jueves, agosto 23, 2007

Ignacio Camacho, Castracion o perpetua

viernes 24 de agosto de 2007
Castración o perpetua

IGNACIO
CAMACHO
AUNQUE algún pelota le retoque los michelines con el photoshop, Sarkozy no necesita de mayores arreglos para mantener enhiesto su perfil de reformista vigoroso, con reflejos para reaccionar de inmediato ante los desafíos sociales que hacen cosquillas en la médula de la opinión pública. Su propuesta de castración o cadena perpetua para los pederastas y violadores reincidentes ha desatado una ruidosa polémica que ha cogido a contrapelo a la izquierda, atrapada en la contradicción entre el aplauso visceral de los colectivos feministas y la repulsa dogmática de los evidentes perfiles represivos que contiene la idea, nada novedosa por otro lado en algunos Estados occidentales que ya la tienen incorporada en su ordenamiento jurídico.
La castración, aunque sea química -sólo algunos regímenes islámicos mantienen las amputaciones físicas, sin grave escándalo entre los apologetas del multiculturalismo-, levanta en la sociedad abierta una polvareda moral derivada del carácter irreversible de la medida, pero la verdadera dimensión de la proposición de Sarko reside en la segunda premisa, que es la reclusión vitalicia de los sujetos incapaces de modificar una conducta de altísima peligrosidad social. Ayuda al presidente francés la conmoción colectiva por la arrogancia repugnante del recalcitrante pedófilo que ha dado pie a la controversia, así como el hecho de que la prisión perpetua para delitos muy graves figura con plena normalidad en la legislación gala. Más allá de eso, sin embargo, lo esencial del debate es que resucita una cuestión primordial de la función social de la pena; el castigo del criminal no es sólo una oportunidad simultánea para la reinserción, ni una reparación para las víctimas, ni una factura punitiva con la que restablecer un cierto equilibrio ante el desorden cometido, ni siquiera un factor disuasorio para el potencial delincuente, sino una forma tajante y categórica de separar de la sociedad al individuo que la amenaza con su comportamiento agresivo.
El punto más conflictivo de la discusión se deriva de la falta de unanimidad científica sobre el carácter incorregible, o incurable, de la inclinación pedófila o violadora; si está o no inserta en la propia naturaleza de la psique del sujeto. Pero Sarkozy no es un científico, ni un moralista, sino un político preocupado por ofrecer respuestas frente a la parálisis que a menudo atenaza a una comunidad tan sacudida por las dudas éticas como amenazada por la impunidad criminal. Un activista que al menos tiene el valor de no resignarse, aunque sea por mera conciencia de que en la política moderna las sociedades requieren de sus liderazgos la capacidad de proponer recetas sobre sus problemas inmediatos. En esta ocasión, la abominable condición del crimen le otorga ventaja ante el buenismo de una izquierda que no puede obviar la necesidad de reaccionar; el resto es cuestión de un olfato que el poder, lejos de amortiguar, parece estimularle. Claro que Francia, con su amplia tradición de desacomplejado debate democrático, es otro ámbito; más vale no pensar qué habría ocurrido si esta propuesta la llega a formular en España ese Aznar al que el pequeño Napoleón se parece tanto.

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