lunes, agosto 20, 2007

Felix Arbolí, Una bonita historia de amor

lunes 20 de agosto de 2007
UNA BONITA HISTORIA DE AMOR
Félix Arbolí

S E conocieron en una romería. Esa fiesta de tradición religiosa, que tiene mucho de “camping”, bastante de alegre camaradería y mucho arraigo popular. El lugar un bello y tranquilo pueblo del norte de España, donde el paisaje compite con la cordialidad y hospitalidad de sus habitantes para hacerlo sitio elegido de un turismo heterogéneo ávido de belleza natural y relajación mental, para evadirse de los muchos problemas de la vida en las metrópolis importantes. Nuestra protagonista es una mujer de belleza agitanada, sin pertenecer a esa raza, morena de pelo, blanca de carnes y una fascinadora sonrisa ornándole la cara. Ese arquetipo de hembra española que por sus aireadas cualidades físicas y las no menos ostensibles de su carácter, un auténtico torbellino de gracia y espontaneidad, era capaz de conquistar al hombre más serio e indiferente. Formaba parte de un grupo donde ella era la voz cantante, el alma de la reunión. Desde una terraza cercana, ante un caldo de la tierra, observa la escena un turista inglés, sonrosado y rubio, de incógnitas habilidades y más seco que la célebre mojama barbateña. De esos muchos que pasan por España sin saber si están gozando o sufriendo, ya que no mueven un músculo de su rostro. Nada parece capaz de cambiar su expresión, ni el hecho de ser sorprendido espectador de tan descomunal juerga y bailoteo. La suerte y el futuro, en estos especiales rincones de nuestra geografía norteña, dependen en gran medida de las meigas y hadas que andan sueltas por esos montes de aquende el Cantábrico, y son las responsables de que ocurran a veces sucesos inimaginables, encuentros imprevistos y amores que parecen incomprensibles a simple vista. Así no es de extrañar que contra todo pronóstico, lo que nadie piensa lógico, pueda acres realidad. El encuentro fue casual, sin presentaciones, tropiezos o alternancias comunes. La mañana discurría alegremente entre charangas, bailes, canciones y sonidos de tambores, dulzainas y flautas artesanas. El vino de la tierra y los refrescos calmaban la sed y aliviaban la sequedad de las gargantas. El sol estaba animoso y no quiso perderse tan insólito espectáculo. Les regaló la bonanza de sus rayos y la limpieza de un cielo azul que se extendía hasta el infinito. Grillos y cigarras habían perdido su miedo al hombre y no cesaban de acompañar con sus monótonos chirridos esa algarabía, aunque precavidamente ocultos entre el ramaje. No hay nada que pueda superar a una fiesta campestre en el sugestivo paisaje del norte español. Es una escena idílica e inolvidable en la que nuestra vista se sacia de belleza. Un acercamiento y cruce de miradas fue suficiente para que él se diera cuenta que acababa de descubrir a la mujer de su vida. Toda su flema británica desapareció en un instante y en el mismo tiempo se aventuró a dar marcha atrás y volver ante esa “Diana o Artemisa”, pero esta vez observándola con mayor detenimiento, como queriendo taladrar su coraza externa y adentrarse en sus intimidades. Estaba convencido de que ese terremoto en forma de mujer era lo que necesitaba para darle sabor a su vida. Pensaba que ella era su complemento ideal. Lo que el vulgo llama su media naranja. Aunque viéndole a él y admirando a ella, se advertía que era una extraña mezcla muy difícil de asimilar y comprender, aunque a veces estas diferencias son las que dan consistencia al amor. . Haciéndose el turista despistado, con extremada educación, se acercó a la reunión donde se hallaba ella y preguntó por el significado de esa fiesta. No solo se lo detallaron, sino que le invitaron a sumarse al grupo y le ofrecieron vino, que el aceptó con la típica sonrisa del extranjero agradecido. Lo bebió a morro, siguiendo la costumbre de sus desconocidos anfitriones y todos rieron cuando el líquido rojo de la tierra, cayó en cascada y lo empapó. El reía feliz y divertido ante esa hospitalidad tan sincera como agradable, que le permitía estar cerca, observar y hablar con la mujer que le tenía entusiasmado. En su intimidad bendecía el noble carácter de esas gentes que le habían brindado su camaradería y le habían ofrecido un hueco en el grupo, Luego llegó el turno de la comida y pasó exactamente lo mismo. Se había convertido en uno más de la fiesta, aunque fuera el blanco de todas las miradas y sonrisas. Ella, le sacó a bailar. Eran esas danzas populares tan movidas y saltarinas que, a pesar de su resistencia y corteses protestas por su ignorancia en cómo hacerlo, tuvo que decidirse y salir. Se fijaba en los pasos y brincos de ella e intentaba imitarla aunque torpemente ante el aplauso y la benevolencia de todos los reunidos, que reían