lunes, agosto 13, 2007

Irene Lozano, Ayer mi casa tuvo un orgasmito

lunes 13 de agosto de 2007
Ayer mi casa tuvo un orgasmito
POR IRENE LOZANO
Por ayudar a los recuerdos a sortear los obstáculos, ideó George Kodak el carrete para la máquina del obrero desmemoriado, porque no todo el mundo puede pagarse una terapia de psicoanálisis. Ahora la película se ha convertido en una antigualla, pero las fotografías siguen siendo esa palanca de saldo con la que cualquiera puede maniobrar por los vericuetos de la memoria. Hay otras, desde luego, pero de consecuencias imprevistas: a Proust se le ocurrió mentar algo tan accidental como el sabor de una magdalena y ya no paró de escribir hasta que murió: siete novelas.
Para quien no quiera cambiar de vida, es más seguro el recurso a una fotografía. No por lo que se ve en ella, sino por lo que permite evocar. Uno sabe qué quedó fuera y cómo se sentía en aquel momento, pese a estar sonriendo. Se trata de un ameno pasatiempo que, no obstante, conviene reservar para la intimidad. De lo contrario corre uno el riesgo de convertirse en el enseñador incesante de fotos, sin percatarse de que la parentela no puede recrear en una misma tarde el verano en el camping de Oliva, la luna de miel en Cancún y la escapada a Madeira, porque no lo vivió. Y se aburre.
También hay que tomar la cautela de no fiar el recuerdo sólo a las imágenes, porque muchas experiencias no pueden fotografiarse. Y las emociones, ni una. ¿Quién tiene la foto del terremoto de ayer? Nadie. No me refiero a la de sus estragos, si los hubiera habido, sino a las sensaciones que provocó el instante. Esa imagen no existe, pero se puede dibujar con palabras y a eso voy.
A la hora en que Epicentro y sus compinches actuaban cerca de Pedro Muñoz, esta cronista se encontraba en su mesa de trabajo en un piso alto del Este de Madrid. De repente vibraron las paredes y el suelo, y las ventanas parecieron salirse del marco: literalmente se desquiciaron. Todo se agitó unos segundos, y aunque ocurrió suavemente, resultó de una violencia inquietante, más desazonadora aún por la sordina. Parecía que la casa estuviera sintiendo la sacudida de un orgasmo incipiente, algo tan inverosímil que sólo podía ir seguido de un cataclismo desconocido. Al final la cosa fue breve y quedó en orgasmito: se ve que Atlas no agarró bien a la Tierra. Eso, o que cuando la tenía cogida por donde debía se movió una placa tectónica y se les fue el plan al garete.
El de ayer fue, lo confieso, mi primer terremoto y mi momento Juan sin Miedo. Ahora sé que el pánico no es un estado de nervios sino una certeza: está ocurriendo algo muy peligroso y no sé qué es. Y sí, una voz te dice: «Sal corriendo». Pero como en casa el negociado de instintos lo lleva la perra, y seguía dormitando bajo la mesa, pensé que era mejor no perder la compostura. Lo clavó: 5,1 grados Richter, o sea, nada.
En todo caso, si hubiera tenido que huir con lo puesto, me habría vestido con mis álbumes de fotos y algunos cuadernos. Porque en la peor hipótesis -que tu casa se desintegre y sólo queden los escombros-, se hace cierta la afirmación de Bierce: «Los recuerdos son el mayor lujo de los desafortunados». Para todo lo demás, Mastercard.

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