viernes, agosto 03, 2007

Ferrand, La guerra de las banderas

viernes 3 de agosto de 2007
La guerra de las banderas

POR M. MARTÍN FERRAND
EL hecho de ser español tiende a compensar sus encantos con la tremenda fatiga que comporta el ejercicio coherente de tal nacionalidad. Aquí, entre nosotros, ningún asunto se da nunca por zanjado y de ahí el cansancio que produce tener abiertos, y efervescentes, tantos epígrafes en el largo, diverso y conflictivo catálogo de nuestra realidad común. Véase, como ejemplo, el asunto de las banderas, una perenne pesadilla que, como síntoma para el diagnóstico de la enfermedad territorial que nos aflige, cursa con monótonas recidivas. A las autoridades autonómicas vascas, que lo son en virtud de la Constitución del 78, no les sale de la boina que la bandera española, tal y como marca la ley, luzca en las fachadas de los edificios públicos del País Vasco. Y no luce. Y no pasa nada.
Ahora, una sentencia del Tribunal Supremo ordena izar la bandera de España en la academia de la Ertzaintza, en la villa alavesa de Arcaute, en la que se forman los policías autonómicos. En cualquier Estado de Derecho, incluso en los más dramáticamente raquíticos y políticamente menos evolucionados, una circunstancia equivalente nos llevaría a la inmediata contemplación de la bandera flotando en el viento; pero aquí, suma y sigue, una cosa es el Derecho, otra la Ley, otras más su aplicación y algo muy distinto el nivel de las lealtades constitucionales de las diecisiete porciones que integran el mosaico nacional. La dejación de autoridad que, de hecho, han venido practicando los sucesivos Gobiernos de la Nación ha generado una separación que, en gran paradoja, es la trinchera en la que se hacen fuertes quienes pregonan el separatismo. Nos hemos dado, y estamos muy contentos con ello, una Constitución cuya letra sirve de palanca para forzar su espíritu germinal.
Un Estado sin bandera, carente de un símbolo común, es una incongruencia sin parangón posible en el Derecho comparado; pero esa es la inacabable realidad a la que, con poco tino y escasa resolución, nos enfrentamos. Hasta el alcalde de San Sebastián, militante notable de unos de los dos grandes partidos de ámbito nacional, le reprocha al Supremo su sentencia. «No es momento, dice el inconsistente Odón Elorza, de abrir conflictos sobre las banderas». Curiosa teoría política la del prócer socialista que, además de admitir momentos adecuados para abrir esos conflictos, defiende un sentido discontinuo para la vigencia y aplicación de la ley.
El «momento» de izar la bandera roja y amarilla en los edificios públicos de todo el Estado lo fijó, ¡hace más de veinticinco años!, la Ley 39/81. El que desde entonces no se haya cumplido su mandato resulta elocuente para definir la pasividad de las partes y la indolencia del todo. Para mayor sarcasmo, en curiosa coincidencia con este capítulo vasco de resistencia civil, los también separatistas integrados en ERC reclaman que la bandera catalana luzca junto a la española en todas las casas-cuartel de la Guardia Civil en Cataluña. Así prosperaremos poco y nos cansaremos muchísimo.

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