a carcajadas sus inevitables traspiés y paradas de indecisión. Todo fue rápido. Incomprensiblemente rápido para sus familiares y amigas, que a pesar de caerle bien Jimmy, ignoraban todas esas cosas que siempre desean conocer los extraños, antes incluso que la propia interesada. Se casaron y vivieron unos años de auténticas y gratas sorpresas mutuas, cuando caracteres tan opuestos, pero necesitados el uno de la otra y viceversa, tuvieron que convivir en intimidad. Ella descubrió mundos insólitos, paisajes de ensueños, sucesos increíbles y experiencias inimaginables que él, con amor y delicadeza, le fue ofreciendo por razones de trabajo y de mero turismo. Quería saturarla de todo cuanto bello e interesante ofrece la vida. Jamás pensó conocer tan lejanos y excepcionales escenarios. Aunque la vida comunitaria había alterado algunos planes y normas habituales de cuando fue mujer libre, continuó con el ejercicio de su carrera docente. Cada uno tenía una profesión, que no hubo necesidad de suspender. El respetaba sus salidas, sus paseos y tertulias con compañeros de trabajo y sus momentos de aislamiento en el hogar, en los que se dedicaba a sus lecturas, ejercicios literarios y quehaceres profesionales. Tampoco le impedía que asistiera a esas clases de baile andaluz, que tanto le agradaban y que interviniera en funciones escolares y benéficas junto a sus compañeras y amigas, vestidas de faralaes. Ese embrujo, el entusiasmo de ella por todo lo que captaba su atención y su constante alegría desbordante y contagiosa, entusiasmaban a él y le tenían enamorado hasta la médula de esa mujer que era un huracán personificado. Pero como buen inglés, cosas de naturaleza y crianza, no era dado a efusivas demostraciones, ni dedicarle bellas expresiones. Ni siquiera se atrevía a decirle que era lo más hermoso y querido que había tenido en su vida, aunque fuera el constante sentimiento que le embargaba. Se trataba de un amor sincero y oculto que le hacía ser el hombre más feliz de la tierra por el simple hecho de sentirla a su lado, aunque le doliera internamente pensar que ella añorara ese mundo tan lleno de ardientes pasiones y necesitado de fervores, al que las parejas de esta tierra estaban acostumbradas. Su timidez le obstaculizaba que pudiera demostrarle sus sentimientos. También era celoso y un tanto posesivo. Era enorme su respeto y exagerada su delicadeza. Había días que apenas se dirigían la palabra, aunque cruzaran sus miradas y no hallaran motivos de reproches por ambas partes. El no se atrevía a interrumpirla en sus meditaciones y lecturas, ni a ella se le ocurría cortar los silencios con ocurrencias innecesarias y faltas de argumentos. Por su trabajo era una consultora constante de Internet y una entusiasta del ordenador. No chateaba, ya que no le agradaba trabar amistad y cruzar confidencias con alguien al que no conocía. A pesar de ser persona extrovertida y confiada en la amistad, no era partidaria de abrir sus intimidades. Puede que el contacto con el hermetismo de su marido le hiciera menos propicia a las confidencias. Pero todo en su vida, estaba visto, debía obedecer al azar y la improvisación, ya que una tarde se cruzó con un hombre que solicitaba la amistad de una mujer. Coincidían en aficiones, lejanía física (así evitarían la oportunidad de tener que conocerse) y le agradaban las referencias que daba y su manera de expresarlas. Aparte, había algo especial que la empujaba a probar cómo serían esas nuevas experiencias. Iniciaron su contacto y no hubo nada reprobable en esos cruces cibernéticos, donde cada uno contaba sus detalles, aventuras y circunstancias sin otro motivo que distraer unos minutos de su rutina diaria. Cuando quiso darse cuenta estaba bastante enganchada, aunque ni por un momento pensara cambiar a su marido por el desconocido. Ambos estaban casados, en eso no mintieron y en algunas otras cosas que eran fáciles de adivinar y confirmar. El, más lanzado que ella, empezaba a calentar motores y se embalaba en sus demostraciones de amor, ilusiones y sueños, como el que se siente enamorado de una visión de mujer que aparece por una vez en nuestra vida y se queda fija en el subconsciente. Algo hermoso pero inalcanzable. Ella como mujer, se sentía halagada al saberse protagonista de tan hermoso ideal y ser blanco de esas frases tan llenas de amor y pasión, de ensoñaciones y anhelos. Sentirse amada, aunque fuera un amor totalmente ajeno al sexo, los contactos carnales y las posibles infidelidades. A veces, incluso, le paraba los pies y le recordaba que era una mujer casada, que amaba a su marido y que no deseaba ocasionarle disgusto alguno, ni dar vuelos a una infidelidad que no estaba en su ánimo cometer. Pero le gustaba comunicarse con un buen amigo, agradable y correcto, al que poder contar asuntos y detalles un tanto complicados de compartir fuera de su propia intimidad y poder desahogarse con alguien que como desconocido, sabía no le iba a perjudicar, para compensar el difícil silencio que estaba obligada a compartir con su marido. Con la acostumbrada y estricta manera de vivir y comportarse propia de los británicos que ejercen como tales, tan alejada de sus cafres paisanos los famosos ”hooligans”, el respetaba escrupulosamente su intimidad y sus pertenencias. Ni siquiera el diario donde ella anotaba sus hechos y pensamientos y que dejaba sobre su mesilla era capaz de curiosear. Ella lo sabía, pues lo dejaba de forma que podía advertir cualquier alteración en su posición. Tampoco entraban en sus respectivos sitios del ordenador. En los atardeceres, cuando la brisa del Cantábrico hacia grato el jardín para gozar momentos de relajación, ella sacaba su novela, de tema histórico preferentemente, y se pasaba largas horas dedicadas a la lectura. La actual, “La Reina oculta”, la tenía enganchada. El, mientras, hojeaba “The Guardian” y “The Times”, leía a ambos o algún libro de interés. Se sentaban a una distancia prudencial para pasar esas horas de nadie ni de nada. A veces, cuando pasaba página o en un momento que necesitaba meditar y poner en claro la identidad o circunstancias de un personaje determinado, levantaba la vista hacia él y a en algunas ocasiones se cruzaban ambas. Sabía que la quería y la necesitaba, pero la atormentaba su extraña manera de demostrar su amor. Su parquedad en palabras cariñosas, expresiones efusivas y caricias que toda mujer enamorada precisa y desea. En tales consideraciones pensaba en su comunicante cibernético y notaba la diferencia. En lo más íntimo de su ser, reprochaba a su marido que no fuera capaz de tener la osadía y el impulso de su platónico enamorado para poder oír, sin necesidad de lecturas y figuraciones, agradables y emotivas expresiones de amor, deseo y pasión. Con esa resignada postura de la mujer decente y responsable, soportó situaciones un tanto desconcertantes y excesivamente correctas del hombre que compartía su vida. No estaba dispuesta a serle infiel, más allá de lo que se puede ser con el pensamiento e incluso con el deseo. Aunque su naturaleza de mujer apasionada y ardiente, le reclamaba insistente algo más fuerte, sentido, vibrante y hasta salvaje. Y por ello, esas carencias maritales las superaba con los correos que por el ordenador le mandaba su desconocido y encendido admirador. Fue una vez más de la manera más tonta e inesperada. Todo en la vida de esta mujer ocurría de esta forma. Al ir al ordenador, en hora no habitual, lo vio encendido y solitario. Su marido estaba en la ducha y no se había dado cuenta de cerrar la sesión. Algo raro en un ser tan meticuloso. Ella fue a abrir la suya, pero movida por la curiosidad típicamente femenina y por un inesperado impulso, accedió a conocer los secretos de su pareja. En ellos, pudo encontrar una serie de mensajes y correos guardados en una carpeta con su nombre. Los abrió sorprendida y se dio cuenta de quien era ese desconocido que había sabido llegarle al corazón y le había proporcionado tan maravillosas sensaciones. El impacto fue dulcemente tremendo. Había sido el engaño más maravilloso y sorprendente de su vida. El había intentado decirle y expresarle lo que suponía para él, lo mucho que la necesitaba, lo que la amaba, simulando respetar su fidelidad hacia ese marido que ella confesaba querer y no estaba dispuesta a perder. Alternando con extremada delicadeza la difícil postura del platónico enamorado, sin menoscabar su propia dignidad de marido. Lloró avergonzada, pero enormemente feliz de saberse amada y deseada de la manera que tanto había ambicionado. No dijo nada. Salió discretamente del salón y se marchó al jardín a disimular con la novela. Cuando el bajó, serio y cortés, solícito y flemático, ella se levantó y le besó como no había hecho ni en los primeros tiempos de su vida en común, sin decirle una sola palabra. El quedó sorprendido y la miró extrañado, pero se lo devolvió al instante con el mismo ardor que si fuera un chaval cuando se encuentra a ese primer amor inolvidable. A ella le escaparon unas lágrimas que pasaron inadvertidas para él. Un poco aturdido, desconcertado ante la alteración de su monótona y mutua rutina, se fue hacia la cocina y apareció con sendas copas de un Jerez de tronío y unos taquitos de jamón. Bebieron y tapearon casi en silencio, como era lo habitual, pero ambos sabían que algo anormal había sucedido, aunque no coincidieran en adivinarlo. Esa noche la luna se hizo redonda y clara para alumbrar una escena de amor de las que solo se ven en las películas.

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