lunes, agosto 13, 2007

Manuel de Prada, Hazañas hológrafas

lunes 13 de agosto de 2007
Hazañas hológrafas

Siendo todavía muy niño supe de un hombre que había dedicado una parte nada exigua de su vida a transcribir el Quijote. En un programa televisivo fueron apareciendo personas que habían utilizado la obra magna de Cervantes como motivo de inspiración para las más variadas extravagancias: no faltaba allí el tipo que había creído descubrir en el itinerario del ingenioso hidalgo una serie de alusiones crípticas que detallaban la geografía de su comarca; tampoco el tipo que había logrado escribir la memorable frase con la que se inaugura el primer capítulo en un grano de arroz. Pero la excentricidad quijotesca que más me subyugó fue la de otro hombre que había transcrito con una esmerada caligrafía inglesa la novela cervantina; aquella impar hazaña me provocó una admiración reverencial que tal vez fuese una premonición de mi destino literario. Recuerdo que fue entonces cuando concebí el propósito quimérico o demencial de empeñar mi existencia en la transcripción de mis obras favoritas, hasta completar una biblioteca de textos manuscritos que fuese el testimonio de mi paso por la tierra. Pronto deseché aquel propósito y lo sustituí por otro acaso más quimérico y demencial, cual es el de incorporar otros libros seguramente prescindibles a la ya infinita biblioteca que los hombres han engordado a lo largo de los siglos. Subsistió en mí, sin embargo, la manía hológrafa, y me propuse que todos los libros que saliesen de mi caletre fuesen vertidos al papel de mi puño y letra; manía en la que todavía hoy, de forma misteriosa, persevero. Aunque con el tiempo he llegado a redactar mis artículos con ordenador, puedo jactarme de seguir escribiendo a mano mis textos más estrictamente creativos. Ignoro hasta qué punto esta manía ha influido sobre mi estilo; pero estoy seguro de que ha aplacado mis fervores grafómanos, pues la escritura a mano, amén de haberme deformado y encallecido las yemas de los dedos pulgar e índice, me hace también más consciente (más dolorosamente consciente) de mis limitaciones y carencias. Cuando escribo a ordenador, suelo incurrir en deslices sintácticos que nunca me pasan inadvertidos al escribir a mano; y, sobre todo, tengo la sensación de que aquello que escribo no me implica por completo, como si fuese una transfusión de sangre que, apenas desalojada de mis venas, pertenece en propiedad a otro, o quizá a nadie. Cuando escribo a mano, en cambio, siento que esa sangre que me abandona se metamorfosea en la tinta del bolígrafo; de este modo, lo que escribo es testimonio de una herida que no cicatriza nunca. Como cuando era niño, sigo cultivando una admiración reverencial por esos galeotes de la pluma que empeñan su existencia en insensatas hazañas hológrafas. Hace unos días, leyendo una recopilación de artículos de César González-Ruano, me tropecé con una de estas hazañas inverosímiles, tan grotesca como conmovedora. En un reportaje publicado en El Heraldo de Madrid el 10 de julio de 1930, Ruano entrevistaba a Luis Cubero, «un hombrecito de treinta y pocos años, chiquito, flaco, con un traje de dril», funcionario cesante, que quiso adquirir a plazos la Enciclopedia Espasa, pero se tropezó con el rechazo de la editorial, que no se fiaba de sus avales y garantías de pago. El tal Cubero se cogió un cabreo homérico, pues, desde que en cierta ocasión visitase el despacho del ministro para el que trabajaba, no había anhelado otra cosa que abrigar las desnudas paredes de su vivienda con aquellos mamotretos que con tanto empaque y lucimiento apuntalaban la biblioteca del prócer. Por pura cuestión de orgullo herido, Cubero convirtió aquellos mamotretos que encerraban las erudiciones más desesperadas o abstrusas en su monomanía personal. Concibió la empresa oceánica de copiarlos a mano, uno por uno, de la A a la Z; incluso calculó que, dedicando diez horas diarias a esta tarea, no tardaría más de cuarenta años en rematar la faena. Ignoraba si Dios le concedería tan dilatado plazo, pero le quedaba el consuelo, como a Moisés, de legar a sus descendientes la recompensa de tantos desvelos. Ruano entrevista a un Cubero exultante de optimismo que acaba de concluir la transcripción del primer tomo y se muestra dispuesto a coronar su empresa: «Sí señor, con un poco de paciencia... Luego, cuando se acaba, ¡pues da gusto!». ¿Le concedería Dios a Cubero la longevidad que anhelaba para rematar su hazaña hológrafa? ¿Llegaría Cubero a entender que, por mucha prisa que se diese en completarla, nunca alcanzaría a detener la marcha de esa fábrica, lenta pero insomne, que es el tiempo? Bajo su disfraz estrafalario, la epopeya de aquel Cubero entrevistado por Ruano se me figura una metáfora desgarradora de la escritura. Quizá enhebrar palabras sea un empeño doliente y agotador, pero al menos nos certifica que seguimos vivos.

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