jueves, agosto 30, 2007

Ignacio Camacho, El zurdo

jueves 30 de agosto de 2007
El zurdo

POR IGNACIO CAMACHO
SIEMPRE ha habido en el fútbol una mística de los zurdos: diferentes, imaginativos, excéntricos, fantasiosos y con ese punto de independencia que distingue a los rebeldes de los burócratas. Los zurdos gozan en las gradas de un plus de simpatía porque siempre se espera de ellos un rasgo de chispa, un destello de gracia, un arranque de improvisación, un gesto a contramano de la disciplina táctica que uniforma el juego como si fuese una cadena de montaje y lo convierte en un esfuerzo de metalúrgicos en calzonas. No todos los genios del balón han sido zurdos, ni todos los zurdos genios, pero entre ellos es frecuente la aparición espontánea, luminosa y sorprendente de la magia.
Antonio Puerta era zurdo. No uno de esos zocatos imprevisibles y prestidigitadores que bajan la pelota de una nube y la convierten en un dulce caramelo escondido entre sus borceguíes, pero sí un heredero de la vieja estirpe de hombres de banda, vecinos de la raya y del linier, que atraviesan el campo como galernas por un pasillo visible sólo a sus intuiciones y su ambición. Jugaba cerca de los espectadores, allá donde el público de las primeras filas puede ver los dientes del futbolista apretados en la disputa del balón a ras de tierra, donde la gente oye silbar sus pasos y ve saltar la hierba en el «tackle», donde el jugador siente en sus oídos el aliento de la hinchada cuando sube al ataque con el corazón a ciento treinta pulsaciones por minuto. Era del linaje de Gento, de Gordillo, de Chechu Rojo, de Ryan Giggs, de Breitner, de Junior, de Roberto Carlos; una raza vibrante y especial en cuyos genes viene descifrado el juego como una mezcla de velocidad, determinación, amago y empuje, acabados en el temple de un centro en rosca que vuela desde el interior del pie hasta el territorio eléctrico y terminal del área.
Para ese fútbol íntegro y primigenio, de sube y baja, que conecta con los aficionados porque es vertical como una arista y emocionante como una pasión, se necesita un corazón de acero que Puerta creía tener sin saber que escondía un defecto de fábrica. Nadie lo sabía, y lo peor es que nadie podía saberlo; se trata de una invisible rendija asesina por la que la vida se escapa a chorros cuando ya no hay remedio para taparla. Quizá la clave de esta desolación colectiva reside en la ineluctabilidad del drama; no existen culpables, ni fallos, ni imprevisiones, ni responsabilidades sobre las que descargar la orfandad del desamparo. Sólo la macabra lotería de la muerte, el hachazo al azar que golpea sin aviso, delante de las cámaras del teatro abierto a medio mundo, a un joven lleno de fuerza, de vida y de futuro. Una fatalidad sin consuelo ante la que el pueblo se frota abatido los ojos incapaz de explicarse otra cosa que su propio dolor desabrigado de esperanzas.
Puerta tenía el perfil elegante de un Alatriste y jugaba con el descaro, la movilidad y el coraje de un mosquetero. Además era zurdo, esa clase de futbolistas que llevan en el ADN el sello especial de las leyendas. Lo triste, lo desolador, es que la suya sólo se había empezado a construir cuando ha acabado.

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