sábado, agosto 11, 2007

Manuel de Prada, La vida nueva

sabado 11 de agosto de 2007
La vida nueva

POR JUAN MANUEL DE PRADA
MI primera estación en esta nueva visita estival a Roma ha sido la Basílica de San Pablo Extramuros, donde descansan los restos del Apóstol de los gentiles. Siempre he sentido una fascinación especial por la figura de Paulo de Tarso, a quien sin intención hiperbólica podríamos definir como fundador del cristianismo. Hasta que San Pablo inicia su epopeya evangelizadora, sospecho que los seguidores de Jesús ni siquiera tenían conciencia de la misión que les había sido asignada. Es San Pablo, ciudadano romano, quien, mediante una iluminación genial, entiende que la nueva religión ha de ser universal; y, para serlo, necesita introducirse en las estructuras del Imperio que por entonces se enseñoreaba del mundo. Introducirse para destruir desde dentro su vocación de paganismo; introducirse también para hacer propio todo lo que ese Imperio tenía de conquista cultural. El cristianismo no hubiese llegado a ser lo que en efecto fue si no hubiese asumido como propias las lenguas oficiales de Roma; tampoco si no hubiese adoptado sus leyes, para después transformarlas en un Derecho más humano, penetrado por la novedosa idea de redención personal que aporta el Evangelio. Para los primeros cristianos hubiese resultado sin duda mucho menos aflictivo permanecer en los márgenes de Roma, como desclasados o apátridas que se conforman con alimentar sus ritos en la clandestinidad. Al penetrar en la boca del lobo, armados tan sólo con la antorcha de la fe, se arriesgaban a perecer entre sus fauces; pero iban a ocasionar un incendio más perdurable que las piedras de Roma.
Pienso en esta misión clarividente arrostrada por San Pablo mientras rezo ante su tumba. ¿De qué fibra estaría hecho aquel hombre que trastornó para siempre el curso de la Historia? Sabemos que poseía una frondosa cultura clásica. Sabemos también que era un hombre de vitalidad infatigable, viajero hasta los confines del mundo conocido, capaz de desplegar una actividad que ningún otro hombre hubiese resistido. Su epopeya sólo resulta inteligible si aceptamos que lo animaba una fuerza sobrehumana, la fuerza que le imbuye su encuentro con el Nazareno, camino de Damasco. Benedicto XVI recordaba su figura en la alocución que dirigió a los jóvenes de las diócesis de la circunscripción eclesiástica de Madrid que fueron a visitarlo a Castel Gandolfo el pasado jueves: «Visitando los lugares donde Pedro y Pablo anunciaron el Evangelio, donde dieron su vida por el Señor y donde muchos otros fueron también perseguidos y martirizados en los albores de la Iglesia, habréis podido entender mejor por qué la fe en Jesucristo, al abrir horizontes de una vida nueva, de auténtica libertad y de una esperanza sin límites, necesita la misión, el empuje que nace de un corazón entregado generosamente a Dios (...). Así ocurrió aquí, en Roma, hace muchos siglos, en medio de un ambiente que desconocía a Cristo (...); así ha ocurrido siempre, y ocurre también hoy, cuando a vuestro alrededor veis a muchos que lo han olvidado o que se desentienden de Él, cegados por tantos sueños pasajeros que prometen mucho pero que dejan el corazón vacío».
Concluyo mi visita a los foros romanos en la cárcel Mamertita, donde San Pedro y San Pablo consumieron las últimas horas de su existencia terrenal, antes de ser conducidos al martirio. Es un pozo lóbrego, rezumante de humedad, donde los pulmones apenas encuentran aire para respirar. De una columna que todavía se conserva, empotrada en el muro de mampostería, afloró un manantial de agua con el que los prisioneros bautizaron a sus guardianes, según nos cuenta la Tradición. Imagino la escena alumbrada por unas débiles antorchas que a duras penas lograrían exorcizar el imperio de las tinieblas, sofocadas casi por la falta de aire; quizá las sostuviesen los propios guardianes, mientras inclinaban la cabeza para recibir el agua bautismal, el agua que les iba a borrar tantos sueños pasajeros, para despertarlos a una vida nueva. Imagino a esos guardianes ascendiendo la angosta escalera de la cárcel Mamertita, dispuestos a entregar la vida por la fe que acaban de abrazar, portadores de las antochas que cobran mayor brío, a medida que se asoman al aire de la calle. Con esas antorchas van a incendiar el mundo; y no les importa perecer entre sus fauces.

No hay comentarios: