lunes, agosto 13, 2007

Pedro Gonzalez Trevijano, Las banderas de los taxis

lunes 13 de agosto de 2007
Las banderas de los taxis
POR PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO
ACABO de regresar de Buenos Aires donde he coincidido con la celebración de sus fiestas patrias. Una independencia de los territorios del Virreinato de las Provincias del Río de la Plata, en la que se aprovechaba -como acontece casi siempre en tales circunstancias de emancipación- la gravísima situación nacional ocasionada por la invasión de las tropas napoleónicas, la abdicación de Carlos IV, las pretensiones de su hijo, el futuro Fernando VII, y la entronización por el Emperador de su hermano José Bonaparte. Y, la verdad, no puedo dejar de reconocer cierta desazón por la diferencia en su ardiente asunción y valiente defensa de sus símbolos nacionales. Lo primero que reclamó mi atención fue la mayoritaria presencia de banderitas argentinas en las solapas de trajes, americanas, camisas, etcétera. Una ostentación de orgullo patriótico que tuve ocasión de descubrir nada más aterrizar en el Aeropuerto Internacional Ezeiza Ministro Pistarini, donde a un atento guía turístico -que llevaba prendido en el abrigo la albiceleste- le faltó tiempo para recordarme la conmemoración: 25 de mayo de 1810. La llegada al hotel no fue tampoco distinta: porteros, recepcionistas, camareros y personal de limpieza y jardinería, prendían su bandera, unas más grandes, otras más pequeñas, pero todas en lugar preferente.
Pero no terminaban aquí tales manifestaciones de adhesión nacional, pues la enseña se erigía en los más diversos comercios y restaurantes de la capital, en las sedes, por supuesto, de los edificios de las administraciones e instituciones públicas, pero también en los balcones de las viviendas de sus habitantes; y no quiero dejar de hacer especial mención a las universidades y sus autoridades -como la banderita en el abrigo del Decano de la Facultad de Económicas de la Universidad de Buenos Aires. Pero mi sorpresa, pues hasta aquí -aunque seguramente no con tanto despliegue- uno ha tenido ya ocasión de conocer las recurrentes expresiones externas de este tipo en Estados Unidos o Francia, ¡fue observar como los mismísimos taxis incorporaban en una de sus ventanillas delanteras la insignia de tonos azules y blancos! Desde luego, Manuel Belgrano, uno de los próceres de la patria, militar, economista, político, y artífice del diseño de la escarapela argentina -que era alzada por primera vez un 27 de febrero de 1812 en la ciudad de Rosario- se hubiera sentido orgulloso.
Dudo mucho que tal sensación fuera hoy sin embargo compartida por Carlos III, durante cuyo reinado se esbozó nuestra bandera nacional en el año de 1785. Un emblema que sustituía -tras la presentación de doce proyectos de pabellón naval- el blanco dinástico de los emblemas de la Armada por unos colores más visibles en alta mar. Una bandera que se extendería oficialmente después, en el reinado de Isabel II, por Real Decreto de 1843, a todos los ejércitos, generalizándose su uso no obstante como enseña nacional desde el primer tercio del siglo XIX. Aquí, aunque la Constitución de 1978 prescribe que las «banderas y enseñas propias de las Comunidades Autónomas... se utilizaran junto a la bandera de España en sus edificios públicos y en sus actos oficiales» (artículo 4. 2), la realidad es cicatera, cuando no adversa, hacia nuestro estandarte en ciertas partes del territorio nacional. Los casos son pertinaces y hostiles: la ausencia de la bandera nacional en algunos Ayuntamientos del País Vasco y de Cataluña, cuando no su pública quema, en los actos del nacionalismo catalán más radical y de las formaciones políticas vascas cercanas a ETA y Herri Batasuna. Poco importa, por lo demás, que con tales conductas se violente la Ley 39/1981, de 28 de octubre, por la que se regula el uso de la bandera de España y el de otras banderas y enseñas: «La bandera de España deberá ondear en el exterior y ocupar el lugar preferente en el interior de todos los edificios y establecimientos de la Administración central, institucional, autonómica provincial o insular y municipal del Estado» (artículo 3. 1). Seguramente, como argumenta el profesor Feliciano Barrios, la sustitución de la bandera durante la II República, al contrario de la I, y su identificación después con el régimen de Franco, ha resultado nefasta para la generalizada aceptación de nuestros símbolos.
