lunes, agosto 20, 2007

Ignacio Camacho, El infierno y la impaciencia

martes 21 de agosto de 2007
El infierno y la impaciencia

POR IGNACIO CAMACHO
CUANDO era pequeño y decía palabrotas me contaban que en el infierno los condenados estaban enterrados en mierda hasta la coronilla; si alguno intentaba sacar la cabeza, pasaba un ángel maligno para rebanársela con una espada de fuego. De mayor comprendí que se trataba de una metáfora de la mediocridad, ese infierno que ahoga la excelencia en un pantano de groseras vulgaridades, y que por una extraña desviación de la conducta humana constituye el hábitat preferido de la política, que debería ser el territorio de los mejores en vez de una selecta reserva de medianías conformistas.
Alberto Ruiz-Gallardón parece uno de esos condenados impacientes, empeñado en asomar la cabeza de la ciénaga para que se la corte algún ángel flamígero armado con la espada del aparato del partido. Su problema consiste en ser brillante en un mundo de mediocres, sin ser taimado ni humilde para hacérselo perdonar. Por eso cada vez que da un paso adelante le cierran el camino recordándole que no sabe medir los tiempos, que es un modo de decirle que entre enanos conviene andar de rodillas para disimular la diferencia.
En una organización que no fuese un sindicato de intereses, cualquier líder de peso que se ofreciese a sumar sería bien recibido, pero en España los partidos están dominados por camarillas de burócratas que consideran que los escaños son puestos de trabajo a repartir entre los más fieles. El criterio que impera es el de que si un alcalde ya tiene sueldo ha de dejar sitio libre para colocar a otro menos preparado. En Francia, por ejemplo, no ha habido político de relieve que no simultanee el cargo con una alcaldía, que es donde se cuecen los problemas reales de los ciudadanos; Chaban-Delmas, Mauroy, Juppé, Chirac: hasta Mitterrand mantuvo siempre el bastoncillo de la pequeña Chateau-Chinon. Pero si el alcalde de Madrid quiere ser diputado, lo apostrofan de ambicioso y conspirador como si fuese un Macbeth con el cuchillo ensangrentado.
Rajoy puede pensar que nadie debe marcarle los tiempos, pero a la hora de la verdad tendrá que elegir: o se hace acompañar de los listos, o se rodea de torpes. Se la juega, sí o sí, en las próximas elecciones, y debe decidir si da cuartelillo a los que valen y arrastran votos o a los que hacen huir a los electores. Si ganó las municipales con alcaldes de rango y carisma -Barberá, Teófila, De la Torre, el propio ARG- no se entiende por qué no ha de ponerlos en la alineación para las generales. Y si les añade a Rato, a Mayor Oreja, a María San Gil y a cualquiera que sobresalga de la adocenada media aunque sea aficionado a pensar por su cuenta, tendrá más posibilidades que al frente de una tropilla de disciplinados secundarios grises. Podrá perder, pero al menos lo hará con grandeza.
Si en algo se equivoca Gallardón es en urgir una decisión que acaso ya esté tomada. La ambición es legítima, pero la brillantez no está reñida con la paciencia, ni con el silencio. El infierno de la política no sólo está lleno de mediocridades anodinas y de monotonías insustanciales, sino también de palabrería vana y de gestos estériles mal acompasados.

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