viernes, agosto 10, 2007

Manuel Rodriguez Rivero, Te quiero, Lucy

viernes 10 de agosto de 2007
Te quiero, Lucy

POR MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO
LOS más provectos de entre mis improbables lectores recordarán aquella serie prehistórica de televisión a la que le he robado el título de este artículo. La protagonizaban la estupenda Lucille Ball y su marido cubano Desi Arnaz, que formaban la pareja de Lucy y Ricky Ricardo en aquel disparatado show en el que prácticamente hacían de sí mismos. La serie, uno de los éxitos históricos de la televisión norteamericana, se centraba en los desopilantes embrollos en los que se metía Lucy por empeñarse en facilitar con sus brillantes ideas el trabajo de su marido, un empresario del espectáculo. Vista con cierta perspectiva, Lucy, que era mucho más imaginativa y audaz que Ricky, podría ser considerada una feminista que aún no había salido del armario.
Me he acordado de la serie al enterarme por la prensa del alboroto que ha suscitado en buena parte de la comunidad paleontológica la noticia de que los frágiles restos del australopithecus afarensis AL 288-1, más conocido por Lucy, van a salir de su cámara de seguridad del Museo de Historia Natural de Addis Abeba para emprender, junto con otras valiosísimas reliquias, un tour de varios meses por diversas instituciones estadounidenses. Algunos prestigiosos museos norteamericanos, como el Smithsonian y el de Historia Natural de Nueva York se cuentan entre los más críticos respecto a la oportunidad de mover unos restos cuya antigüedad se calcula en 3,2 millones de años.
Como se sabe, el segundo nacimiento de Lucy tuvo lugar el 30 de noviembre de 1974, cuando miembros del equipo científico dirigido por Taieb, Johanson y Coppens encontraron en la ladera de un pequeño barranco del valle del Awash un número insólito de huesos y fragmentos óseos pertenecientes a un solo individuo. La pequeña historia relata que cuando los descubridores regresaron al campamento con la buena nueva estaba sonando a toda pastilla el célebre tema de los Beatles Lucy in the Sky with Diamonds. Y eso fue lo que le dio nombre.
Un nombre de mujer: la clave para saber que Lucy -un individuo de poco más de un metro de altura, 29 kilos de peso y presumible aspecto de chimpancé- era una hembra, fueron los huesos de su pelvis. Y lo más importante del descubrimiento, lo que provocó que del uno al otro confín los científicos creyeran que habían encontrado a nuestro más antiguo antecesor era que aquel ser, a diferencia de los simios evolutivamente cercanos, ya no caminaba (siempre) a cuatro patas, sino que, como evidenciaban las características de su rodilla, caminaba erguido. Como usted y como yo.
A mí, qué quieren que les diga, me encantaba la idea de proceder remotamente de Lucy, una hembra de pelo en pecho que salía cada mañana a buscarse la vida y que -quiero imaginar- competía favorablemente, a pesar de su pequeñísimo cerebro, con su(s) macho(s), como haría millones de años después Lucy Ricardo. Su aspecto probable -que he contemplado alguna vez en el didáctico diorama de los australopitecos en el Museo de Historia Natural de Nueva York, donde se muestran las «reconstrucciones» de individuos de su horda-, no era precisamente sexy. Pero en sus ojos de cristal el artista había infundido un no sé qué de prehumano con un punto de fascinante nostalgia arborícola.
La alarmante noticia de que esos delicados huesecillos van a tomarse unas vacaciones por tierras imperiales coincide en la prensa con otra que advierte de que, después de estudiar 5.000 dientes pertenecientes a individuos separados un par de millones de años (entonces no existía el ratoncito Pérez), quizás los europeos no procedamos, como hasta ahora se creía, de homínidos africanos, sino de asiáticos. Quizás mi lejana abuela -a la que no dejan descansar en paz- ya no sea la mítica Lucy etiópica, sino otra hembra más adusta y oriental a la que me va a costar acostumbrarme. Tengo la misma sensación que cuando me dijeron quiénes eran los Reyes Magos.

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