Y no les hablo, pues la depresión iría en imparable aumento, de la leyenda incorporada en sus monedas de circulación legal: «En Unión y libertad». Es imposible encontrar una más bella enunciación de principios políticos colectivos de vida compartida. Por estos lares -nuestra Carta Magna de 1978 también habla de «unidad, autonomía y solidaridad» (artículo 2), pero estamos empeñados en resaltar lo que nos distancia y difuminar lo que nos liga- disfrutamos asimismo, y además por imperativo legal, del día de la Fiesta Nacional, donde como se recuerda en la Ley 18/1987, de 7 de octubre, que establece el día de la Fiesta Nacional de España el 12 de octubre: «... ésta tiene como finalidad recordar solemnemente momentos de la historia colectiva que forman parte del patrimonio histórico, cultural y social común, asumido como tal por la gran mayoría de los ciudadanos». Pero, ¿estas ideas son verdaderamente sentidas y respaldadas activamente por la ciudadanía y su clase política?
No demasiado mejor le van las cosas al himno nacional. Procedente también de la época de Carlos III, quien recibía como regalo -según una tradición secular- su militar partitura de Federico II de Prusia. Una partitura declarada Marcha de honor española o Marcha real por un Real Decreto de 3 de septiembre de 1790, pasando con el tiempo a convertirse en nuestro Himno nacional, con la salvedad de la II República, donde se rescataba el himno de Riego. Pero, a diferencia de otros países, nuestro himno carece de letra a pesar de algunos intentos. Tal ausencia, ¡un himno que por tener su origen en una marcha no se puede cantar!, hace que no favorezca lo que son sus deseables funciones de identificación, integración y participación. Nosotros no nos hemos beneficiado de ese momento estelar de la humanidad, como era calificado por Stefan Zweig, de la creación de La Marsellesa por Claude-Joseph Rouget de Lisle, capitán de ingenieros de la guarnición de Estrasburgo y sus «Allons enfants de la Patrie, Le jour de gloire est arrivé...!». Ni tenemos la suerte de poder entonar las estrofas del «God save the King» del himno británico, el «Deutschland, Deutschland über alles» alemán o el «Amanece: ¿lo veis, a la luz de la aurora, lo que tanto aclamamos la noche al caer?...» del norteamericano. Ni tampoco, como en Argentina, el «Oíd, mortales, el grito sagrado: Libertad, Libertad, Libertad...».
La sombra de una larga dictadura, un injustificado complejo de inferioridad, la ausencia de hábitos de participación política, la interesada identificación de los símbolos con las fuerzas más reaccionarias y la inexplicable subyugación por un pasado republicano, dificultan su asunción. Es inconcebible que aún algunos sigan postulando la bandera tricolor en recuerdo de una fracasada historia republicana. Una República, como recuerda Ksawery Pruszynski, «que prometía que iba a hacer de España una Francia moderna pero terminó pareciéndose a una república de América del Sur, con su revolcón cada dos años, sus golpes deEstado durante las vacaciones, con una dictadura en ciernes y una revolución a medias».
Para quitarnos el mal sabor de boca, y cerrar la puerta a la sensación de ahogante melancolía, que mejor que acercarnos a un libro ejemplar publicado por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales (2000), dirigido entonces por la profesora Carmen Iglesias, con el título de Símbolos de España. Una bandera que satisface así la función de integración simbólica de nuestra comunidad nacional. Una sociedad política convencida de la pertinencia de seguir construyendo, desde la asunción de un pasado común y la reivindicación del rabioso presente, su mejor futuro. Y, por ende, del tan anhelado por estos predios ibéricos del aún por cuajar sentimiento constitucional. Entre tanto, como diría el general Belgrano en la hora de su muerte, aquí también nosotros podríamos exclamar: «¡Ay, Patria mía!». Por más que en España, la bandera de los taxis sólo es una: la que inicia el obligado cargo de la carrera.

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