lunes, agosto 13, 2007

Laura Esther, El cambio climatico o el mito de Casandra

martes 14 de agosto de 2007
El cambio climático o el mito de Casandra
POR AURA ESTHER VILALTA
COMO cada año por estas fechas, nuestros bosques empiezan a arder. Informes cualificados subrayan el relevante papel de las masas forestales en la conservación del ecosistema terrestre y en el secuestro de CO2, el último de ellos emitido por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (IPCC) hace escasas semanas. También estos días el foro de la Fundación Universitaria San Pablo CEU, dirigido por Raúl Mayoral, un referente necesario en la reflexión del sector agrario, ha vuelto a poner sobre la mesa esta sensible cuestión y ha evidenciado asimismo cómo el abandono de los bosques provocado por su escasa rentabilidad económica y su degradación es la causa de su mal endémico, el fuego.
Pero como en el mito de Casandra, beneficiada por Apolo con el don de la profecía, mas privada luego de la persuasión -según cuenta la tradición, por no cumplir ella con su parte, brindar sus favores-, tales informes y conclusiones no logran calar en la conciencia de los gobernantes que, como en el sueño, se resisten a creer lo primero y, errando luego en el diagnóstico, dan palos de ciego. El plan de prevención y lucha contra incendios forestales y el real decreto sobre participación en los mecanismos de flexibilidad del protocolo de Kioto, aprobado el pasado viernes 20 de julio, son claros ejemplos de ello.
Los bosques contribuyen, no sólo a la producción de biomasa, medioambiente y paisaje sino, a lo que ahora nos concierne más, al secuestro de CO2. Pero la gestión forestal exige inversión a largo término, recursos materiales y humanos cualificados y la asunción de un riesgo empresarial que encarece notablemente sus seguros. Y su reforzamiento en su función de sumideros de carbono demanda contemplar un incremento de la superficie forestal a través de procesos de forestación, de aumento de la densidad de los existentes, de fertilización de los suelos y de una cierta mejora genética de las especies.
Es por ello que, con objeto de estimular esta actividad silvícola (de cuidado de los bosques), debe admitirse de manera generalizada y sin limitaciones cuantitativas la conversión del carbono que retienen los bosques en derechos de emisión en favor de los propietarios y titulares de explotaciones forestales que lleven a cabo una gestión forestal sostenible en su propio país. Es decir, consentir la atribución de un determinado número de títulos (los derechos de emisión) en función de la cantidad de aire que logren «limpiar», para luego venderlos a aquellos que necesitan «ensuciar». En esa contabilidad cabe considerarse asimismo la biomasa (el CO2 retenido en el tronco, las raíces y el suelo), teniendo en cuenta, como es natural, el destino de la madera, puesto que los productos madereros también retienen carbono.
La venta de estos derechos de emisión en el mercado a instalaciones autorizadas emisoras de gases con efecto invernadero que los necesiten -por exigencias de su producción, habiendo éstas agotado los suyos- generaría ingresos adicionales a un sector, el forestal, de especial complejidad y dificultad en su viabilidad económica. Si defendemos que quien ensucia debe pagar, quien limpia tendría que verse de algún modo recompensado. Esta medida, además de justa, dinamizaría el incipiente mercado de los derechos de emisión y de la propia actividad silvícola. El Protocolo de Kioto y sus mecanismos de flexibilidad, así como el régimen de comercio de los derechos de emisión que impulsa la Unión Europea bajo sus auspicios, requerirá, en consecuencia, una mesurada revisión.
No me cabe la menor duda de que la acción internacional acabará descansando, en el futuro, sobre cuatro ejes clave entre los que se hallará, en un lugar preeminente, el reforzamiento de los bosques como sumidero. Este eje demandará contemplar un incremento de la superficie forestal -a través de procesos de restauración de sistemas forestales y forestación- y la mejora de su eficiencia en el secuestro de carbono, lo que podría lograrse con un aumento de la densidad y eficiencia de las actuales masas forestales y el uso de figuras jurídico-privadas adecuadas para la cesión de los aprovechamientos de los bosques a largo término.
Los derechos de superficie rústica serían un buen ejemplo. Y ello, animado por la asignación de derechos de emisión a sus gestores, pues si defendemos que quien ensucia debe pagar, quien limpia tendría que verse de algún modo recompensado.
Otro importante eje de acción serán las políticas medioambientales, que tendrán carácter transversal y afectarán a todos los sectores de la actividad humana intensivos en emisiones. El tercero parece inevitable: la asignación de un precio al carbono, porque los gases invernadero son una externalidad de tales actividades. Y el cuarto, guste o no, será un cierto coste social, por cuanto la introducción de tecnologías limpias tiene un precio y el equilibrio emisión-captura está muy lejos de alcanzarse.
Pese a ello, como en el mito, tampoco dudo de que lo expresado será, por algún tiempo, soslayado por la comunidad internacional. Bastaría, sin embargo, con pequeños cambios y rehuir de posiciones lampedusianas que, sobre cambiarlo todo, no cambian nada y nos sumen en complejidades que malbaratan el poco tiempo que nos resta en esta loca cuenta atrás.

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