martes, agosto 14, 2007

Pedro Larrea, Turquia y Europa

Turquía y Europa
14.08.2007 -
PEDRO LARREA

El Vaticano y la derecha francesa han sido dos enemigos tradicionales de la entrada de Turquía en la Unión Europea. En su viaje por tierras turcas, el Papa no solamente enmendó el inoportuno desliz cometido en Ratisbona, que tanto enfado causara en el mundo musulmán, sino que, además, mostró un apoyo decidido a la solicitud de ingreso turca, dando así un giro completo a su personal punto de vista, expresado todavía en sus últimos días de cardenalato. ¿Modificación dogmática radical? Más bien un cambio de acento en ese delicado equilibrio entre dos discursos de la máxima actualidad y dialécticamente mal avenidos: la proclamación de las raíces cristianas de Europa cuya savia cultural interesa preservar, y la necesidad del diálogo interreligioso tanto para el enriquecimiento espiritual de los creyentes como para la paz mundial. Por el contrario, Nicolas Sarkozy, el nuevo histrión de la escena política europea, fiel a la negativa francesa tantas veces defendida por Giscard d'Estaing, está dispuesto a utilizar la Unión Mediterránea, recién propuesta, como moneda sustitutoria que relaje el sarampión europeísta turco. De este modo, el catolicismo oficialista y el republicanismo laicista parecen estar con los papeles invertidos. Si la participación del Estado turco en el entramado institucional europeo se visualiza no en términos operativos sino culturales, se entendería mejor que la negativa viniera del lado papal, toda vez que uno de los ingredientes constitutivos de la identidad cultural es la religión. Ni siquiera es fácil imaginar que unos republicanos convictos se encuentren atrapados en un debate identitario donde los principios del universalismo abstracto parecen orillados en beneficio de la 'particularista' y decisiva cuestión: ¿Pero acaso Turquía es Europa?Simplificando, dos son las perspectivas básicas desde las que suele valorarse la posible entrada de Turquía en la Unión Europea: una funcional (economía, política, instituciones, estrategia, sociología) y otra identitaria. En el plano económico, las luces y las sombras se entremezclan. Superada la crisis financiera de 2001, la economía turca, con un nivel de desarrollo escaso, crece, sin embargo, a un ritmo espectacular. ¿Será este crecimiento suficiente para alcanzar los umbrales de entrada exigibles? ¿Se verá obligada la actual política agrícola de la Unión a introducir cambios indigeribles? Otro interrogante en materia de derechos humanos (acuerdos de Copenhague): ¿Hará la República turca los progresos necesarios en sus dos asignaturas pendientes, los derechos de la mujer y el tratamiento de las minorías étnicas? O, al revés, ¿por qué dudar de que una Turquía integrada en la Unión no va a alcanzar los estándares europeos en la materia? Los recientes acontecimientos electorales han confirmado la emergencia de un islamismo moderado capaz de gestionar 'laicamente' los asuntos internos, siendo una alternancia creíble al laicismo oficialista que implantara Ataturk.En el aspecto institucional, cabe decir que el Tratado de Roma no preveía una Europa allende el Bósforo, pero una vocación 'occidentalista' innegable ha llevado al Estado turco a formar parte de la OTAN, de la Organización para la Cooperación Económica Europea (OCEE, luego OCDE), de la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE, después OSCE), del Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo y de prácticamente todas las instituciones europeas. Por su parte, la geoestrategia avala al candidato: así la defensa (su ubicación en el Mediterráneo y en las puertas de Oriente), la economía (el acceso a las fuentes de energía del Cáucaso y del Asia Central) y la política (sus relaciones amistosas con 'casi' todos los países del área, en especial con Israel y el mundo árabe).No obstante, la deficiente integración de los inmigrantes turcos en la sociedad europea alimenta los recelos de una penosa convivencia intercultural con una población próxima a los setenta millones de habitantes. Algunos analistas consideran que los flujos migratorios del pasado, que han dejado en los países de Europa casi cuatro millones de turcos (la mitad en Alemania), procedentes en su mayoría del campesinado de Anatolia, podrían intensificarse. Otros piensan, al contrario, que los flujos del futuro serán más reducidos y selectivos, pudiendo incluso invertirse su signo. Los más timoratos ven en el posible ingreso de Turquía en la Unión la señal de alerta que aconseja revisar las políticas 'multiculturales' practicadas hasta hoy por los gobiernos europeos; los más agresivos prefieren abordar el problema sin tapujos, es decir, en clave identitaria.En términos comparativos, Turquía es un país pobre y musulmán, mientras que la Europa de la Unión es un club rico y cristiano, tal vez en proceso de lenta descristianización pero, desde luego, de indudables raíces cristianas. Paradójicamente, pocas tierras como la turca pueden exhibir un pedigrí cristiano tan completo: Constantinopla, capital de todo el Imperio Romano, primero, y de su parte oriental, después, disputó a Roma durante siglos la capitalidad de la Cristiandad; en esa ciudad o en sus proximidades se celebraron los ocho primeros concilios ecuménicos, decisivos para la fijación de la teología cristológica; dos emperadores bizantinos, Constantino y Teodosio I, hicieron del Cristianismo la religión oficial del Imperio; en el Asia Menor se implantaron y florecieron muchas de las primeras comunidades cristianas; y en la Cilicia nació y se educó Saulo, judío de Tarso y ciudadado romano, al que muchos consideran el verdadero fundador de la nueva religión. (Los amantes de las tradiciones piadosas podrán añadir, entre otras, que la madre de Jesús pasó los últimos años de su vida en la comunidad de Éfeso, desde donde fue arrebatada a los cielos).Lo cierto es que, a partir del siglo XV, el Islam se instaló en Asia Menor y en buena parte de la Europa Oriental al cobijo del poder del Imperio Otomano, al que, todavía en el siglo XVIII pertenecían Hungría y Moldavia, y en el XIX Grecia, Serbia, Bosnia, Montenegro, Rumanía o Bulgaria. Dejando a un lado la historia, parece impensable que hoy en Europa, la cuna del laicismo y del ateísmo, alguien pueda ver en la religión un signo identitario distintivo capaz de perturbar la convivencia política; de haber reticencias, podrían ser de índole práctico-cultural, nunca dogmáticas. Pero, a este respecto, convendrá no olvidar que la República Turca es un régimen que abandonó el Islam como religión oficial del Estado, se rige por una legislación civil y penal de corte europeo y desarrolla una enseñanza pública laica. Ahora que el Papa se ha mostrado favorable a una Europa inclusiva, ¿no es una ironía histórica que políticos sedicentemente republicanos nieguen al pueblo turco su deseo de compartir la ciudadanía europea, a partir, precisamente, de argumentos de cuño identitario-etnicista?El 'caso turco' ha puesto al descubierto dos evidencias, que invalidan, sucesivamente, el fundamentalismo republicano y el fundamentalismo etnicista. No existen sociedades políticas capaces de guiarse exclusivamente por principios universales, con abstracción de la realidad cultural que las conforma. Ni deben tener virtualidad política las identidades estancas y homogéneas, sino las abiertas y plurales, en permanente proceso de cambio y mestizaje. Ambas constataciones (la inevitable mediación de la cultura como expresión de la universalidad, más la complejidad identitaria superadora de barreras étnicas) llevan una marca inconfundible: el sello de la pos-modernidad.

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