lunes, agosto 13, 2007

Pablo Sebastian, La crisis de Navarra dinamita el castillo confederal

lunes 13 de agosto de 2007
La crisis de Navarra dinamita el castillo confederal
POR PABLO SEBASTIÁN
LAS crisis de Navarra y del PSOE forman parte obligada de la secuencia de disparates políticos que marcaron la legislatura que se inició con el diseño de un fantasmagórico castillo de naipes confederal por parte del sonriente arquitecto de fortuna que se llama José Luis Rodríguez Zapatero. Un aprendiz de brujo que dibujó la reforma del modelo del Estado y de los pactos de la Transición a través de una iniciativa, contra natura democrática y constitucional, en la que el PSOE y los nacionalistas más radicales —Esquerra Republicana de Cataluña, Batasuna, BNG y Bloc— se conjuraban en un acuerdo de corte confederal.
Se trataba de ofrecer, desde el Gobierno del PSOE, a los nacionalistas las más altas cotas de soberanía a cambio de su apoyo a la estabilidad del Gobierno, mediante una profunda reforma de los estatutos de las llamadas nacionalidades históricas —Cataluña, País Vasco y Galicia—, al tiempo que se negociaba con ETA su aterrizaje en este nuevo marco político y el final de su violencia, tras incluir en la pretendida reforma del Estatuto vasco tres concesiones políticas a la banda terrorista: el derecho a decidir el futuro de los vascos, la unificación de Navarra y del País Vasco, y el reconocimiento de la nación vasca, lo que se aprobó en la reuniones secretas de Loyola con ETA y PNV. Además, el Gobierno de Zapatero se comprometía a sacar de la cárcel a los presos etarras y a pagarles durante unos años un buen sueldo (1.500 euros al mes) para su reinserción social.
El modelo confederal autonómico facilitaba el aterrizaje de ETA en la vía política, y el Estatuto catalán se convertía en el ensayo general, el «Estatuto piloto», a imitar e incluso a superar luego por los gallegos y los vascos, respectivamente. Con todo ello, el presidente daba pruebas inequívocas de su audacia —o temeridad—, llegando incluso a burlar la Constitución por la vía de leyes orgánica que permitían colar los nuevos Estatutos, a la espera de su posterior refrendo por un controlado Tribunal Constitucional, lo que todavía está por ver.
El resultado que se esperaba de semejante plan, que el presidente Zapatero iba urdiendo e improvisando a medida que avanzaba la legislatura, era tan ambicioso como sorprendente: se cambiaba el modelo de Estado, sin pasar por una reforma constitucional, ETA dejaba las armas, el PSOE conseguía un pacto de hierro con los nacionalistas como paladín de la nueva España confederada, el PP se quedaba aislado en el conjunto del Estado y Zapatero pasaba a la Historia como el gran pacificador de ETA y arquitecto de la nueva España, completando su obra con una revisión de la Guerra Civil, de la Transición y de la historia del PSOE, lo que le permitiría quedarse en el poder veinte años más.
Pero en tan ingente obra el presidente necesitaba la complicidad del PSOE, un Gobierno sumiso, de los grandes medios de comunicación y el desvarío del PP, que, según los cálculos de La Moncloa, acabaría «echándose al monte» a la vista de la nueva situación. Para ello, Zapatero tenía que liquidar a los barones socialistas que fueron artífices de los pactos de la Transición, unos cesados en sus feudos por muy distintos motivos —Vázquez, Bono, Ibarra, Redondo, Simancas, Maragall, Puras, etcétera, y otros silenciados y sometidos al disfrute del poder, como González y Guerra, reformando a su favor el marco audiovisual español —que el PP fue incapaz de equilibrar en los tiempos de Aznar—.
La sumisión y debilidad de los miembros del Gobierno fue mucho más sencillo, y a la vista está en la crisis del desgobierno de Cataluña, donde el ex ministro Montilla y su ex colega Álvarez se reparten la responsabilidad en el disfrute del caos.
Pero el pretendido arquitecto Zapatero se olvidó de los inquilinos de su famoso castillo —de los españoles—, del edificio utópico y demencial que pretendía levantar. Y la fortaleza de sus sueños se comenzó a desmoronar en Cataluña donde, poco a poco —y aún le queda el frenazo del Tribunal Constitucional— comenzó a dar marcha atrás, cortando las alas y las cabezas de sus compañeros del PSOE, como ocurrió con Maragall —que ahora llama a Zapatero “acomplejado ante el PP»—, al que puso, en Cataluña, en manos de la Esquerra Republicana; como meses atrás había puesto a López, en el País Vasco, en manos de Batasuna; o en Navarra, a Puras en las de Na-Bai, lo que propició la derrota del PSOE en las elecciones municipales y encendió todas las alarmas del Palacio de la Moncloa de cara a la gran cita de los comicios generales. Sobre todo, una vez que ETA exigió garantías escritas del pacto de Loyola y atacó con sangre y fuego el aeropuerto de Barajas.
Y así, con grandes heridas abiertas en la convivencia nacional, en el seno del PSOE y en las Comunidades vasca y catalana que pretendía confederar, el presidente Zapatero se encuentra desconcertado y confundido ante las ruinas de su obra maestra. Y solo ante el peligro electoral que se le viene encima, mientras envía sus últimos correos a ETA para que no mate con el mensaje desesperado de que lo de Navarra y lo de Loyola todavía se puede recomponer —con una moción de censura y la vuelta a la negociación— si él gana las elecciones, lo que a pesar de todo y aunque ETA no mate está por ver y va a depender, en gran manera, de las próximas decisiones que adopte el Partido Popular.

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