martes, agosto 28, 2007

Ignacio Camacho, La rosa y el jardinero

martes 28 de agosto de 2007
La rosa y el jardinero

POR IGNACIO CAMACHO
ANTES de su lamentable etapa como directora de la Biblioteca Nacional, Rosa Regás pasaba por ser una escritora premiada, una editora meritoria y una guionista fracasada, lo que en conjunto arrojaba de su trayectoria intelectual un balance razonablemente positivo. Ahora se va proyectada ante la opinión pública como una funcionaria incompetente, una activista resentida y una trepa de servilismo tan torpe que con su coba sectaria sólo ha conseguido acelerar su relevo por un Gobierno obligado a soltar lastre. Flaco arqueo el de su experiencia en la Administración, y magro favor el que se ha hecho a sí misma con su fanática exhibición de agresividad política, que ni siquiera ha sido capaz de defender con una gestión mínimamente decorosa que le pusiera difícil al ministro su cese por razones estrictamente profesionales.
Porque es que, si fuera poco motivo para despedirla su inaceptable descalificación de la prensa, su trasnochada intransigencia ideológica y sus alborozados y sus exaltados panegíricos gubernamentales de brocha gruesa, ella misma ha certificado que César Antonio Molina le ha retirado la confianza por su flagrante incompetencia. «Por no hacer nada», literalmente; es decir, por perder el tiempo, y aún se trata de un diagnóstico piadoso, ya que por tal cosa habría que licenciar a más de la mitad de los administradores públicos. Lo malo es que ha hecho lo que no tenía que hacer -provocar sonrojantes conflictos a un Gobierno sobrado de ellos- y ha dejado sin hacer lo que debía, esto es, asegurar la custodia de los bienes culturales que le habían sido encomendados y que, como los dos mapamundis ptolomeicos, le han birlado en sus arrogantes narices. Cualquier funcionario decente habría presentado la dimisión ante un fallo de este calibre ocurrido bajo su responsabilidad, pero Regás ha permitido que el ministro le pase por la cara su ineficacia y encima parece tomar el reproche como una inadmisible ofensa a su orgullo.
Para hacer méritos en política, le ha faltado olfato; las coces ideológicas, los revanchismos históricos y el lacayismo banderizo estaban de moda al comienzo de la legislatura, pero ahora lo que Zapatero necesita es podar su jardín de estropicios ante la coyuntura electoral. Para eso nombró ministro a César Antonio Molina, un intelectual fino y discreto llamado a hacer de jardinero para limar las espinas afiladas por su antecesora Carmen Calvo, entre las que destacaba el rosal hirsuto de la ya ex bibliotecaria, que acaso por su costumbre de no leer periódicos no se había enterado a tiempo del cambio de prioridades.
En el lenguaje común, y por desgracia a menudo en el periodístico, se suele conjugar el verbo «cesar» en modo transitivo, de tal manera que se dice que Fulano cesa a Mengano cuando lo apropiado sería señalar que le destituye. Así que no procede decir que a Regás la han cesado, porque en puridad ha sido una dimisión forzada. Pero en este caso, darle estrictamente a César (Molina) lo que es de César era entregarle el cese. Y marcharse a casa.

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