sábado, agosto 11, 2007

Ignacio Camacho, La redondez del euro

sabado 11 de agosto de 2007
La redondez del euro

POR IGNACIO CAMACHO
HASTA la llegada del euro, lo más inútil que se podía encontrar en la vida cotidiana era la primera rebanada del pan de molde. Ahora son las monedas de un céntimo, y hasta de dos, cuyo desprecio popular es responsable, según ciertos economistas, de la llamada inflación residual. Hay otra inflación más grave, recién señalada oficialmente por la Comisión Europea, que viene determinada por la perezosa relación mental que los españoles hemos establecido entre la pieza de un euro y la antigua moneda de veinte duros, y que ha convertido a nuestro país en el más alcista de cuantos se rigen por la divisa comunitaria.
Por algún misterio de la estadística, esa inflación manifiesta y evidente, que en poco tiempo convirtió las cien pesetas de un café en las 166 de un euro, no sale en las tablas del IPC. Los gobiernos han entregado los datos estadísticos a prestidigitadores tecnócratas capaces de sacar una paloma de un pañuelo. Del pañuelo de las lágrimas del consumidor acongojado por las subidas de los precios reales extraen estos virtuosos una collera de estabilidad económica. Pero el pan, el café, la cerveza, la fruta o el cine cuestan ahora un sesenta por ciento más que hace pocos años, y en esa sangría silenciosa de la microeconomía cotidiana se arruinan y naufragan los salarios exangües de una población perpleja.
Las pequeñas monedas de céntimo se quedan arrumbadas en el menudeo: no las aceptan ni los cajeros automáticos de los aparcamientos, ni las máquinas de bebidas, ni siquiera muchos consumidores acostumbrados al ninguneo de la calderilla. El redondeo hace estragos en los bolsillos mientras el Gobierno finge no ver la realidad, que es una reputada especialidad política. El Banco Central Europeo se replantea la existencia de esta quincalla monetaria, pero la eurocracia toma medidas con una lentitud inversamente proporcional a la eficacia de sus diagnósticos. Al menos, los estadísticos de Bruselas y Frankfurt han detectado lo que sus colegas españoles ignoran adrede: que somos la nación más inflacionista de la zona euro. El descubrimiento conforta poco, porque la calle lo sabe hace tiempo y desconfía de que la situación tenga remedio.
Cuando Zapatero metió la famosa pata televisada del café a ochenta céntimos, sólo cometió un lapsus mental: en el momento en que dejó de pagar sus propias consumiciones, los precios aún andaban por ahí. El problema es que después se han disparado, pero él ya sólo se entera -si acaso- de las tablas macroeconómicas, donde la realidad se maquilla a vista de pájaro. Es el efecto de la célebre noria de Orson Welles en «El tercer hombre»: desde arriba, las personas son como hormigas fácilmente aplastables sin remordimiento de conciencia. Así, mientras el presidente contempla desde lejos su horizonte de optimismo por decreto, las hormigas del país de las maravillas acarrean con esfuerzo las monedas gigantes que, como en la explanada de rascacielos del BCE en Frankfurt, parecen flotar sobre una nada luminosa en la que no se aprecia su verdadero peso.

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