miércoles, agosto 01, 2007

Ferrand, Capacidad de respuesta

miercoles 1 de agosto de 2007
Capacidad de respuesta

POR M. MARTÍN FERRAND
A vista de satélite, el espectáculo humeante que ofrecen Gran Canaria y Tenerife resulta pavoroso. Más todavía cuando, a ojo de cámara de televisión, pueden verse las pestañas chamuscadas de quienes tratan de contener y extinguir los fuegos y se palpa la angustia de los miles de personas evacuadas en las dos islas principales del Archipiélago. Un rescoldo de una docena de miles de hectáreas justifica -exige- el uso del calificativo dantesco porque aquello es, sin duda, un infierno en medio del Atlántico, una desgracia inmensa cuya memoria perdurará tanto tiempo como sea necesario para que la flora y la fauna isleñas vuelvan a su ser.
El verano, tardío en sus calores, viene de catástrofes. Son muchos los fuegos que salpican el territorio nacional y, entre ellos, alguno de génesis tan inadmisible como reiterada: no es de recibo que explosione, activada por la espoleta del calor, la munición abandonada en un campo de prácticas de tiro en Sierra Morena. La carretera, como marcan la costumbre y el calendario, chorrea sangre y, en Barcelona, las secuelas de un apagón previsible y no previsto tienen en vilo, y con sofoco, a muchos miles de ciudadanos o, por mejor definirles, de contribuyentes.
La crónica de sucesos, generalmente latifundista y consagrada a los crímenes pasionales, ha cambiado de signo y, en ejercicio de plena ocupación de los espacios informativos, se especializa en catástrofes más o menos naturales. Es algo que puede suceder, y sucede, en todas partes; pero lo que marca el desarrollo de una sociedad y la fuerza de un Estado, al tiempo que mide el nivel de los servicios públicos de emergencia, es la capacidad de respuesta ante las adversidades sobrevenidas y, en muchas ocasiones, irresponsablemente imprevistas.
Los acontecimientos menos deseables demuestran que, en cuanto respecta a la protección civil, estamos en mantillas. Suelen desbordarnos todo lo imprevisto y, trátese de un vertido en el mar, un fuego en la montaña o un accidente de mayor escala, siempre trata de arreglarse con entusiasmo y voluntarismo. Lo primero, por mucho que sea el fervor con que curse, no tiende a producir efectos ignífugos y lo segundo, al anteponer el deseo a la inteligencia, arrastra tanto mérito como escasos resultados.
Los incendios canarios, en los que ha debutado uno de los ridículos inventos de José Luis Rodríguez Zapatero -una unidad militar y distante para ejercer las funciones civiles propias de los bomberos tradicionales-, bien podrían servir para que, sin tentaciones electoreras, una sólida comisión de trabajo integrada por representantes cualificados, por especialización y poder, de los tres planos de la Administración sentara las bases de los mecanismos y servicios que necesitamos para poder resolver eficazmente cuantas emergencias puedan perturbar nuestra rutina cotidiana. Sin heroísmo y con profesionalidad.

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