jueves, agosto 16, 2007

Mark Steyn, Una verdad incomoda

viernes 17 de agosto de 2007
Calentamiento global
Una verdad incómoda
Esas cocacolas y hamburguesas con queso detestadas por las refinadas novelistas londinenses están devastando el planeta en modos en los que conquistadores abiertamente genocidas como Hitler o Stalin sólo pudieron soñar.
Mark Steyn

El otro día sucedió una cosa extraña. Al acudir a la página web de la NASA y mirar los ranking de "Temperatura del aire en la superficie en los Estados Unidos" se podía notar que había cambiado algo.
También es posible que no. No están publicando notas de prensa sobre ello. Pero discretamente han revisado su lista de éxitos de las temperaturas en Estados Unidos. El "año más caluroso que consta" ya no es 1998, sino 1934. Otro año supuestamente sofocante, 2001, ahora se ha caído del Top Ten, y la mayor parte del resto del siglo XXI –los años 2000, 2002, 2003 y 2004– se han colocado por debajo incluso de los 100 más calurosos. De hecho, todos los años tan calientes de los 90 y los dosmiles han visto reducidas sus temperaturas.
Cuatro de los años más calurosos del Top Ten de Estados Unidos resultan ser de los años 30, la década en la que todos conducíamos en enormes todoterreno con el aire acondicionado puesto a toda pastilla. Si el cambio climático es, como dice Al Gore, el asunto más importante que cualquiera haya afrontado nunca en la historia de todo lo que ha existido, resulta que Franklin Roosevelt nunca dijo ni una sola palabra sobre ello. Y aún así sobrevivimos.
¿Y por qué 1998 ya no es el bate records de Estados Unidos? Porque un tipo muy diligente llamado Steve McIntyre, de climateaudit.org, trabajó duramente para demostrar que había un error de computación en el tratamiento de los datos estadísticos en bruto de la NASA. A continuación dio parte a los científicos responsables y recibió un reconocimiento de que el error era "un descuido" que sería subsanado en el próximo "refresco de datos". La respuesta fue casi tan fría como la tabla de listas revisada.
¿Quién es este hombre que comprende los datos climáticos norteamericanos mucho mejor que la NASA? Bien, ni siquiera es norteamericano: es canadiense. ¿Es quizá otro inmigrante que hace los trabajos que los norteamericanos no hacen, aunque sean empleados públicos federales con presupuestos ilimitados? No. McIntyre reside en Toronto. Pero los datos le olieron mal, encontró el error y la NASA ahora ha corregido sus descubrimientos, aunque sin la fanfarria que acompañó a la histeria del "año más cálido del que se tiene constancia" hace ahora casi una década. La luz del sol podrá ser el más eficaz de los desinfectantes, pero, en lo que respecta al calentamiento global, los expertos prefieren mantener el termómetro allí donde el sol no alumbra.
Uno se ve tentado a explicar el error con el antiguo grito de guerra del programador informático: no es un fallo, es una característica del programa. Para sostener la histeria del público, es necesario que los fanáticos del calentamiento puedan demostrar que algo está sucediendo ahora. O en palabras del Fort Worth Star-Telegram a finales de 1998:
Es diciembre, y usted todavía está cortando el césped. No puede poner las luces de Navidad porque tiene miedo de que el sudor que resbala de su cara cortocircuite los enchufes. La madreselva está floreciendo, los mosquitos asoman a traición.
¿Suficiente calor para usted?
No es lo mismo si se cambia "¿Suficiente calor para usted?" por "Sí, es hora de sacar los recuerdos en sepia de la infancia del abuelo”, ¿verdad? Pero aún así, el fraude no sería tan eficaz si no hubiera tantos dispuestos a tragárselo. ¿A qué se debe eso?
En mi libro, aún disponible en todas las buenas librerías (podrá usted encontrarlo levantando la pata coja del expositor de ejemplares de Una verdad incómoda de Al Gore), intento responder a esta pregunta sirviéndome de unas celebradas observaciones de la aclamada novelista británica Margaret Drabble, hablando justo después de la liberación de Irak:
Detesto la Coca-Cola, detesto las hamburguesas, detesto las películas violentas y sentimentales de Hollywood que cuentan mentiras sobre la historia. Detesto el imperialismo americano, el infantilismo americano, y el triunfalismo americano con motivo de victorias que ni siquiera lograron.
Es una lista interesante de agravios. Si usted viviera en Polonia en los años 30, no le preocuparía el refresco preferido de los soviéticos ni por la cultura pop sentimental del Tercer Reich. Si Washington fuera una gran potencia convencional, la clase intelectual estaría argumentando que los Estados Unidos son una amenaza para Francia o la India o el Chad o quien fuera. Pero dado que son la primera superpotencia no-imperial, el mundo ha tenido que fabricar la tesis de que Estados Unidos es una amenaza no sólo para esta o aquella nación sino para el planeta entero, y no a causa de designios convencionales en una gran potencia sino a causa de –aún más aterrador– "su consumo", su estilo de vida. Esas cocacolas y hamburguesas con queso detestadas por las refinadas novelistas londinenses están devastando el planeta en modos en los que conquistadores abiertamente genocidas como Hitler o Stalin sólo pudieron soñar. Lo que revela la construcción de esta fantasía es lo inofensivos que son realmente los Estados Unidos.
Si los imperialistas de la hamburguesa con queso han llegado a promover el fanatismo del calentamiento global, no hay razón para que el odio hacia uno mismo se detenga ahí. El New Republic publicada recientemente un Diario de Bagdad de un tal Scott Thomas, que resultó ser el soldado Scott Thomas Beauchamp. Ofrecía tres anécdotas de despliegue militar americano: la matanza deliberada de perros domésticos por el conductor de un vehículo de combate Bradley, el uso que hacía un efectivo estadounidense del cráneo de un niño como accesorio de moda y la humillación pública de una mujer a causa de su rostro, medio desfigurado a causa de un explosivo. En esa última anécdota, el soldado que llevaba a cabo la humillación era el autor en persona, citándola como prueba de lo mucho que la guerra de Irak ha degradado y deshumanizado a todo el mundo.
Según el Weekly Standard, los investigadores del ejército afirman que el soldado Beauchamp ha firmado ahora una declaración retractándose de sus espeluznantes anécdotas. Y hasta los editores del New Republic reconocen que la humillación de la víctima del explosivo tuvo lugar en Kuwait, antes de que el soldado Beauchamp llegase a Irak. No parecen darse cuenta de que esto destruye toda la premisa del artículo, que se supone que va sobre la deshumanización de los soldados en combate. El soldado Beauchamp llegó previamente deshumanizado. De hecho, ya escribía fantasías sobre atrocidades en Irak en su blog allá en Alemania. Sería más cierto decir que fue "deshumanizado" por la cobertura de los medios norteamericanos. En esto se une a una lista cada vez más larga de vendedores de falsas atrocidades como Jesse Macbeth, el Ranger del ejército que afirmó haber masacrado a centenares de civiles en una mezquita. Resultó que no era ni Ranger del ejército, ni asesino de masas.
Existen muchos motivos honorables para oponerse a la guerra de Irak, pero sostener que nuestras tropas son monstruos enfermos no es uno de ellos. Lo enfermizo es la disposición de tantos ciudadanos de la hegemonía más benigna de la historia a creer que tienen que serlo.Como dijo Pogo, con motivo del Día de la Tierra de 1971 en una tira cómica entonces célebre, "hemos descubierto al enemigo, y somos nosotros". Hasta cuando no hacemos nada: en la era post-imperial, las naciones poderosas ya no tienen que invadir o matar. Simplemente con conducir un Chevy Suburban podemos hacer que los océanos se eleven y se borren de la faz de la tierra las distantes Islas Maldivas. Es un tipo de narcisismo maligno tan arraigado que incluso se imparte ahora en nuestras escuelas. Lo cual podría ser el motivo por el que el cronista del New Republic, pese a ir a Irak y toparse con el verdadero enemigo, siga asumiendo que somos nosotros.
© Mark Steyn

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