lunes, agosto 13, 2007

Ferrand, El terremoto, las brujas y Xirinacs

lunes 13 de agosto de 2007
El terremoto, las brujas y Xirinacs Manuel Martín Ferrand

Lo que nos faltaba, un terremoto. Mientras Rosa Regás, la encarnación de la cultura en el entendimiento de José Luis Rodríguez Zapatero, sobrevuela el territorio nacional a bordo de su escoba mágica a España le tiemblan las tierras con epicentro en Ciudad Real. Algo querrá decir eso. No es que las alegorías simbólicas sean tan inexorables como una comunicación de Hacienda, pero algún elemento deben tener lo suficientemente sustancioso para que, durante siglos, hayan sido parte fundamental de nuestra manera de entender la vida. Y la muerte.
Asegura Baura que España se entiende mejor a través de sus muertos que con el análisis de sus vivos. Los muertos ya no envidian a nadie y ello les despoja de un caparazón que convierte en inescrutables a quienes todavía respiran y tienen pulso, especialmente si se trata de políticos en ejercicio. La envidia y/o el odio. Ahora se ha muerto Lluís María Xirinacs i Damians. ¿Le recuerdan?
Xirinacs, estrafalario personaje, es un buen nombre para el análisis de la Transición, su antes y su después. En los años en que tuve la suerte de vivir en Barcelona, inmediatamente anteriores a la muerte de Francisco Franco, el nombre de tan atrabiliario personaje se pronunciaba en voz baja, como en complicidad con no se sabe qué. Dotado de una necesidad primaria de llamar la atención, de convertirse en centro de las miradas ajenas, el entonces sacerdote y animador de la Asamblea de Cataluña organizaba —prácticamente en semanas alternas— huelgas de hambre que le asomaban a los periódicos. Reclamaba una amnistía general y tan sonoro fue su estruendo que llegó a estar propuesto, en dos o tres ocasiones, para el Nobel de la Paz. Esperpéntico; pero, dicho sea de paso, algunos lo han conseguido con menos mérito cívico que el suyo.
Cuando las elecciones legislativas de 1977, las primeras de nuestra joven e imperfecta democracia, Xirinacs se presentó al Senado y salió elegido con abundancia de votos y seguidores. Poco después dejó la política activa y, más tarde, colgó la sotana para, más ligero de movimientos y sin ninguna atadura jerárquica, clamar por la independencia de Cataluña.
En los provechosos y cortos días en que Josep Tarradellas ocupó la Generalitat, exquisitos y cuidadosos con las formas como con buen criterio impuso el president, fueron convocados a la Plaza de San Jaime los cargos electos y de representación. Xirinacs, según su costumbre, asistió desastrado y distante de todo protocolo, asomando las largas uñas de sus píes por las ventiladas sandalias de un atuendo que se perfeccionaba con un zurrón deshilachado y de color impreciso colgado en bandolera. Era una evidente provocación a la muy cortés autoridad de un catalanista auténtico y distante del ejercicio circense y ramplón del sentimiento.
Tarradellas le miró indulgentemente y, lejos de manifestar desagrado alguno, le dijo: “Qué, mosen, de excursió?”. Siempre me ha parecido una anécdota expresiva del contraste entre las ideas democráticamente sostenidas y su propuesta ruidosa, folclórica y desmedida. Todo un símbolo del proceso que empezamos hace tres décadas y que no acabamos de rematar en aras de esos independentismos que convierten en espiral de vértigo lo que debieran ser ejes de fortaleza para un desarrollo nacional en eficaz competencia con los restantes países de la Unión Europea.
Xirinacs, cuyo cuerpo ha sido encontrado por los Mossos d’Escuadra en un bosque de Gerona, remató su vida de activista con loas y cantos a ETA, gente buena —decía— porque “avisa cuando pone bombas”. Un desvarío más entre todos los que marcaron su trayectoria pública y sirven de referencia y síntoma de las muchas aberraciones y abundantes excesos con que viene cursando, hoy con mayor intensidad que ayer, el proceso de nuestra instalación democrática. Últimamente, cuando ya el sello ha perdido el valor histórico que le acompañó durante un par de siglos, el personaje se dedicó profesionalmente a la filatelia.
Ésta es nuestra España. Esperpéntica como marca la costumbre, imprevisible para que no cunda el sosiego e inútil para que podamos esperarlo todo de las fuerzas sobrenaturales. Un terremoto le viene bien al cóctel mientras las nuevas brujas de la paridad, de Rosa Regás a Magdalena Álvarez, ensayan los últimos modelos de escoba. Ya las hay turbo.

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