domingo, agosto 05, 2007

Javier Perez Pellon, La fiesta veneciana

lunes 6 de agosto de 2007
La fiesta veneciana Javier Pérez Pellón

Cuenta Voltaire que Panglos, el preceptor del hijo del barón, propietario del castillo donde habitaba Cándido, “enseñaba la metafísico-teólogo-cosmocemología. Demostraba, en modo admirable, que no hay efecto sin causa y que en este que es el mejor de los mundos posibles, el castillo de monseñor era el más bello de todos los castillos… Se ha demostrado —decía— que las cosas no pueden ser de otro modo: porque, si como todo ha sido creado para un fin, todo está dirigido, necesariamente, para el mejor de los fines. Notad que las narices han sido hechas para llevar gafas, por ello existen las gafas. Las piernas son evidentemente instituidas para ser vestidas, y he aquí que existen los pantalones (calzones)…”.
Si hoy Cándido hubiera podido acompañar a aquellos seis reyes destronados (Cándido o el optimismo, cap. XXVI) que el héroe de Voltaire encuentra una noche en una hostería y que “iban a pasar el carnaval a Venecia”, es muy posible que al llegar al sueño de esa ciudad sin tiempo y ver el espacio de agua del Canal Grande que separa Piazzale Roma de la estación ferroviaria de Santa Lucía, habría exclamado: “evidentemente este espacio vacío ha sido instituido para que sobre él pase un puente y he aquí que existe el puente proyectado por el arquitecto español Santiago Calatrava”.
Corría el año de 1997 cuando se presentó el primer proyecto de izar un puente, el cuarto, que habría de cruzar el Canal Grande justo en su último tramo que linda con el ancho y corto brazo del Canal de Santa Chiara para desembocar, después, en las aguas de la laguna veneciana.
Diez años de tira y afloja con la lentísima administración del Estado italiano y de la ciudad de Venecia. Diez años de polémicas, de malentendidos entre el proyectista y los ediles venecianos. Diez años de críticas y discusiones no sólo sobre su calidad estilística, la sempiterna sospecha que lo nuevo pueda contaminar, de algún modo, la intocable y frágil belleza de Venecia, sino el concepto sobre su valor práctico. Diez años de una batalla ganada, al fin, por el español Santiago Calatrava, allí donde, en el pasado, fallaron los intentos de genios de la arquitectura moderna como Le Corbusier, Kahn o Wright.
En realidad, una polémica en la que no ha faltado el teorema de lo absurdo demostrado por la historia. Porque es muy reciente, sólo en 1932, la fecha de cuando surgen, uniendo las dos riberas del Canal Grande, los dos últimos puentes venecianos: el Puente de la Academia, estructura siempre provisional, en madera y hierro y en estado de paupérrima calamidad, y el Puente degli Scalzi, que une la estación ferroviaria de Santa Lucía, a la altura del convento de los carmelitas descalzos, con el sestriere (barrio) de San Polo, el centro geográfico de la ciudad (Venecia está administrativamente dividida en seis sestriere o barrios). Las actuales estructuras de esos dos puentes, situados antes y después de Rialto, sustituyeron a otras antiguas de hierro de 1850 construidas bajo el Imperio austriaco que, por entonces, dominaba Venecia.
Antes de esa fecha sólo existía un puente que uniera las dos riberas del Canal Grande: el Puente de Rialto, uno de los puentes más famosos de la historia de la arquitectura, sin duda el más reproducido en imágenes, desde los inmortales lienzos de Canaletto, Guardi o Tiépolo, hasta infinidad de pintores de todas las nacionalidades, épocas y estilos que se han ido sucediendo desde el 1591, fecha de su inauguración, hasta nuestros días, en volúmenes fotográficos a él dedicados, al cine, a la televisión. Una imagen, en su suma, que queda grabada, para siempre, en la retina de todo aquel feliz mortal que se haya topado, de frente, alguna vez, con ese mágico encaje de piedra que avecina las dos riberas donde se plantan los más hermosos palacios venecianos, que es como decir los más bellos de todo el universo mundo.
El 8 de junio de 1588 tuvo lugar la ceremonia de la colocación de la primera piedra de lo que es, actualmente, la estructura arquitectónica del Puente de Rialto. “… y fue el párroco de la iglesia de Santiago, revestido con la capa pluvial y la estola, asperjando con el hisopo agua bendita…”. Antes de esto existieron, desde 1175, en que se construyó un paso móvil con barcas, diversas estructuras de madera. El actual puente de Rialto, a base de brazos, cuerdas y poleas, moviendo y alzando pesadísimos bloques de piedra, vio terminada su construcción, desde aquella colocación de su primera piedra en 1588, en sólo tres años.
El puente de Calatrava ha empleado cerca de ocho años en su construcción, aunque todavía no haya sido colocado en su lugar y los primeros bloques de su imponente estructura, 85 toneladas de acero, han pasado, entre la noche del pasado 28 de julio y la madrugada del 29, en una especie de ceremonia que tenía todo el sabor de una fiesta veneciana de veneración y pleitesía hacia el más querido de sus puentes, bajo la arcada del Rialto.
El de Calatrava será largo, 94 metros, y tendrá una anchura de 6 a 9 metros en su parte central. La componente base es de un acero especialmente tratado, las escaleras de acceso y los pretiles están fabricados con espesos estratos de vidrio infrangible; las barandillas son de bronce dorado y la total estructura del puente se asienta sobre pilares de piedra de Istria, la piedra de las canteras vénetas con la que está construida la casi totalidad de los palacios y de las iglesias de la ciudad. Desde lo alto de la parte central del puente se podrá admirar, hasta el éxtasis de la emoción, en un giro de 360 grados, la visión mágica del duende de Venecia, y por la noche, con la instalación de una sofisticada iluminación, el puente de Calatrava, que se presentará con una grácil y transparente armónica silueta, entrará ya, para siempre, a formar parte de un paisaje urbano, casi irreal, en los márgenes del imposible y del improbable, único e irrepetible, que la creatividad del genio humano haya podido inventar a lo largo de toda su historia.
El puente de Calatrava, que ya se ha anunciado que no se llamará así, pero que los venecianos han decidido bautizarlo con el nombre de su creador, colocado en el extremo del área urbana no herirá, con su exultante modernidad, la belleza frágil y vulnerable que no soporta contaminación ni vulgaridad. Porque Venecia no es sólo belleza sino extrema elegancia, buen gusto, exquisitez. Es la expresión consumada de una concepción aristocrática de la vida. Por eso Venecia es la única ciudad del mundo donde el hombre forma parte de su paisaje. La única ciudad hecha a medida del hombre, Para gozarla, disfrutarla, fundirse con ella.
¿Modernizar Venecia? Imposible. Para hacerla moderna se necesitaría reconstruirla, cancelando la laguna, las calles, los puentes, las vías del agua, esto es, sus canales. Reconstruirla sería destruirla. Venecia, suprema invención humana, recibe exaltación de los fenómenos de la naturaleza: la niebla, el agua alta, la lluvia.
Con la niebla Venecia se nos aparece aún más singular, más misteriosa, más evanescente. La niebla es el elemento que acentúa su carácter. Se ve a la ciudad surgir del agua y después esfumarse en una especie de vaporosa nube gris. Se entrevén figuras sobre los puentes que se pierden en las calles. A veces nos espantamos por algo que se mueve, como arrastrándose, delante a nosotros, es un gato que, enseguida, desaparece volviendo a fundirse con la niebla.
Son momentos en que no sabemos dónde acaba la tierra y comienza el agua. Vivimos en un mundo constantemente cambiante. Los palacios que surgen de la nada, como en una fábula. Esos mismos palacios, iglesias, conventos, que instantes después vemos desaparecer, como si fuera por el efecto de un misterioso encantamiento que nos envuelve con el todo veneciano. Sólo en Venecia la niebla puede dar este sentido de exilio del mundo, de paz infinita.
Parto genial de la mente humana, cristalizado en belleza y armonía, para sobrevivir necesita continuar siendo el símbolo de un cierto ideal de vida y seguir el ritmo que le impone su naturaleza y que no admite alteraciones que puedan violar su esencia, esto es, destruirla. Su equilibrio con el ser humano es perfecto. Todo está proporcionado a la medida del hombre: los campos (plazas), las casas, los puentes, los canales.
Y sin embargo…, sí, sin embargo, Venecia está inexorablemente muriendo, agonizando. Cada año que pasa se hunde, al menos medio centímetro. Venecia muere no sólo a causa de los fenómenos naturales, sobre todo las mareas altas de excepcional virulencia.
Las estadísticas hablan claro. Desde 1867 hasta 1916, las altas mareas inundaron completamente la ciudad 10 veces. Desde 1916 hasta hoy 40 veces. En 1951, por ejemplo, las pasarelas de la Plaza de San Marcos desaparecieron bajo las aguas por la imponencia del fenómeno. Desde 1908 a 1961, en 53 años, Venecia se hundió 18 centímetros. El tremendo aluvión del 3 de noviembre que sepultó a Venecia bajo las aguas, se calculó, en su día, que había “envejecido” a la ciudad de los canales en más de cincuenta años. Y esto casi contemporáneamente a las del Arno que inundó Florencia con una marea de lodo, desperdicios y residuos de petróleo, causando gravísimos daños, muchos de ellos irreparables, a su inmenso patrimonio artístico, parte del cual desapareció y se perdió para siempre.
Pero Venecia también agoniza por la contaminación del ambiente y por la desidia del hombre, a comenzar por los gobernantes italianos que no tienen límite a su incapacidad de salvaguardarla de su total destrucción.
Después del aluvión de 1966 la Unesco cometió la torpeza de confiar al gobierno de Roma el deber de salvar Venecia. Se aprobó una ley especial que no entró jamás en vigor y se pidió un préstamo, y se le concedió, por un valor, entonces, de 200 millones de libras esterlinas, pero el dinero no llegó nunca, quizás se perdió por el camino. Organizaciones nacionales e internacionales recolectaron dinero, de empresas y de ciudadanos privados, en los cinco continentes para la salvación de Venecia. Pero cuando llegó a Roma, el Gobierno italiano lo gravó con un conspicuo impuesto que fue a parar a las voraces arcas del Estado. El Gobierno italiano no ha hecho nunca nada de positivo para salvar Venecia, pero, en cambio, ha tenido siempre la habilidad para impedir que otros lo hicieran. A esto se llama estupidez y mala fe.
Todos nosotros, todos aquellos que formamos parte de la familia humana, nos sentiremos algo de menos con la pérdida de Venecia. Tenemos la obligación de dejarla en herencia a la posteridad. Sin ella el mundo será más raquítico y habrá disminuido de valor.
¡Quién sabe si desde lo alto del puente de Calatrava, último baluarte de la modernidad, se podrá contemplar, algún día, el desastre o la salvación de Venecia!
Cantaba Lord Byron en pleno Romanticismo:
“¡Oh Venecia! ¡Oh Venecia! ¡Oh Venecia!, cuando tus muros
[marmóreos
estén cubiertos por las aguas, se alzará
un llanto de las naciones sobre tus ruinas sumergidas;
un alto lamento a lo largo de todo el mar destructor.
Si yo nórdico lloro sobre ti
¿qué es lo que deberían hacer tus hijos?”

No hay comentarios: