jueves, agosto 23, 2007

Miguel Angel Loma, Consejitos contra el fuego

jueves 23 de agosto de 2007
Consejitos contra el fuego
Miguel Ángel Loma
C ADA verano arde España por los cuatro costados. Y como cada verano también, el Gobierno de turno despliega su abanico de excusas y acusaciones intentando apagar sus eventuales responsabilidades. Como soy un ciudadano solidario apunto algunas reflexiones sobre el tema, por si de algo sirvieran para colaborar al sofoco de tan repetitiva y nefasta plaga. Debemos aprovechar la maravilla que supone una configuración del Estado como el nuestro a la hora de repartir o diluir responsabilidades. en los sucesivos escalones administrativos según el partido político que gobierne en cada ámbito municipal, comarcal, provincial, de la Diputación, de la Autonomía o realidad nacional, y del Estado. (Obvio es señalar que la descargas e imputaciones de responsabilidades operan tanto en sentido ascendente como descendente, según convenga). Para el extraño supuesto de que todos los diferentes niveles administrativos correspondiesen al mismo partido o coalición, lo más conveniente es escoger como chivo expiatorio a un individuo de algún escalón intermedio «quemado» por actuaciones precedentes, que entre tantos implicados no será difícil dar con un cenizo a quien cargar la tostada. (Ni que decir tiene, que en caso de que se trate de un fuego acaecido en una realidad nacional de esas avanzadas y con todas las competencias asumidas, la culpa será siempre del llamado Gobierno central). De mucha utilidad también para justificar todo tipo de desastres, viene siendo echar mano de la socorrida memoria histórica, ya sea en su aspecto más inmediato (la culpa la tiene la ardiente crispación sembrada por Aznar), más remoto (los rescoldos del franquismo), o remotísimo (los Reyes Católicos y las brasas aún latentes de la Inquisición). Y ya que nos topamos con el tema, y como a nadie se le escapa que fuego e infierno guardan una calidísima relación, siempre resulta muy aconsejable culpabilizar a la Iglesia, ya sea en su más ínfimo escalafón (alegando, por ejemplo, que el fuego se debió a un pirómano que fue monaguillo en su tierna infancia y aquello de encender las velitas de la Misa le produjo un trauma que intenta exorcizar a golpe de mechero purificador), o apuntando directamente las responsabilidades a las más elevadas jerarquías eclesiásticas a través de las incendiarias declaraciones de algún obispo del lugar. Por el gran auxilio que supone para la exculpación de responsabilidades de nuestros mandamases y mandamasas de la cosa pública, tampoco podemos ignorar la adecuada utilización de la ciencia estadística, tirando de complejos cuadros comparativos que admitan interesadas interpretaciones, y demostrando que lo nuestro son fogatillas de poca monta, y que para fuegos fuegos los de la Patagonia, (lo de encontrar a otros que les vaya peor es algo que consuela mucho). Y si es fuego de los que no cabe minimizar porque su magnitud ha sido recogida por las televisiones de medio mundo, lo más conveniente es hacer de la necesidad virtud, planteando el suceso de un modo positivo y lúdico, y solicitando su inclusión en el libro Guinness, conmemorándolo anualmente con unas fiestas populares en honor de Lucifer, con sus correspondiente pregón a cargo del friqui de moda y posterior actuación de un grupito musical satánico que amenice el evento como el demonio manda. Esto, además de catapultar con toda seguridad hacia la fama mediática a la localidad en cuestión, constituirá un gran avance en la apertura ideológica de nuestras fiestas, marcadas hasta ahora por un excesivo carácter religioso que, dicho sea de paso, cada vez tiene menos que ver con el santo o la Virgen del lugar, bajo cuyo supuesto nombre se realizan todo tipo de desmadres. Además de todo lo anterior, siempre cabe crear un Observatorio de la Chamusquina (Txamuskina, si es fuego propagado en tierras sabinianas) cuyos miembros y miembras analizarán con mucho interés el fenómeno incendiario, tomando nota (desde lejos) del grado de combustión de los diferentes elementos chamuscados, el tipo de fantasiosos arabescos que produce el humo, el género, número y especie de animales achicharrados, y las veces que había sido detenido con anterioridad el pirómano en cuestión, si es que se trata de fuego provocado voluntariamente; informando posteriormente de todo ello a la pertinente comisión de la asamblea autonómica y del mismísimo Congreso de Diputados (y Diputadas). Y por supuesto, siempre nos quedará como primera y última causa, la que lo será de todos nuestros males durante los próximos lustros: el temible «cambio climático»; circunstancia que ya sabiamente percibiera nuestro avispado presidente de Gobierno en su primer bautismo de fuego en tierras de Guadalajara. («Ha sido el cambio climático», se le oyó decir). Lo que en ningún caso debe hacerse, aunque ocioso resulte siquiera mencionarlo, es admitir que el desastre incendiario se repite, en gran parte cada año, por la manifiesta torpeza de los políticos responsables encargados de prevenirlo, y por causas tan controlables como el abandono de la limpieza de los bosques, la escasez de medios para combatirlo, la falta de vigilancia de los parajes de alto riesgo, y la absoluta (y lógica) descoordinación de tantísimo organismo en manos de tantísimo incompetente enchufado por los politiquillos de turno, que funcionan al margen de los profesionales y técnicos del asunto. (Quizás alguien piense que ninguna de estas reflexiones ayuda a la solución del problema, es posible..., pero este es el tipo de medidas que se suelen adoptar frente a otras cuestiones de no menor gravedad, y sin embargo, nos las cuelan hasta la cocina).

No hay comentarios: