y eso es una realidad innegable de la que deberían tomar buena nota tanto los responsables militares como el gobierno español. Que se desdeñe el peligro, como se ha hecho desde las máximas instancias castrenses, porque toda operación conlleva riesgos, es cegarse voluntariamente a las nuevas condiciones de las misiones de paz. Contentarse, como hace el ministro de defensa, en anunciar la adquisición de cuatro aviones no tripulados, cuando el Ministerio derrocha dinero para comprar todo tipo de sistemas que jamás serán empleados más que en los desfiles, es una mala broma.
Por razones de conveniencia política el gobierno sigue emperrado en hacer que nuestros soldados cumplan unas misiones de los 90 con material de los 70 sin querer aceptar que estamos en un mundo radicalmente distinto. Pero las misiones de paz, nos guste o no, son ya de paz y guerra al mismo tiempo. Y salvo que los militares quieran jugar a la política socialista, deberían exigir estar preparados para ello.
RAFAEL L. BARDAJÍ

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