viernes, agosto 17, 2007

Jevier Perez Pellon, La pacificacion de los cementerios

viernes 17 de agosto de 2007
La pacificación de los cementerios Javier Pérez Pellón

De entre los escritos que Leonardo da Vinci dedica a sus pensamientos sobre la naturaleza y la ciencia hay uno especialmente misterioso e inquietante porque en él trata de revelar, nada más y nada menos, que el secreto del sentido de nuestra existencia. Decía Leonardo, con ese su lenguaje críptico que deja al lector la interpretación de su mistérico significado, que la natura è piena d’infinite ragioni che non furono mai in isperienza (“la naturaleza está llena de razones que no fueron nunca experimentadas”).
Unos cuantos siglos más tarde, Freud, en un estudio sobre Leonardo da Vinci, interpreta este pensamiento del genial florentino diciendo que “cada una de las criaturas humanas corresponde a uno de los infinitos experimentos en los que estas ragioni intentan pasar a la experiencia… porque olvidamos que todo es casual en nuestra vida”. Es decir sanciona el principio de casualidad, que rige nuestra vida, del que Leonardo fué su primer mentor, contraponiéndolo al de la causalidad basado sobre un orden de la naturaleza preciso y predeterminado. No sólo los grandes aconteceres de la historia obedecen al principio de la casualidad, sino también las pequeñas y banales experiencias de nuestro diario existir son frutos del caso.
Como ésta, por ejemplo. Corría el año de 1955 y era un 6 del mes de agosto. Por entonces yo solía pasar los veranos huésped del caserío de Goicoechea, perdido entre el verde de esa cola del Pirineo que son las montañas de Oyarzun, aún incontaminadas y ausentes de cualquier turismo que turbara el ritmo de una vida idilíacamente serena, y donde un cuñado mío, vasco de pura cepa, ejercía de médico. Teniendo Francia a sólo muy pocos kilómetros de distancia no resistía la tentación de pasar, casi a diario, la frontera, para bañarme en las playas de Hendaya, comprar algún libro de esos de los que la censura española prohibía su publicación y distribución en nuestro país (ampliando de este modo la “cultura clandestina” de la que mi generación se nutrió durante unos cuantos años), —más tarde siempre me reservarían las últimas novedades de “Ruedo Ibérico”—, y ver alguna película de aquellas cuya proyección no era pensable en los cines de la frontera para aquí. Ritual era también la compra del semanario El Socialista, —que me cuidaba muy bien de esconderlo debajo de la camisa cuando a caballo sobre mi moto cruzaba la frontera—, que se editaba en Tolouse, y que por entonces lo dirigía el arquitecto y político en el exilio Gabriel Pradal y donde era colaborabor habitual, creo que enviando sus crónicas desde Méjico, donde residía, D. Indalencio Prieto (no se porqué a Prieto, Don Inda, se le anteponía siempre el Don).
En el número de la semana correspondiente a ese 6 de agosto, El Socialista conmemoraba el 10° aniversario de la explosión de la primera bomba atómica sobre la ciudad japonesa de Hiroshima, con un amplio comentario de D. Indalencio Prieto sobre la barbarie de ese bombardeo, y de la guerra en general, que había causado la muerte, inmediata o mediata, de más de 200.000 personas, la mayoría civiles incluyendo un buen número de prisioneros de guerra americanos. El histórico líder socialista hacía también referencia, en ese mismo artículo a un jesuíta vasco, un tal Pedro Arrupe, que regía un seminario en las colinas que circundaban la ciudad japonesa y que no sólo había sido excepcional testigo de aquella tragedia, sino que, recordando los estudios de medicina que brillantemente había realizado en la vieja facultad del Hospital San Carlos de Madrid y que abandonó para entrar en el seminario de Loyola, —con un gran disgusto de su profesor de fisiología, el Doctor Juan Negrín, que veía así perder al mejor de sus alumnos—, había montado un hospital de urgencia salvando la vida, con sus curas, a muchos desgraciados víctimas de las terribles quemaduras producidas por por “Little Boy” (el nombre de la primera bomba atómica). De esta manera casual me enteré de la existencia, de la que, andando el tiempo, sería una de las más grandes personalidades de la Iglesia del siglo XX.
Casualmente, también, ese mismo día compraba, en una librería de Biarritz, de la que era habitual cliente, un libro que andaba buscando hacía tiempo: Les grands cimetières sous la lune de Georges Bernanos. Yo creo que el relato del gran escritor francés, ambientado en la isla de Mallorca de 1937, es el testimonio más escalofriante de todos cuantos se hayan publicado sobre la Guerra Civil Española. La descripción del Terror, con mayúscula, en el límite de lo increíble y lo abominable, supera, en favor de la realidad, cuanto la fantasía hubiera podido inventar.
Bernanos que había ido a vivir a Mallorca en 1934, abandonando, temporalmente, Francia porque, según él, “allí el precio de la carne y de las patatas es aún abordable”, había adherido, en un principio, al pronunciamineto militar de Franco y de Mola, —incluso su hijo mayor se había inscrito en la Falange ya desde los primeros momentos de la sublevación en 1936—, y cambió, radicalmente, de opinión y posición política, en cuanto comenzaron las bárbaras e indiscriminadas “purgas” entre la población civil mallorquina a cargo de los “nacionales” y que se recrudecieron con una crueldad, innecesaria y gratuita, con la llegada a la isla de un energúmeno italiano, un tal Arconovaldo Bonaccorsi, que se hacía llamar general conde Rossi y que “ni era general, ni conde, ni se llamaba Rossi”, sino que era un funcionario fascista de las camisas negras, enviado especialmente por Mussolini para imponer el fascismo en la isla. El “conde Rossi”, tenía un físico imponente: pelo y barba pelirrojos, así como rojo era, también, el automóvil deportivo con el que recorría la isla seguido de unos cuantos voluntarios, entre ellos jovencísimos falangistas de última hornada, sembrando el terror y fusilando indiscrinadamente, y “remantando” con un tiro en la nuca, a la buena gente por el simple motivo de parecerle “sospechosa”. Los alcaldes de las localidades donde se desarrollaban estos crímenes, anotaban en los registros municipales, “un tal, un tal, un tal, muertos de congestion cerebral”. El “conde Rossi” vestía el negro uniforme negro fascista, con brillantes botas de media caña y un arsenal de armas de fuego y de corte, alrededor de su cintura.
Cuenta Bernanos que un jefe de la represión le había confiado la cifra oficial de muertos a principios de marzo de 1937, “después de siete meses de guerra civil se contaban ya tres mil de estos asesinatos. Siete meses hacen 210 días, o sea quince ejecuciones de media por día…”. “¿Cómo puede esta gente, —se pregunta el escritor francés—, llegar a entenderse después de haber abandonado las armas? El porvenir nos lo dirá”. “Después de una guerra civil, la verdadera pacificación comienza siempre por los cementerios, siempre es necesario comenzar pacificando los cementerios”.
Pacificar los cementerios significaba sellar la paz entre los camposantos, cunetas de carreteras, caminos y senderos y fosas comunes abarrotados de muertos de ambos bandos, civiles y militares, víctimas de una masacre que igualó a rojos y azules en su indiscriminada ferocidad. Los cementerios de Mallorca, descritos por Bernanos se llenaron de muertos; de muertos amontonados se llenaron las fosas de Paracuellos. La represión en Málaga fué terrible, pero no menos fué la de Barcelona donde los comunistas obedientes al stalinismo eliminaron sin piedad a sus “compañeros disidentes” del POUM y anarquistas ¿Cuántas veces no se habrá recordado, en estos últimos tiempos, a Andrés Nin, o la represión de 1934 en Asturias a manos de esa Segunda República idealizada sólo por quien no ha leído la historia, la ignora, mucho menos la ha vivido, o actúa de mala fe? ¿Y de la ferocidad del Campesino? ¿Y de aquel lienzo que abrazaba la madrileña Puerta de Alcalá donde, con caracteres gigantescos, se podía leer: “Viva Rusia. Muera España” ¿Y de los miles de curas y monjas asesinados por el sólo hecho de vestir la toca o el hábito talar? “Levatad el hábito de las hermanas para hacerlas madres”, —clamaba el bárbaro de Alejandro Lerroux, el “emperador del Paralelo”, por tres veces Presidente de Gobierno de la República, en un improvisado mitín “patriótico”—, en medio de las Ramblas barcelonesas.
Conocí al padre Arrupe, a mediados de los años 70, en Roma y tuve ocasión de contarle lo de aquel ejemplar de El socialista del 6 de agosto de 1955 y del libro de Bernanos cuya lectura también le había impresionado. Me imaginé, le dije, que los cementerios de su amado Japón estarían llenos, a rebosar, de víctimas inocentes. Pero también, en diferentes zonas del Pacífico miles y miles de soldados americanos yacen en anónimos cementerios, —en los tres años de guerra en el Pacífico entre muertos y heridos cayeron 400.000 americanos—, por no hablar de represión japonesa en Filipinas, Vietnam y China, esta última con más de 3.500.000 de muertos y los 20 millones de rusos y los 5 millones de alemanes… También el padre Arrupe era un firme defensor de la “pacificación de los cementerios”. Me habló de los campos de refugiados vietnamitas en Tahilandia, donde conocí un grupo de jesuítas que allí trabajaban con dedicada abnegación. Y de los jóvenes “especialmente manipulados por la droga”, como cuenta Pedro Miguel Lamet en su magnífica biografía de Pedro Arrupe.
Yo espero que alguien en el gobierno español se acuerde que el próximo 14 de noviembre se cumple el centenario del nacimiento de este bilbaíno universal y una de las figuras más relevantes, en absoluto, de la España del siglo XX.
Y comencemos, de una vez, con la pacificación de los cementerios, que es el epílogo de toda guerra civil. En realidad todas las guerras, incluso las llamadas mundiales, tienen algo de guerra civil, pues siempre se enfrentan y se masacran miembros de una misma familia: la humana.
Y dejémonos en paz de esa pamplina de ley de la memoria histórica, que, para empezar es un grave error de construción gramatical de una frase, por su rebuscada y falaz redundancia. La historia lleva intrínseca, en su contenido conceptual, los atributos de la memoria, porque la historia no es nada más que recordar los hechos y contarlos. Así que aprendan primero gramática y después historia. Y para hacer honor al recuerdo aprendan que de Historia, con mayúscula, sólo existe una. Lo demás es una patraña, una mentira o una verdad a medias, que es lo mismo. Un algo inventado con la perversión del rencor y la estudiada finalidad de ganar votos, perpetuarse en el poder y conseguido éste enriquecerse a costa del público erario que a todos nos pertenece, rojos, amarillos, verdes, azules y violetas que son los cinco colores del espectro solar y, quizás, del espectro de las ideologías o formas de entender la vida, la política y la convivencia.
Y es que, como decía Leonardo da Vinci, la natura è piena d’infinite ragioni, che non furono mai in isperienza.

No hay comentarios: