domingo, agosto 05, 2007

Manuel de Prada, Como nacer siendo viejo

lunes 6 de agosto de 2007
Cómo nacer siendo viejo

JUAN MANUEL DE PRADA
EN la Galería de la Academia de Florencia puede admirarse el David de Miguel Ángel. Es una obra soberbia, en la doble acepción de la palabra, que nos anonada aunque la hayamos visto mil veces reproducida en las láminas de los libros de arte. Miguel Ángel la esculpió cuando apenas contaba dieciséis años; es la tarjeta de presentación de un genio pletórico de arrogancia. No se conforma con exhibir su virtuosismo; también quiere desafiar a los centinelas del buen gusto. Esculpe un torso masculino digno de Praxiteles que es una celebración de la belleza juvenil; pero a continuación le añade unos brazos y una cabeza desmesurados, en un desafío petulante a las proporciones clásicas. Contemplada desde su pedestal, la desmesura de los brazos se agiganta, en cambio la de la cabeza se corrige, lográndose así un efecto de perspectiva que añade a la composición una majestuosidad apabullante. Eso era, precisamente, lo que anhelaba Miguel Ángel: apabullar al espectador, rendirlo ante la pujanza de su genio. Imagino que a los hombres de su tiempo la desproporción evidente de la escultura al principio los escandalizaría, provocándoles una especie de soliviantada perplejidad; sólo después de contemplarla durante un rato alcanzarían a penetrar la intención de tanto desafuero. Porque el David es, ante todo, un desafuero: arrogante, jubiloso, pagado de sí; es la apoteosis de un genio que se sabe bendecido por unos dones que ningún otro artista ha poseído hasta entonces y que disfruta de esos dones con voluptuosidad, con una exultación rayana en la inconsciencia, como se disfruta del éxtasis de la carne. El David es la apoteosis de un hombre que se cree divino, tan orgulloso de su arte que ni siquiera se detiene a indagar el misterio que lo alienta.
Muchos años después, un anciano Miguel Ángel esculpiría otra obra de naturaleza muy diversa, casi antípoda. Es una Piedad que se conserva en el Museo de la Catedral de Florencia. Al parecer, la concibió con el propósito de que fuese el monumento funeral que presidiese su propia tumba; no la pudo terminar, esta vez no por desinterés o hastío -fueron muchas las obras que dejó inconclusas, como si su genio se aburriese de ser sublime sin interrupción-, sino porque le sobrevino la muerte. Desde que esculpiera su David, Miguel Ángel ha saboreado hasta las heces todos los placeres que el mundo ofrece: los cuerpos más hermosos han discurrido por su lecho, ha atesorado riquezas sin cuento, sus contemporáneos se han rendido a su genio. En su vejez ahíta de éxito, Miguel Ángel se detiene al fin a indagar el misterio que alienta su arte arrebatador e irrepetible. Acude con unción a los Evangelios y descubre que hay palabras más imperecederas que su propio arte. Un día, mientras lee el pasaje de la conversión de Nicodemo (Jn, 3), Miguel Ángel se tropieza con la pregunta que el fariseo le formula a Jesús: «¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Acaso puede entrar otra vez en el seno de su madre y volver a nacer?». Y, leyendo la respuesta de Jesús, comprende al fin que un hombre, no importa cuán viejo y achacoso sea, puede en efecto volver a nacer del Espíritu, que sopla donde quiere, como el viento. Miguel Ángel se sabe entonces bendecido por el Espíritu, descubre que su arte, toda la inmarcesible belleza que ha derramado por la tierra, es una prefiguración de la vida eterna que le va a ser concedida. Y es entonces, ya en sus postrimerías pero recién nacido, cuando decide esculpir la Piedad que se guarda en el Museo de la Catedral de Florencia, testimonio de su conversión. Nicodemo es un anciano que está volviendo a nacer, mientras sostiene el cuerpo exánime de Jesús. La composición, al estar inconclusa, posee aún mayor fuerza genesíaca: los rasgos de Nicodemo -que son los del propio Miguel Ángel- aparecen borrosos, todavía no concretados por el cincel, como si en efecto estuviese naciendo ante nuestros ojos, como si fuese un embrión de hombre que se alimenta de la fuerza que le transmite el Crucificado.
En esta Piedad no hay arrogancia, ni tampoco la majestuosidad apabullante del David juvenil. Pero la impresión que causa en el espectador es mucho más perdurable: acabamos de leer el testamento de un genio que al fin puede morir sin miedo, puesto que sabe que ha vuelto a nacer.

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