domingo, agosto 12, 2007

Irene Lozano, El estropicio nudista

domingo 12 de agosto de 2007
El estropicio nudista
POR IRENE LOZANO
Tiene el nudista un aire de caballero sin armadura y una vulnerabilidad tan convincente que desarma a cualquiera. Pasean ellos y ellas su porte apacible por la orilla del mar, sin temor al desaprensivo que puede entretanto asaltar la toalla, su única fortaleza. Y se bañan a la intemperie con toda inocencia, no como los pajilleros que acuden a las playas nudistas para recibir el muy distinguido título de voyeurs lejos de los matorrales.
Su arrojo resulta admirable y, sin embargo, triste, porque el del nudista no es un cuerpo desnudo, sino un cuerpo desvestido. Y no es lo mismo. Desvestirse es una actividad que requiere un método similar al trabajo en una sucursal bancaria. Allí acopia el contable caudales de infinito valor. Los cuenta, los recuenta y los cambia de caja fuerte; apunta los movimientos de forma sistemática y fría. Al final del día, hace el arqueo y se marcha.
El nudista se desviste con los mismos gestos de indiferencia aprendidos: se quita la camiseta de una vez, la dobla y la echa a la mochila. Lo mismo hace con el pantalón que deja, en cambio, momentáneamente sobre la toalla. A continuación se despoja de los calzoncillos como si tal cosa, dedicándole al asunto cinco segundos. ¡Está sin ropa! Está sin ropa y se comporta como si no pasara nada. Se acaba de quedar en pelota picada el tío y pone la misma cara de aburrimiento que si hubiera terminado de desembalar una caja de mudanzas. Ni mira al tendido ni da una vuelta al ruedo ni nada. ¿De qué se preocupa? ¡Cielos! De meter los calzones bien dobladitos en un bolsillo de los vaqueros, los calcetines en el otro y guardar todo perfectamente plegado en la mochila. ¡Qué estropicio, virgen santísima! En ese atropello consiste desvestirse: en despachar malamente al cuerpo para atender a la ropa.
Desnudarse, en cambio, es una ceremonia larga, compleja y repleta de mensajes cifrados, como todos los ritos religiosos. Y lo natural es solemnizarlo cuando uno ha cobrado conciencia de que el cuerpo humano ostenta una dignidad aristocrática: la de ser la obra de arte más antigua, pertenecer a esa estirpe dibujada por Leonardo, y esculpida por aquel modesto Miguel Ángel que sólo quitaba a la piedra lo que sobraba. Los que se desnudan bien, y sobre todo los que saben desnudar como Dios manda, aplican el arte de Buonarroti para deshacerse de lo que sobra. Con minuciosidad, pero sin método; con impaciencia, pero sin prisa. Su instinto de artistas los concentra en su obra y delegan las tareas irrelevantes en las lavadoras, porque cuando uno es Miguel Ángel no puede estar a sacudirse el polvo del mandil. Presentarse ante el mundo sin ropa es como hacer política de tierra quemada sobre la grandiosidad del cuerpo. Y no seré yo el Volterra que cubra con paños las figuras humanas en el Juicio Final de la Capilla Sixtina, porque no quiero pasar a la historia con el apodo de Il Braghettone, como aquél. Pero las obras de creación requieren una inspiración, cuya aparición es un misterio en todos los casos salvo en uno: al arte del desnudo se sabe que la musa llega vestida.

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