viernes, agosto 03, 2007

Manuel Rodriguez Rivero, Bañandonos en el Leteo

viernes 3 de agosto de 2007
Bañándonos en el Leteo
POR MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO
TODO veraneante persigue desmemoriarse. Si no fuera así, nunca se iría. Uno se despide de los colegas del trabajo, prepara el equipaje, dice adiós a lo habitual, y se encarama en el transporte que le conducirá al lugar largo tiempo soñado, el del olvido, en el que rigen cotidianidades diferentes, como ocurría al otro lado del espejo de Alicia. Mientras uno menos recuerda, mejor resultan las vacaciones, no importa si se disfrutan admirando géiseres en las soledades telúricas de Kamtchaka, como mi amigo Poveda, o tumbado sobre los 1´53 metros cuadrados de problemática arena sobre los que el bañista afortunado ha conseguido extender la toalla en el primer turno dominical de la playa de Gandía.
Hace unos años, antes de que prevalecieran los mensajes práctico-afectivos del tipo «bebé a bordo», a los españoles nos gustaba identificarnos desde la luna trasera de nuestros automóviles con pegatinas en las que se proclamaban pequeños reclamos nacionalistas que denotaban pavorosas inseguridades: «Ser español, un orgullo, ser aragonés, un título, ser bilbilitano un privilegio». Ahora, ciudadanos de un país con un PIB con cierta dignidad, nuestros eslóganes merecen ponerse a tono con los nuevos tiempos. De ahí que proponga solemnemente a las autoridades competentes en Ocio que, mediante el abono de regalías a Gimferrer (que posiblemente les haga un precio), adoptemos como divisa vacacional para todo tipo de vehículo el primer verso de su ya cuarentona nota musical para Hölderlin: «Si pierdo la memoria, qué pureza».
Aprender a olvidar lo desagradable que queremos dejar atrás: qué liberación. Leo en la prensa que, según sesudos experimentos llevados a cabo en la Universidad de Colorado (ya se sabe que los estudios realizados en campus anglosajones dan mucho juego en verano), los (malos) recuerdos pueden olvidarse mediante técnicas adecuadas. Siempre hay alguien descubriendo el mar color de vino, me digo. Como si tal cosa no la hubiéramos aprendido ya sin que nos sometieran, como a los pacientes sujetos del experimento universitario, a un bombardeo de imágenes faciales neutras a las que se relaciona con otras de carácter traumático: accidentes, torturas, sillas eléctricas. Y a los que, al parecer, luego les escanean el cerebro con una resonancia magnética mientras les muestran los dibujos de los rostros y les piden que recuerden o que olviden las imágenes negativas asociadas. Puro rollo pos-pavloviano.
Aquí eso lo hemos hecho siempre y con mucho menos esfuerzo. Sobre todo en vacaciones. El único modo eficaz de soportar la vida -y la historia, ahora que las dos fantasmáticas Españas quieren recuperarla porque nos hemos creído lo de que, si no lo hacemos, estamos condenados a repetirla- es olvidarla. O al menos, hacerlo un poquito, y de vez en cuando. Desde antiguo las técnicas para conseguirlo han abundado: desde el opio o la mezcalina, al quedéme y olbidéme, de aquellos momentos (religiosos o sexuales), en que conseguimos dejar nuestros cuidados entre las azucenas olvidados.
Irse, olvidar. La gran tentación. Al contrario de lo que pasaba en los noventa, cuando estalló la moda de las terapias de «memoria reprimida» y todo el mundo recordaba de repente las putadas, ciertas o no, que les habían infligido, ahora el olvido es la consigna de los veraneantes que huyen de las urbes por esas carreteras en las que muchos se matan a 160 por hora (y pierden la memoria definitivamente porque, como decía Musset a la viceversa, olvidar es morir). Ya hemos olvidado -aunque algunos no nos dejan del todo- el franquismo, la caspa cultural, los chistes de Torrebruno. Pero, miramos a nuestro alrededor y comprobamos que seguimos deseando desmemoriarnos. Por eso nos vamos y tratamos de reprimir nuestros recuerdos -como hacían los veraneantes perpetuos del Hades, que bebían el agua del Leteo para olvidar su vida anterior- hasta que la realidad deshipnotizadora del regreso nos libere de nuevo del olvido. Eso será cuando (casi) todos hayan/hayamos vuelto.

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