jueves, agosto 09, 2007

Hermann Tertsch, Cuitas lejanas y percepciones

jueves 9 de agosto de 2007
Cuitas lejanas y percepciones

POR HERMANN TERTSCH
No vamos a tener a estas alturas del siglo XXI la muy grosera falta de originalidad de decir que son muchas las tragedias lejanas que nos atañen en demasía y no nos afectan. Así fue siempre. Líbrenos el futuro de la maldición que supone el considerar siempre culpables del dolor propio o ajeno a otros porque es la base de la irracionalidad, el sinsentido y desde luego la falta de recursos para paliar males y tragedias. Si hay algo peor que ignorar el sufrimiento ajeno y lejano es buscar culpabilidades ficticias y explicar siempre con acusaciones los pesares y tragedias de unos u otros. Cuando en países ricos como el nuestro asistimos a grotescos espectáculos en los que incomodidades, fracasos políticos, inconveniencias en los servicios -gratuitas si se quiere- y hasta pequeños desastres son achacados por los auténticos responsables a otras figuras reales o imaginarias, no debe extrañar que el victimismo en el Tercer Mundo, alimentado por ideologías más o menos baratas del Primero, destruya los intentos y las posibilidades de una acción positiva propia, autóctona, efectiva y libre de autocompasión. Las tragedias ya nunca son lejanas en un mundo en el que un dato recorre el globo a la misma rapidez que un sentimiento, que no es por desgracia siempre el de la solidaridad y compasión sino con frecuencia el de la desesperación, el agravio o el odio.
Pero una cosa es lamentar los efectos destructivos del discurso tercermundista de Occidente, cuya máxima expresión está en esa prepotencia parasitaria de muchas Organizaciones No Gubernamentales y la agitación de la venganza de los agraviados, y otra la indolencia ante las tragedias. Saber que los mitos de las deudas históricas solo sirven para beneficiar a castas privilegiadas y que la ayuda humanitaria convertida en fenómeno estructural secuestra literalmente a los Estados, fomenta la corrupción e impide el desarrollo de una sociedad abierta e individuos libres no significa resignarse a que los «vendavales de dolor» que arremeten contra una comunidad humana no obtengan sino respuestas voluntaristas, tardías e ineficaces.
En estos precisos instantes en los que le sorprendemos en la gentileza de leer esto, tenemos, tras unas terribles inundaciones, en torno a unos 30 millones de seres humanos en Bangladesh, Nepal y el norte de la India que buscan, para sobrevivir y desde hace casi una semana, algo que flote sobre las pestilentes aguas de pueblos y suburbios, algo que pueda beberse en aquel mar sin morir envenenado, algo que comer y alguien que los ayude a salir de regiones que apenas conocen cuatro militares de la región y tres funcionarios de alguna agencia de la ONU. Más de dos terceras partes de la población de España buscan en estos precisos momentos una mínima superficie seca y algo que puedan beber sus hijos sin caer inmediatamente en fiebres. Allí las ayudas son tan urgentes que en pocos días pueden convertirse en inútiles para la parte de los afectados que por edad o condición física no van a llegar siquiera a la agónica fase post-traumática.
De Darfur, parece que en algunos medios occidentales ya empieza a dar hasta casi un poco de vergüenza el hablar. Allí no ha sido una catástrofe natural la que ha sumido en el dolor y la privación total a la población sino un cálculo político. Devengado en caos, ha producido uno de los focos de miseria y terror más terribles e intensos de la última década. Allí la vergüenza occidental es por lo tanto mayor que donde pudiera calificarse como denegación de ayuda. Las aritméticas de poder pergeñadas en los últimos cuatro años tras las tristes bambalinas del conflicto sudanés componen uno de los capítulos más vergonzosos de la política mundial del lustro. Los ominosos silencios y las obscenas esperas ante la brutalidad desplegada contra centenares de miles de seres indefensos e inermes en el desierto claman a las conciencias y alarman sobre nuestra falta de reacción ante una brutalidad cuya percepción graduamos.
Son muchas otras las tragedias que están ahí más o menos agazapadas en la actualidad. El problema al afrontarlas no debiera estar primordialmente en la búsqueda de culpables -que para muchos de nuestros teóricos de la ayuda humanitaria siempre serían Colón, Pizarro, Isabel II, algún portugués y algún británico- sino en la efectiva aplicación de ayuda que pasa por quebrar la resistencia de quien se oponga a la misma. En un rincón del mundo son aguas y en muchos otros gentes.

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