miércoles, agosto 29, 2007

Javier Perez Pellon, España no hay mas que una

miercoles 29 de agosto de 2007
España no hay mas que unaRequiem por un amigo de infancia Javier Pérez Pellón

Sería allá por 1954 o 1955 ¡hace ya más de medio siglo! cuando Francisco Pérez, al que todos llamábamos Paco, uno de entre mis queridos amigos de infancia, —nos habíamos conocido, en la España cutre y piojosa de los años 40 y, por entonces, los dos llevábamos pantalón corto y nos cambiábamos los “tebeos”, con la hambruna que todavía pesaba sobre una gran parte de los endebles y raquíticos ¡por fuerza! estómagos de mis conciudadanos—, me comunicó, oficialmente, que se había echado novia en la persona de una deliciosa y bellísima chiquilla que estudiaba para maestra de escuela en la Escuela Normal de Valladolid.
¿Cómo has dicho que se llama? “María España, yo la llamo Españita”, me contestaba muy serio Paco, con esa su voz, un poco engolada, de quien saber poseer la hermosa tonalidad de un barítono. Y entonces yo, con un poco de amistosa coña, le canturreaba aquello de “España no hay más que una…”, copla muy de moda en aquellos tiempos, desde que la hiciera popularmente patriotera Pepe Blanco que, junto a Carmen Morell, llenaba los teatros de variedades de nuestros país. Música y, sobre todo, letra que aún estaba muy lejos de tener las connotaciones políticas de la unidad nacional en contra de la gran traición histórica y terca locura, institucional y jurídica, de la disgregación del Estado español de demencial actualidad zapateril.
A siete kilómetros, al sur de Vallaolid, se extiende una inmensa mancha verde, de miles y miles de hectáreas de pinos que, con sus altos troncos coronados de copas verdes y sus ramas que les crecen como si fueran poderosos brazos de gigante, parecen preparados a un desafío con el azul del cielo. El verde y el azul como inexplicable simbiosis de colores que parecen opuestos. El verde al cual miramos como madre nutriente de los frutos de la tierra y el azul sobre cuyo camino nos elavamos hacia aquellas alturas donde habitan nuestros sueños. Entre tanto verde y tanto azul, entre los pinos con sus troncos, sus ramas y sus copas, y un penetrante olor a tomillo y a romero, transcurrí una estación muy importante de mi infancia. Días que, en parte, fueron de guerra y el resto de postguerra. Días de aprendizaje de la vida.
El Pinar de Antequera, que así se llama ese mar de árboles sin fronteras, por sus características de aire puro, clima seco e incontaminado, era muy conocido, en los años 40, no sólo por su benéfica influencia sobre la salud maltrecha por ciertas enfermedades pulmonares que tenían, como causa mediata, los desastres de la guerra apenas terminada, sino por la propaganda que hiciera de sus virtudes saludables el Dr. Gregorio Marañon cuando lo definió “pulmón de España”.
Mi padre, como tantas otras familias de Valladolid, se había hecho construir un bonito chalet, cuando todavía corría la sangre en las trincheras excavadas de la Guerra Civil, para que allí pasáramos, entre la paz de un mar de pinos, los tranquilos tres meses de verano.
Yo, como tantos otros niños de la ciudad, aprovechábamos una buena parte de ese tiempo de holganza, alejado del escolástico de las primeras letras y las tablas de multiplicar, para devorar tebeos.
Los tebeos fueron algo así, durante una larga temporada de nuestra vida infantil y adolescencial, como la columna vertebral de nuestra formación literaria. Los tebeos nos los cambiábamos y nos los prestábamos entre los amigos. Los números atrasados y aquellos otros que nos sabíamos de memoria los canjeábamos por otros nuevos o los vendíamos en el mercado de compra-venta que se instalaba, todos los domingos, en la Plaza Mayor de Valladolid.
Fué durante un verano de los años 40, la fecha exacta se me ha escapado de la memoria, cuando conocí a Paquito, un chavalín espigado, de mirada triste y un tanto delgado, que pasaba los veranos en el Pinar de Antequera para curarse de una “pleuritis” o algo parecido. Y, enseguida nos hicimos amigos, porque, al igual que yo, él era, también, un insaciable devorador de tebeos. Paco prefería los de las aventuras urbanas de Juan Centella y Pedrín, que eran más “realistas” que mis preferencias exóticas por Jorge y Fernando, una especie de jóvenes flechas que corrían toda clase de riesgos, junto con su pantera Negrita, en medio de la selva de Guinea Ecuatorial, cuando todavía ese trozo de la profunda Africa negra era colonia española, o incluso las increibles hazañas de El hombre enmascarado. Los héroes de los tebeos rezumaban una especia de subluminal sabor patriótico, sentido del deber, del honor y cosas así, supongo que al objeto de educar a la generación, que la guerra la había vivido de niños, en los ideales de los adultos que habían dado la victoria a la España católica, de frente a los ataques masónico-marxistas y de materialismo ateo, y a Franco a la Falange y a la revolución nacional-sindicalista contra el libertinaje republicano y el comunismo internacional.
Pero ni Paco ni yo estábamos capacitados como para percibir tan perversa propaganda subterránea y nos lo pasábamos bomba, leyendo y “viendo” los tebeos tal cual eran, parecidos, incluso, a la magia del cine, con esos diálogos, —parecía que estaban hablando de verdad—, que les salían de la boca encerrados en una especie de volutas de humo. Y así nació mi amistad con Paco que ha perdurado hasta la pasada madrugada, cuando se me ha ido, para siempre, como si fuera el héroe de un tebeo al que su creador, un magnífico y excelso dibujante, se hubiera cansado de diseñar los perfiles del personaje !Ay! las amistades que han nacido con los pantalones cortos y con la ayuda de los tebeos son de esas inquebrantables y que duran toda la vida.
Paco y yo estuvimos siempre unidos por ese lazo sutil, invisible, de una auténtica y sincera amistad, con el gran mérito de ser propietaria de ese raro adjetivo denominado desinteresada. En los más de sesenta años que ha durado, Españita puede dar fe de muchos de ellos, no recuerdo el haber tenido nunca ni una discusión acre ni un sólo gesto de disgusto en nuestras relaciones. Es más, nuestra trayectorias profesionales, la suya brillantísima, la mía muchísimo más modesta, se han desarrollado, en diversas etapas, en paralelo, por decirlo de algún modo.
Juntos comenzamos nuestra aventura en la revista universitaria Cisne, que yo dirigía. Cuando apenas yo había entrado en El Norte de Castilla, que entonces dirigía Miguel Delibes, hicieron su aparición Paco, —poco tiempo después adoptaría su seudónimo Umbral—, Jiménez Lozano, Manu Leguineche, Miguel Ángel Pastor… y uno de los últimos creo que fué César Alonso de los Ríos, que comenzamos a componer una página semanal El Caballo de Troya, cuyas galeradas, todavía calientes de las tejas de plomo, había que presentar, antes de ser editadas, para poder ser publicadas, en plena noche, en las oficinas del Delegado Provincial del Ministerio de Información y Turismo.
Con el tiempo esa página le costaría el puesto de director de El Norte de Castilla a Miguel Delibes, que, con admirable coraje, para los tiempos que corrían, supo defender la libertad de expresión y defender a sus jóvenes redactores, de frente a la autoridad central de Madrid. Sin duda ninguna Paco Umbral terminaría siendo el más brillante de todos nosotros.
Por ahí corre una fotografía en la que estamos retratados, parte de aquel grupo, con rasgos juveniles, casi adolescenciales, en una de aquellas escasas tertulianas vallisoletanas de que las éramos sus animadores. Por la noche, después de cenar, solíamos reunirnos en otra tertulia en una cafetería a la que también asistía algún que otro catedrático “progre” de la Universidad. Mientras los demás tomábamos un café o, al máximo, una copita, la originalidad de Paco es que siempre pedía “leche con granadina”. Aunque muchas veces le pregunté el porqué, sus contestaciones no me parecieron nunca satisfactorias. Yo me encaraba con él diciéndole, medio en bromas, que me parecía un tanto snob como su modelo “Larra”. Me sonreía y ahí se acababa todo.
Paco, porque Umbral fue un gran poeta, me descubrió la importancia y el valor literario de la poesía contemporánea española de los años 20, 30 y 40 (Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Cernuda, Aleixandre, Hierro…), —yo me había parado en Lorca, Machado y Miguel Hernández—, mientras que le iniciaba en la lectura de autores como Moravia y Malaparte y le traía un montón de revistas y les prestaba otro montón de libros prohibidos que compraba en las librerías de San Juan de Luz y de Biarritz durante mis frecuentes viajes a Francia ( episodios que ha recordado, y siempre se lo agradecí, en algunas de las muchas veces que ha hecho alusión a mi persona y mi actividad periodística en sus inolvidables columnas en El Mundo), así, como en los años 50, traía los discos de Edith Piaf, Juliette Greco y Georges Brassens, que, luego, con religioso silencio escuchábamos en mi casa, en un gramófono, se llamaba pick-up que era mucho más chic, bastante decente, junto a la voz de Pablo Neruda recitando el “Machu-Pichu”, “Las cuatro estaciones” de Vivaldi, el “Requiem” de Mozart y la “Novena” de Beethoven, dirigida por Furtwangler.
Juntos coincidiríamos en Madrid, en la TVE, donde Paco escribía los guiones de un programa que yo dirígía, España Televisada, destinado a las colonias de españoles que habían emigrado de España, en busca de trabajo, en Suiza, Alemania, Bélgica…y para el resto de las naciones americanas de habla española. Y “mano a mano” escribiríamos, también, algún guión de otra serie que yo dirigía con el título de Biografía. Junto coincidimos, por una temporada, en las páginas de La Gaceta Ilustrada, cuando la dirigió, primero, Luis María Ansón, y más tarde Jesús Picatoste. Bastantes años más tarde sucedería lo mismo en El Mundo, Paco con su columna en última página, una obra literaria de imperecedero recuerdo y, todavía, como siempre sucede con la Literatura escrita con mayúscula, de exaltante e imborrable actualidad y yo en la corresposalía desde Roma . Dejo en manos más expertas que las mías la exposición y crítica y valor lierario de su inmensa obra.
Recuerdo la desesperación de Paco y de España, cuando la muerte de su hijo, un chaval guapísimo al que la leucemina se les llevó. Entonces vivíamos el uno muy cerca del otro, próximos al Bernabeu. Días dramáticos sostenidos con singular entereza, a pesar la rabia que les devoraba dentro, por la innaturalidad de la muerte de un hijo. Un padre no puede sobrevivir nunca a la muerte “natural” de un hijo. Eso es algo innatural, por más que se nos diga que la enfermedad mortal de un hijo forma parte del orden natural y objetivo de la la naturaleza humana.
Siempre que pasaba por Madrid, mi primera visita era para Paco Umbral. Paco y Españita me recibían, también siempre, en su “Dacha” de la calle Puebla, n° 3, de la Colonia Veracruz de Majadahonda, con ese particular afecto que, como el buen vino, sólo exhala lo mejor del contenido de sus esencias con el pasar de los años.
Le escribía, de vez en cuando, o le llamaba con frecuencia por teléfono, hasta esta fatídica mañana en la que sólo he podido dejar un emocionado mensaje a María España, que Paco llamaba Españita, en su contestador automático.
En estas líneas, inconexas, redactadas al hilo del sentimiento, sólo he pretendido decubrir un poco de aquello que las biografías públicas de Paco Umbral quizás no sabían, porque, hasta ahora, pertenecían a la intimidad de una amistad nacida entre dos personas que se conocieron, cuando aún llevaban pantalones cortos y a través de los tebeos, en el Pinar de Antequera, allá, en los albores de los años 40.
Con el pasar de los años los cementerios se han ido llenando de muertos, de nuestros muertos, familiares, amigos, a los que consagramos nuestra devoción y dimos nuestro cariño.
Decía Bernanos: “Mi vida está llena de muertos, pero el más muerto de todos es el niño que yo fuí”. En realidad, querido Paco, los niños que fuimos yacen enterrados hace ya muchos años. “El resto es silencio” decía Shakespeare.
Dice un proverbio latino: “!Qué la tierra te sea leve!”.

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