lunes, agosto 20, 2007

Manuel de Prada, Originalidad

lunes 20 de agosto de 2007
Originalidad

Siempre he pensado que el concepto de `originalidad´, tal como lo introdujeron los románticos, supuso el comienzo del fin del arte. Durante siglos, el arte en todas sus expresiones se sostuvo sobre el concepto de la `imitación´: para probar su valía, el artista debía recrear tópicos establecidos por los maestros que lo habían precedido. Quien escribía un poema épico, no podía ignorar las enseñanzas de Homero; quien pintaba un cuadro de asunto religioso o mitológico, tenía que ajustarse a los términos establecidos por la tradición iconográfica. Establecido este criterio `imitativo´, al artista le resultaba imposible disimular su inepcia, pues existían modelos previos que de inmediato la delatarían; en cambio, podía dar rienda suelta a su genialidad, introduciendo en ese modelo consagrado por la tradición novedades –a menudo apenas perceptibles– que hacían avanzar el arte hacia finisterres hasta entonces inexplorados. Todos los grandes maestros de la pintura italiana trabajaron sobre tópicos heredados; su genialidad consistió en penetrar esos tópicos con una personalidad pujante que los transforma y renueva. Junto a los grandes maestros, trabajaron en Italia decenas, cientos de pintores que se limitaron a repetir aplicadamente las novedades introducidas por sus coetáneos más bendecidos por la genialidad. De este modo, la `imitación´ se convierte en un infalible criterio que nos permite distinguir al artista del artesano; y que, por supuesto, nos permite detectar de un mero vistazo a aquellos pintores que, como el Orbaneja al que se refiere Cervantes, apenas sabían manejar los pinceles. Cuando los románticos exaltaron la `originalidad´ como rasgo distintivo del verdadero artista entronizaron el reinado del timo. Desde ese preciso instante, todos los Orbanejas que en el mundo han sido pudieron colar sus engendros como si de `originalidades´ se tratasen. Así hemos llegado a una situación en que resulta prácticamente imposible enjuiciar el arte. Lo cual, a la postre, ha contribuido a que cualquier fantoche pueda erigirse, siquiera durante unas horas, en maestro mediante la gesticulación y el aspaviento; y también a que, de forma creciente y probablemente irrevocable, un público cada vez más hastiado de gesticulaciones y aspavientos se tome a chirigota el arte. Por supuesto, todavía queda gente que, por esnobismo o por complejo de inferioridad, finge que las pacotillas le gustan; pero es cuestión de tiempo que todo ese trampantojo se derrumbe aparatosamente. La exaltación de la `originalidad´, confabulada con la ignorancia, ha introducido otras lacras en la consideración del arte. Hace algún tiempo tuve la oportunidad de contemplar un programa televisivo de paparruchas esotéricas donde una patulea de presuntos `expertos´ se dedicaba, con risueño desparpajo, a `interpretar´ la Última Cena de Leonardo da Vinci. Tales `expertos´ partían de una premisa desquiciada: puesto que Leonardo fue un genio, debía entenderse que se trataba de un artista `original´; por lo tanto, las soluciones pictóricas que hallamos en su celebérrimo fresco no debían juzgarse a la luz de la tradición iconográfica (tradición que, por supuesto, los `expertos´ ignoraban concienzudamente), sino como creaciones propias, surgidas ex novo de su privilegiado caletre. Así, por ejemplo, los `expertos´ no se detenían a considerar que en las `Últimas Cenas´ de la época era habitual -casi obligatorio- pintar a Juan, el Discípulo Amado, con rasgos muy delicados, casi femeninos, amorosamente vuelto (o incluso reclinado) sobre su Maestro; tampoco que a Pedro se le solía pintar empuñando un cuchillo, premonitorio del rapto de violencia que luego lo acometerá en el Huerto de los Olivos. Para aquellos `expertos´, los rasgos femeninos de Juan eran prueba inobjetable de que en realidad aquella figura era María Magdalena; y el cuchillo que empuñaba Pedro era el mismo con el que luego iba a degollarla, para evitar que se convirtiese en papisa. Pensé por un momento que tales `expertos´ quizá se avergonzarían de sus dislates si se les mostrasen cincuenta o cien `Últimas Cenas´ de la misma época que mostrasen idénticas `peculiaridades´. Pero enseguida rectifiqué: más bien esa coincidencia iconográfica les serviría para proclamar que hubo al menos cincuenta o cien pintores de la época que, como Leonardo, sabían que María Magdalena asistió a la Última Cena y que, a continuación, San Pedro le rebanó el cuello con un cuchillo, para que no le quitase la silla. ¡Ay, originalidad, cuantas tropelías se cometen en tu nombre!

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