jueves, agosto 16, 2007

Luis Suarez Fernandez, Nacion Española

jueves 16 de agosto de 2007
Nación española
PARECE que es llegado el momento de hacer algunas reflexiones históricas que permitan comprender este título. Nación, en principio, no significó otra cosa que naturaleza o nacimiento, de acuerdo con los términos latinos. Esto implicaba la pertenencia a una determinada comunidad definida por sus estructuras jurídicas y el orden de valores éticos que garantiza sus costumbres. A finales del siglo III de nuestra Era, Diocleciano reconoció que la mitad occidental del Imperio estaba formada por seis de estas entidades a las que llamó diócesis, es decir, formas de convivencia. Una de ellas, África, desapareció a causa de la expansión musulmana, pero las otras cinco pervivieron formando aquello que Beda recomendó llamar Europa. De las cinco sólo dos, Hispania e Italia, conservaron su nombre demostrando la fidelidad al patrimonio latino. Las otras tres lo cambiaron: Britannia pasó a ser Inglaterra, las Galias se hicieron Francia, y Germania pasó a considerarse Deutschland, es decir, la tierra de los teutones.
Durante toda la Edad Media esto se mantuvo firme, formando un patrimonio sustancial para el mundo. Y cuando en 1412 todos los reinos hubieron de coincidir en Constanza para poner fin al Cisma, que dividía a la Cristiandad, se reconoció que ésta, Europa, era tan sólo la suma de esas cinco naciones cada una de las cuales formularía un voto. No había coincidencia entre nación y estructura política. Esta identificación es posterior.
Sin embargo es Hispania la primera que consigue esa unidad. Podemos invocar incluso la fecha concreta del 589 cuando se reconocen los dos signos de unidad, el catolicismo eclesiástico y la «lex romana wisigothorum» es decir, el Derecho romano custodiado por los monarcas godos. No eran estos últimos los garantes de la autoridad sino esas dos dimensiones que producían libertad. Esa Hispania se perdió, a causa de la invasión musulmana. El término «pérdida de España» es acuñado por un cronista en torno al 748. Fue necesario recobrarla partiendo de varios puntos de los que uno, Asturias, alcanzó notable significación porque desde allí se trataba de restaurar la Monarquía, signo de legitimidad. Se organizaron diversos modos de administración, algunos de los cuales se titularon a sí mismos reinos -al final cuatro- pero todos tenían conciencia de formar esa unidad, España, radicalmente distinta del Andalus musulmán. El rey Pedro IV de Aragón, queriendo hacer el elogio de Cataluña, escribió que esta era «la mejor tierra de España». Unos años antes un poeta tampoco se había quedado corto al decir en el Poema de Fernán González que «de toda España, Castilla es lo mejor». Las vanaglorias tienen también su lado positivo. La conciencia de unidad se fue acentuando.
Las razones idiomáticas no separaban pues las diferencias eran tan pequeñas que las lenguas vulgares no necesitaban traductor. Las razones económicas pesaban mucho más. Es significativo que la primera vez que encontramos en un documento el término «nación española» se refiriera a los mercaderes y marinos que formaban una comunidad en Brujas. Como los vizcaínos predominaban en ella, en la capilla de los franciscanos a dicha nación atribuida, pusieron un escudo con el árbol y los lobos.
Privilegios muy importantes consiguieron aquellos súbditos de los monarcas castellanos. Se explica bien que el mencionado Pedro IV se dirigiera a su yerno, el Rey Juan I, pidiéndole compartir tales ventajas con valencianos y catalanes, pues, a fin de cuentas, todos eran «españoles». Por este tiempo los vínculos matrimoniales entre los monarcas se fueron estrechando de un modo tal que, al fin, una sola dinastía llenaba las Coronas, un matrimonio, el de Fernando e Isabel, creó la Unión de reinos, y hubo un momento, entre 1498 y 1500,en que un niño, Miguel, figuró como heredero de España entera. Se explica así el entusiasmo del bachiller Palma cuando dijo «quien vido a España un reino, un principado tan grande». Con todos los respetos hacia el ministro señor Bono, esa es la España de los Reyes Católicos.
Las ventajas se vieron muy pronto. Cataluña, que estaba hundida en un «desgavell» profundo -sus recursos no permitían ni pagar los intereses de la deuda pública- experimentó un cambio sustancial, «redreç» que podemos traducir como recuperación. Y desde el monasterio de Guadalupe se dictó la sentencia arbitral que suprimía aquella vergüenza de la servidumbre de los «payeses de remensa», aplicándose la norma también a todos los demás reinos. Naturalmente Isabel, lo mismo que su nieto el Emperador Carlos, fueron recibidos con calor en Barcelona a la que, como más tarde Cervantes, describirían con términos encomiásticos.
Así se consolidó, en los siglos siguientes, pese a los compromisos asumidos en Europa, una nación española que era sustento de sus estructuras políticas y, para Europa, una aportación sustancial. Pues basta con que mencionemos cinco nombres, Dante, Goethe, Moliere, Shakespeare y Cervantes, para comprender la realidad. Y, también, el compromiso. Si la Unión de reinos fue un paso decisivo para España, la tarea que ahora nos incumbe es, sobre todo, cooperar en esa construcción de Europa, heredera de las cinco naciones, sin que eso signifique olvidarlas. Pues en el tiempo en que abandonaron ellas su conciencia de unidad, se enfrascaron en guerras destructivas cuyas últimas consecuencias estamos todavía viviendo. Que nadie olvide las crueldades del siglo XX. En esta hora crucial cualquier intento para deshacer la unidad estructural de la nación española significa causar un daño irreparable a esa civilización occidental que los europeos crearan.
Conviene recordar a los españoles, también, la importancia de esos valores que constituyen la europeidad y que las generaciones precedentes ayudaron a construir. Reconocer posibles errores cometidos -la experiencia histórica nos demuestra que nadie, en lo humano, escapa a ellos- no puede significar el desconocimiento de los grandes logros. Pues España es una nación de naciones; quiero decir que fue capaz de crear otras, allende los mares, transmitiéndolas su patrimonio a fin de construir y progresar. Y dentro de ella misma fue creando valores profundos, que se instalan en lo universal: Miguel de Unamuno o Eugenio d´Ors son valores bien palpables. ¿Puede Cataluña renunciar al Tirant lo Blanch por el hecho de que su autor Joanot Martorell dijera que lo escribía en «vulgar valenciano»? La enfermedad típica de los nacionalismos -exagerada valoración de lo puramente nacional- es, indudablemente el recurso al odio. Y los valores éticos que la nación española siempre defendió, van por caminos distintos, lejos de cualquier racismo.
Librémonos de desviaciones meramente individuales a fin de poder recobrar todo aquel fundamento común, que constituye el lado positivo de nuestra historia.
LUIS SUÁREZ FERNÁNDEZ
de la Real Academia Española

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